El erudito ultracatólico Marcelino Menéndez Pelayo, en su Historia de los heterodoxos españoles (libro VI, capítulo III, punto VII), se deshace en elogios sobre el Beato Diego José de Cádiz, que era de Ubrique (aunque nació en la capital de la provincia, adonde viajó su madre para estar mejor atendida durante el parto). Esto dice Menéndez sobre el personaje:
Cerremos este cuadro de la literatura católica y apologética del siglo XVIII, hoy sepultada en densas nieblas por el odio de los sectarios, como lo está la del XIX, trayendo a la memoria los nombres de algunos oradores sagrados, que difundieron por todos los ámbitos de la Península la luz de la cristiana enseñanza y acosaron sin tregua al renovado anticristianismo de Celso, de Porfirio y de Juliano. Pongamos ante todos a Fr. Diego de Cádiz, misionero capuchino (1743,1801) y varón verdaderamente apostólico, cuyo proceso de beatificación está muy adelantado. Él fue en un siglo incrédulo algo de lo que habían sido San Vicente Ferrer en el siglo XV y el Venerable Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, en el XVI. Desde entonces acá, palabra más elocuente y encendida no ha sonado en los ámbitos de España. Los sermones y pláticas suyas que hoy leemos son letra muerta y no dan idea del maravilloso efecto que, no bajo las bóvedas de una iglesia, sino a la luz del mediodía, en una plaza pública o en un campo inmenso, ante 30.000 o más espectadores, porque las ciudades se despoblaban y corrían en turbas a recibir de sus labios la divina palabra, producía con estilo vulgar, con frase desaseada, pero radiante de interna luz y calentada de interno fuego, aquel varón extraordinario, en quien todo predicaba: su voz de trueno, el extraño resplandor de sus ojos, su barba, blanca como la nieve; su hábito y su cuerpo amojamado y seco. ¿Qué le importaban a tal hombre las retóricas del mundo, si nunca pensó en predicarse a sí mismo?
Para juzgar de los portentosos frutos de aquella elocuencia, que fueron tales como no los vio nunca el ágora de Atenas, ni el foro de Roma, ni el Parlamento inglés, basta acudir a la memoria y a la tradición de los ancianos. Ellos nos dirán que a la voz de Fr. Diego de Cádiz, a quien atribuyen hasta don de lenguas, se henchían los confesonarios, soltaba o devolvía el bandido su presa, rompía el adúltero los lazos de la carne, abominaba el blasfemo su prevaricación antigua y 10.000 oyentes rompían a un tiempo en lágrimas y sollozos. Quintana le oyó y quedó asombrado, y todavía en su vejez gustaba de recordar aquel asombro, según cuentan los que le conocieron. Y otro literato del mismo tiempo, académico ya difunto, hijo de Cádiz, como Fr. Diego, pero nada sospechoso de parcialidad, porque fue volteriano empedernido, traductor en sus mocedades del Ensayo, del barón
de Holbach, sobre las preocupaciones, y hombre que en su edad madura no juraba ni por Roma ni por Ginebra, D. José Joaquín de Mora, en fin, ensalzaba en estos términos la elocuencia del nuevo apóstol de Andalucía:
Yo vi aquel fervoroso capuchino,
timbre de Cádiz, que con voz sonora,
al blasfemo, al ladrón, al asesino,
fulminaba sentencia aterradora.
Vi en sus miradas resplandor divino,
con que angustiaba el alma pecadora,
y diez mil compungidos penitentes
estallaron en lágrimas ardientes.
Le vi clamar perdón al trono augusto,
gritando humilde: «No lo merecemos»,
y temblaban, cual leve flor de arbusto,
ladrones, asesinos y blasfemos;
y no reinaban más que horror y susto
de la anchurosa plaza en los extremos,
y en la escena que fue de impuro gozo
sólo se oía un trémulo sollozo.Orador más popular, en todos los sentidos de la palabra, nunca le hubo, y aun puede decirse que Fr. Diego de Cádiz era todo un hombre del pueblo, así en sus sermones como en sus versos, digno de haber nacido en el siglo XIII y de haber andado entre los primeros hermanos de San Francisco.
Con el P. Cádiz compartió la gloria de misionero y le excedió mucho como escritor, porque era hombre más culto y literato, el capuchino Fr. Miguel Suárez, honra de esta ciudad de Santander, donde tuvo su cuna y de la cual tomó el apellido de religión. Su fama no ha llegado a nosotros tan intacta como la del P. Cádiz. (…)
Otras frases del libro de Menéndez Pelayo referidas al “beato” ubriqueño son estas:
En Zaragoza produjo no pequeño escándalo el Dr. D. Lorenzo Normante y Carcaviella, que explicaba economía civil y comercio en la Sociedad aragonesa por los años de 1784, defendiendo audaces doctrinas en pro de la usura y de la conveniencia económica del lujo y en contra del celibato eclesiástico. Muchos se alarmaron y le delataron a la Inquisición, pero sin fruto, aunque Fr. Diego de Cádiz y su compañero de hábito Fr. José Jerónimo de Cabra hicieron contra sus errores una verdadera misión.
Célebre más que Rodríguez y que ningún otro de aquellos apologistas, pero no tan leído como
corresponde a su fama, a la grandeza de su saber y entendimiento y al fruto que hoy mismo podemos sacar de sus obras, es el jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos y Mier (2501), gloria de la Universidad de Sevilla y del monasterio de San Isidro del Campo, refugio en otro tiempo de herejes, y en el siglo XVIII, morada del más vigoroso martillo de ellos, a quien Dios crió en estos miserables tiempos (son palabras de Fr. Diego de Cádiz) para dar a conocer a los herejes y reducir sus máximas a cenizas.

