Ocultar un cadáver no es tarea sencilla. La descomposición del cuerpo humano deja tras de sí un abanico de evidencias químicas y biológicas que pueden delatar incluso los intentos más cuidadosos de ocultamiento. Desde los compuestos orgánicos volátiles (COV) hasta los patrones de infestación de insectos, cada etapa del proceso ofrece pistas fundamentales para la ciencia forense. Esta área de estudio se conoce como tafonomía forense y se centra en los cambios que ocurren tras la muerte, permitiendo reconstruir las circunstancias de un fallecimiento.
Etapas del colapso biológico
Todo comienza con la autólisis, que se produce apenas el corazón deja de latir. Las células, privadas de oxígeno, acumulan subproductos ácidos que deterioran sus membranas internas. Órganos como el hígado (rico en enzimas) y el cerebro (alto contenido de agua) son los primeros en descomponerse. La sangre, al salir de los vasos dañados, se asienta por efecto de la gravedad, creando manchas visibles llamadas livideces.
Poco después, la proliferación de microorganismos da lugar a la formación del necrobioma, una comunidad microbiana que inicia la putrefacción. En esta etapa, bacterias anaerobias descomponen los tejidos generando compuestos de azufre como el sulfuro de hidrógeno, así como metanetiol, disulfuro de dimetilo y trisulfuro de dimetilo. Estas sustancias, responsables del característico olor fétido, hacen que el cuerpo se hinche y libere fluidos por orificios naturales o heridas.
Los COV no solo delatan la presencia de un cadáver, sino que varían según el estado de descomposición, lo que permite estimar con mayor precisión el intervalo post mortem. Ciertos compuestos aparecen en todas las etapas, mientras que otros cambian con el tiempo, convirtiéndose en indicadores útiles para datar el momento de la muerte.
El hedor químico de la muerte
Durante la decadencia activa, las bacterias convierten proteínas en cadaverina y putrescina, compuestos nitrogenados que intensifican el olor de la carne en descomposición. Estas sustancias son tan distintivas que se utilizan para entrenar a los perros rastreadores de cadáveres.
Estos compuestos han demostrado ser herramientas cruciales. Más de 400 COV distintos son liberados por un cuerpo en descomposición. Su análisis permite establecer patrones temporales: los compuestos sulfurosos tienden a disminuir con el tiempo, mientras que alcoholes y aminas aumentan. Este enfoque ayudó a resolver un caso de 2002 en Grecia, cuando los científicos lograron estimar el tiempo de muerte de dos hombres hallados en el mar gracias al análisis químico de los COV.
Tecnología olfativa de última generación
Aunque los perros siguen siendo el mejor recurso para la detección de cadáveres, su uso tiene limitaciones. Por eso, los científicos están desarrollando «narices electrónicas», dispositivos que imita la capacidad olfativa canina mediante sensores que detectan alcoholes, sulfuros, compuestos nitrogenados e hidrocarburos. Las narices electrónicas han sido probadas en escenarios simulados de desastres, localizando restos humanos con alta precisión.
Técnicas como la microextracción en fase sólida y el uso de tubos adsorbentes permiten capturar COV en el aire para ser analizados posteriormente por cromatografía de gases y espectrometría de masas, técnicas capaces de identificar miles de compuestos con gran sensibilidad.
Los insectos: aliados involuntarios de la justicia
El característico “perfume” de la putrefacción atrae a los primeros testigos de la muerte: las moscas de la carne, capaces de detectar un cadáver a más de 15 kilómetros. Llegan, ponen huevos en heridas abiertas u orificios, y sus larvas devoran el cuerpo. El ciclo vital de estos insectos, influido por la temperatura ambiental, se convierte en un reloj biológico que los forenses usan para estimar el intervalo post mortem.
Además, los insectos pueden revelar si un cuerpo fue movido o alterado. Un caso en Brasil en 2017 fue reabierto cuando se descubrieron larvas en el cráneo de una mujer, lo cual solo podía explicarse por una herida violenta.
La microbiota como cronómetro molecular
Más allá de los insectos, los propios microbios del cuerpo juegan un papel crucial. Al morir, las bacterias del intestino colonizan el resto del organismo en ausencia de oxígeno, y posteriormente otras bacterias del entorno toman el relevo. Esta sucesión microbiana es relativamente predecible y varía según el ambiente.
El proyecto Forens-OMICS, que aplica técnicas de genómica, proteómica y metabolómica para analizar estos cambios post mortem. Por ejemplo, la proteómica es útil en cadáveres con un intervalo post mortem prolongado, mientras que la metabolómica da mejores resultados en muertes recientes. La integración de estos datos mediante aprendizaje automático permite construir modelos cada vez más precisos para estimar el intervalo post mortem.
Granjas de cuerpos: laboratorios del más allá
Dado que factores como el clima, el tipo de suelo, la profundidad del entierro y la actividad de carroñeros afectan drásticamente la descomposición, los científicos recurren a instalaciones especiales conocidas como «granjas de cuerpos». Allí se estudia cómo distintos entornos afectan al proceso, con el fin de mejorar las estimaciones forenses.
Aunque en algunos países se utilizan mayormente cadáveres animales como cerdos, solo el uso de restos humanos permite estudiar ciertos aspectos como el deterioro del ADN, las huellas dactilares o el esmalte dental. Actualmente existen 11 de estas instalaciones en el mundo.
Una ciencia con impacto real
Comprender la química de la descomposición no es solo una curiosidad morbosa. Cada avance en la detección de compuestos, patrones microbianos o actividad de insectos puede marcar la diferencia entre un veredicto justo o una condena errónea. Estas investigaciones pueden significar la libertad de alguien.

