viernes, 19 diciembre 2025

Hace 250 años un ubriqueño se libraba de 8 años de mili al presentarse quien debía

Y un extra: el buen humor de un ubriqueño en la mili de 1922

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Este curioso documento es una licencia que se le concede en 1777 a un soldado ubriqueño que hacía el servicio militar obligatorio para que se fuera a su casa, ya que esta obligación parece que le había tocado realizarla a otro que no se encontraba en Ubrique “cuando le tocó la suerte”.

La licencia la expide el coronel del Regimiento de Infantería de Murcia, caballero de la Militar Orden de San Juan, Galcerán de Vilalva y Llorac. Este oficial militar concede al soldado el retiro por haberse presentado “quien lexitimamente debe servir, y substituiò su Plaza por estar ausente el referido (…) cuando le tocó la suerte”. El licenciado pudo librarse in extremis de tener que cumplir nada menos que 8 años en filas, aunque hasta que recibió la licencia tuvo que estar en el cuartel cinco meses.

Como en aquella época no se había descubierto aún la fotografía, para que las personas pudieran ser identificadas había que describir al detalle sus rasgos fisonómicos. Tras mencionarse los nombres de su padre y su madre, el soldado es descrito de este modo:

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“natural de la Villa de Ubrique, Correximiento de Ronda, edad 22 años, estatura 5 pies y dos linias, C. A. R. pelo y cejas negros, ojos pardos, color moreno, hundido de entrecejo, y poblado de barba, con algunos oyos de viruela; Vino quintado por ocho años en quinze de Nobiembre de mill Setecientos Setenta y seis =”.

La licencia está firmada en Cádiz el 19 de abril de 1777.

Al respecto, copio esta información de la Wikipedia:

En el siglo XVIII, con la llegada de los Borbones y la necesidad de soldados para el Ejército, en el ámbito de la Guerra de sucesión española (1701-1715), se asentaron en España las bases del reclutamiento. Tras la finalización del conflicto bélico, la falta de tropas se hizo constante, por lo que se optó por la progresiva implantación de métodos de reclutamiento obligatorios pese a que conllevaban una gran impopularidad, alternándolos con levas de vagos y maleantes, que resultaban poco efectivas y que se terminó por rechazar. Las milicias provinciales adquirieron un carácter forzoso. El reclutamiento que había sido empleado hasta entonces de forma muy limitada adquirió más importancia ante las necesidades de un ejército permanente. Comenzaron entonces a denominarse a estos reclutamientos popularmente «quintos», cuyo nombre viene de principios del siglo XVIII, cuando se fijó un cupo anual de 50 000 hombres elegidos por sorteo de los que salía un soldado por cada cinco hombres.

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El buen humor de un soldado ubriqueño en la mili de 1922

Y ya que hablamos de mili, siglo y medio más tarde de los sucesos anteriores (1922) un soldado ubriqueño protagonizaba una anécdota que acabó siendo recogida en el «ensayo o novela” El secreto del monasterio de Santa María de la Victoria, de Javier Ordóñez García (nacido en El Puerto de Santa María en 1908). El ubriqueño mostró tener una de las virtudes de la mayoría de sus paisanos: el buen humor. Copio del mencionado libro:

Pero también tuvimos la suerte de que el Capitán de la Compañía a la que fuimos asignados tenía de militar rancio lo que nosotros de fraile. Así que un día, durante la celebración de clases teóricas que recibíamos a las tres de la tarde debajo de un pino y con un calor insoportable, al Capitán se le ocurrió preguntarnos si nos sentíamos a gusto en nuestro destino. Fue entonces cuando uno se quejó de la comida, otro del jabón que escaseaba, otro de las letrinas, otro… A Juan Carlos, que era de Ubrique y que trabajaba repujando cuero, todo eso le estaba molestando mucho, ya que lo que deseaba realmente era echar una cabezada aprovechando la lejanía de los últimos pupitres de tierra. Le observaba y en sus adentros se notaba que rezaba para que el Capitán se extendiera a gusto en su exposición con aquella voz suya, pausada y adormecedora. Digamos que el Capitán que era gallego, no tenía voz de mando sino de insinuación. Pero no hubo manera de conseguirlo, porque todos los soldados se habían apuntado a aquella crítica larga que, al parecer, hacía muy amena la clase: que si el agua era poca, que si en el barracón hacía mucho calor o frío, que si la ropa era grande o era pequeña… De modo que, para terminar con aquella insufrible retahíla, se le ocurrió levantarse, ponerse bien a la vista, y cuadrarse para dirigirle su queja: «Mi Capitán, cuando yo llegué aquí medía uno ochenta». Se hizo un silencio sepulcral, como es lógico. Pero fue el Capitán, precisamente, el que mirando de arriba a abajo al escaso metro sesenta y cinco de estatura de Juan Carlos, rompió aquel frío silencio con una escandalosa y sincera carcajada la cual nos contagió. Y allí acabaron todas las quejas.

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