
José Luis Acquaroni Bonmatí (1919-1983) fue un escritor madrileño que, con su novela Copa de sombra, ganó el Premio José María Pemán y luego el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Narrativa en 1977. Es una obra basada en la tragedia humana de la guerra civil en Sanlúcar de Barrameda. Conocía bien dicha ciudad gaditana porque a ella marchó de niño, pasando allí su infancia y parte de su juventud. (En Sanlúcar nacería su hermano menor, el pintor Miguel Acquaroni). Estudió en la Escuela Militar Naval, pero la tuvo que abandonar por motivos de salud, unas dolencias pulmonares que al parecer le sobrevinieron a consecuencia de los estragos de la guerra. Para curarse de ellas le recomendaron que fuera a la Sierra. Con ese motivo desembarcó en Ubrique y Benaocaz.
Conocía bien la provincia de Cádiz, pues fue redactor del diario Ayer de Jerez (1942-1950) y director de La Voz del Sur de Cádiz (1951-1952). Por estas fechas publicó poemas en la tradición clasicista y neopopular andaluza y relatos cortos merecedores de premios de creciente prestigio (el Camilo José Cela de la revista Platero de Cádiz en 1951, el de El Correo Literario de Madrid en 1952, el de Ínsula en 1953, la “Hucha de Oro” en 1968, etc.). Según la Real Academia de la Historia, su honda vinculación a la tierra donde se crio se tradujo en las páginas de Andalucía, más que nacionalidad (1980), un ensayo en el que decía cosas como:
Andalucía ha sido siempre más lírica que épica. De ahí que todo su proceso de expresión resulte constructivo y lo haya fundamentado en la cultura por antonomasia. La cultura del agro, que es, por naturaleza, la más estática de las culturas. […] Y si nunca le inquietó al andaluz salir y proyectarse, menos aún le importó encerrase tras los bardales de un separatismo definidor. Ha sido el mundo entero el que, en todas las épocas, se ha acercado a Andalucía.
En el ABC de Madrid del 8 de enero de 1971 escribió un artículo titulado «Ubrique, de puntillas», encabezado por una gran fotografía tomada por él mismo, en el que recordaba de forma muy emotiva y haciendo gala de su destreza literaria sus vivencias en el pueblo, que a todas luces dejaron una honda huella en su vida. Lo reproduzco a continuación. (Tiene algún que otro errorcillo disculpable).

Ubrique, de puntillas
Aquel vivaquear de casi doce horas no lo imponían mis pulmones de adolescente, marcados por entonces con la huella de la guerra civil, sino los achaques del autobús que cubría la línea Ubrique- Ronda, que había de tomar al amanecer del día siguiente. Al asmático y recompuesto vehículo se le exigía que trepara, en solo siete u ocho kilómetros de mala carretera, más de seiscientos metros del macizo de Grazalema, hasta alcanzar Benaocaz, mi punto de destino. Como cualquier neurótico, el viejo ómnibus –así se decía entonces– debía tener sus manías e imponía la media luz y los frescores del alba para su diaria proeza.
Con el rostro encendido y el caminar incierto de quien ha viajado durante largas horas, paseaba al atardecer por un Ubrique que se me reveló en aquellas primeras visitas, y ya para siempre, como una ciudad-aroma. Subía desde Sanlúcar, al borde del río-mar, donde la brisa oceánica no permitía otras fragancias que las marinas –a excepción de los días vendimieros, en que el pastoso viento del mosto lo impregnaba todo– y el contenido de esa cazoleta, de ese pomo de hierbas aromáticas que es Ubrique, me golpeaba los sentidos, primero en las calles, que olían a lentisco, espliego y cuero curtido, y luego en la fonda, con el humeante guiso de perdiz o conejo jareños y el ambiente sahumado por el fuego de la leña de encina. El refrán «la perdiz en la nariz» nunca tuvo para mí más rotunda concreción que en aquel Ubrique condensador de todos los tufillos serranos.

Pese a las posteriores y frecuentes visitas a la ciudad, aquel de hace treinta años sigue siendo, no sé por qué, el Ubrique que llevo cosido a los forros del alma. Un Ubrique pomo y sahumador, como buscando el vertical ascenso de efluvios y fragancias. Un Ubrique trascendiendo hacia Jo alto. Porque pese a su apariencia llana, bien pavimentada, pulida como el fondo de una cazuela, Ubrique es una ciudad de puntillas, anhelante de verticalidad. De puntillas para superarlos, para asomarse al mundo sobre los altos muros pétreos que la circundan: el Saltillo, con casi mil doscientos metros, el Algarrobal, el peñón de Berrueco, la cima de Benafín, el cerro de los Batanes, del que brotan los nueve caños en donde nace el río que dio nombre a la villa. Sobre estos altos paredones han de instalar los vecinos de Ubrique las antenas de sus televisores, costándoles así más el collar que el perro.
Pero Ubrique también de puntillas por lo quedamente y sin ruidos, que ha ido cimentando su importante industria del cuero y el tafilete, la estuchería de lujo y el repujado. El «Ubrique de las petacas» de hace treinta años, labora hoy con pieles de cabra, de becerro, de cerdo, de lagarto –¡horror a los cueros artificiales, que empiezan a amenazar su artesanal nobleza!– y abarca toda la gama de las manufacturas en piel. Las cuatro tenerlas de los tiempos de Madoz se han convertido en veintitantas fábricas de curtidos y casi medio centenar de talleres que trabajan el cuero, con una producción anual que debe rondar el millón de piezas.

El obligado vivaquear en aquel Ubrique de hace treinte años es posible que dejara en mí una más honda huella porque, entre aquellos enormes paredones calizos punteados del verde de las jaras, los palmitos y los quejigos, sentí por primera vez la soledad y el desvalimiento de ser hombre. En la guerra todo había sido batahola y aturdimiento. Y en Benaocaz, el pueblecito serrano que iba a devolver la salud a mis pulmones enfermos, había un campechano alcalde esperándome –un alcalde que era también cartero rural, electricista, chacinero y no sé cuántas cosas más– y la dueña de un hospedaje, que estaba advertida de mi llegada, y una guapa maestra de escuela, que uno, influenciado por las acarameladas películas de Clark Gable y Claudette Colbert, imaginaba encontrar en todos los pueblos, para el romántico idilio de los dieciocho años. Unos dieciocho años sin «pop», sin drogas –mejor dicho, sin más droga que los films de Hollywood– sin carnet de conducir, sin otro desplante contestatario que hacerme palpar el pequeño cráter que un trozo de metralla dejara en una de mis rodillas, o mostrar a algún íntimo el ejemplar del «Romancero gitano» que guardaba en el fondo de mi maleta.

Ahora, cuando leo que van a abrirse nuevos caminos de penetración y revitalización para los pueblos de la serranía gaditana, siempre tan olvidados, se me viene a la memoria el Ubrique de mis soledades, permanentemente esforzado y laborioso, el Ubrique de puntillas en su corral eoceno de altísimos bardales, recogiendo y exhalando, como un pebetero, los aromas serranos, abriendo caminos para su artesanal industria hacia todos los mercados españoles –y del mundo– por estrechas gargantas y angostos valles, afanándose en su rincón soleado, un Ubrique agigantándose siempre en su tierna y blanca pequeñez.

