Cuánto bregar, cuánto dolor
detrás de la alegría.
Será el tiempo una bruma
de sombra y de luces amarillas.
(Del poema Ronda, de Juan Peña, en Destilaciones)
Ayer estuve en Ronda. Tenía ganas de asomarme una vez más a sus calles y me dejé arrastrar, como otras veces, por un impulso que cada cierto tiempo surge en mí.
No sé; desde siempre, hasta donde consigue adentrarse mi memoria, la ciudad ha despertado en mí muchas expectativas y estas se renuevan ante cada visita. Visitas que terminan por devolverme a una realidad descarnada: la comprobación de que es una ciudad objetivamente triste, de una tristeza contagiosa, en determinadas épocas de año y a determinadas horas del día. Había olvidado, a pesar de haber vivido allí largas temporadas, en mi adolescencia de estudiante, y veintitantos años después, y durante cuatro cursos, que no es recomendable hacerlo en invierno y menos en las horas extremas del día.
Cuando llegué el sol casi completaba su recorrido y teñía de un polvo dorado la línea de montañas que se dibujan en su horizonte oeste, donde distintos planos casi se funden en esta hora en uno, del que sobresale en el último término la mole pétrea de El Torreón.

Eran las seis de la tarde y tuve que aparcar en el polígono industrial El Fuerte, que se eleva al norte de la ciudad, donde también se concentran los institutos de enseñanza secundaria y el tráfico es tan agitado como el de cualquier pueblo atareado. Tenía media hora de luz y ningún propósito concreto.
Por seguir la rutina a que me atengo casi mecánicamente cuando la visito solo, dilapidé sin ser muy consciente de su fugacidad ese corto tiempo entrando en una librería. Al salir, ya casi era de noche y me sentí invadido de golpe por el frío y una sensación antigua de desubicación, de estar fuera de lugar en un decorado tan bello en algunos aspectos como inasibles y ajenos. En ese instante la atmósfera era de cristal y el cielo límpido, donde se recortaba la silueta engañosa y enrojecida de una luna creciente en sus inicios y brillaba intenso algún lucero que no sabría nombrar. Es una sensación que acompaña a un frío real y físico que cala hasta los huesos, una mezcla de añoranza de la calidez del refugio del hogar y el sentimiento doliente de la distancia que te separa de él. Como perderse de sí mismo, una especie de sensación de desamparo e intemperie. No supe en un principio a qué atribuir ese sentimiento desasosegante, hasta que lo identifiqué con el fruto de la condición inhospitalaria, de rocosa aspereza –cuya animación dura lo que su engañosa alegría– de una ciudad ensimismada, experimentado cuando allí viví en mi adolescencia y luego.

Me fue penetrando a mi pesar la tristeza intranquilizadora y olvidada que a esa luz crepuscular transpira la ciudad, una luz anémica que sumerge sus calles en lóbregas sombras frías e ilumina pálidamente y sin fuerza los tejados y últimos pisos. Y luego, ese contraste entre la riada humana, en la que no faltaban mendigos, con su patetismo antiguo, de la calle de la Bola y las inmediaciones del Puente Nuevo con la vida detenida de las calles aledañas al centro, delataba más si cabe la mascarada de alegría efímera, multiplicada en estas fechas, de una ciudad cuya esencia ha sido sepultada por el espíritu comercial y el turismo boyante y adocenador.

La tienda que tanto gustó al poeta Felipe Benítez Reyes por su nombre, «El pensamiento», sigue ahí en la calle de la Bola, entre otras tiendas de fruslerías, bares modernos, franquicias de todo a cien y hamburgueserías que han ido desplazando al antiguo comercio familiar y sus bares, pero ha cambiado su nombre y se llama ahora «El señorío», en una búsqueda desorientada de la sintonía con la condición pueblerina de una ciudad que se mira el ombligo y ha asumido todos los tópicos de un chauvinismo rancio y superficial que la mirada ajena y propia ha ido fabricando en el tiempo.
Compré unos dulces y unas yemas del tajo en La Campana porque me entró un hambre terrible, un libro y una bufanda de lana de Grazalema para regalarla a Ana.









