domingo, 10 diciembre 2023

Fuego frío: un acercamiento a fuentes de luz no tan cotidianas

Al azar

Javier Fuertes Gimeno »

Pocas cosas atraen tanto la atención como una luz que brilla en la oscuridad. En mitad de la noche, el resplandor de las estrellas o la Luna nos ofrece orientación; una luz en tierra puede indicarnos calor, seguridad, compañía. Estamos acostumbrados a la radiación lumínica de los astros, la materia incandescente y la llama: en todos ellos, la luz se genera por un aumento de la temperatura, la energía calorífica recorre los átomos de los cuerpos haciéndolos brillar. En el Sol y el resto de estrellas, es la fusión de átomos la que produce esa energía; en la llama, es la reacción del oxígeno con el combustible inflamable, y en la incandescencia cualquier objeto brillará si se le aplica suficiente energía, como ocurre con las bombillas, en las que un filamento de metal se ve sometido a la corriente eléctrica, lo que hace que su temperatura aumente de tal manera que comience a iluminar. Estas luces son familiares, pues son las que nos han mantenido con vida, ofreciendo días soleados en los que las plantas crecen, un hogar caliente en el invierno, y más recientemente, luz con solo apretar un interruptor.

Existen otras luces, sin embargo, que iluminan sin calor, y que durante largo tiempo fueron probablemente origen de folklore y superstición. Hemos oído hablar de los fuegos fatuos, llamas incorpóreas que brillan en bosques y ciénagas que provocan la muerte de aquellos que los persiguen; también del fuego de San Telmo, que prendía los mástiles de los veleros durante las tormentas, sin quemar ni calentar; en los cementerios las tumbas a veces brillaban con fuego frío, igual que los animales y los vegetales muertos, y es imposible olvidar el espectáculo de las auroras boreales.

Hoy sabemos que la materia puede emitir luz por muchos motivos, no solo su temperatura. Luminiscencia es el nombre genérico que define este conjunto de procesos. (La Luna, que antes nombré, puede ser un ejemplo de lo que no es luminiscencia. A pesar de que una noche de Luna llena es capaz de iluminar los valles más profundos, nuestro satélite no brilla con luz propia, sino que refleja la del Sol ya oculto.)

Fuentes de luz

Nunca está de más repasar lo que sabemos acerca de la naturaleza de la luz. Sabemos que es una fracción del espectro electromagnético, igual que las ondas de radio, las microondas o los rayos X. Lo que la diferencia del resto de radiaciones es que es visible, y se nos presenta bajo la apariencia de colores.

La luz tiene su origen en los átomos: los electrones que rodean al núcleo existen en una serie de niveles predefinidos, cada uno representando una energía única, propia de los electrones que lo habitan y mayor cuanto más alejados del núcleo. Cuando un electrón sube a niveles más energéticos que los habituales, se dice que se encuentra en un estado excitado, o en lenguaje coloquial, está viviendo por encima de sus posibilidades, ya que tarde o temprano, cuando el origen de la excitación desaparezca, tendrá que volver a los niveles inferiores más económicos y estables. Por el principio de conservación de la energía, como el electrón excitado tenía más energía que en su estado habitual, al pasar de un nivel excitado a uno estándar la energía sobrante ha de transformarse, en este caso en radiación, que si posee las características apropiadas será luz. Lo que diferencia unos tipos de luminiscencia de otros es el origen de la energía que promociona los electrones del átomo a sus niveles superiores.

La fotoluminiscencia, por ejemplo, engloba la fosforescencia y la fluorescencia, procesos por los que una sustancia absorbe la luz –energía al fin y al cabo– que incide sobre ella para después emitirla con un color determinado, dependiente de su naturaleza. Las pinturas que brillan al aplicar luz ultravioleta o los juguetes que brillan en la oscuridad son casos prácticos de esta ocurrencia. Puede generarse luz haciendo pasar electricidad a través de una sustancia, pero a diferencia de la bombilla, sin que se genere calor, como vemos en los LEDs, o mediante la mera manipulación mecánica, como al romper un cristal de azúcar; los materiales radiactivos han demostrado brillar en un rango cercano al ultravioleta, debido a que sus átomos, que acaban por desintegrarse en elementos más ligeros, son como cañones de protones y electrones que salen proyectados con altísima velocidad, excitando a los átomos adyacentes en un rango de energías tan alto que rara vez la radiación es visible, pero sí extremadamente peligrosa.

De la que hablaré en este artículo es de la quimioluminiscencia, el proceso por el cual la luz se genera como un producto de una reacción química. La reacción puede resumirse muy rápido de la siguiente manera:

Reactivos → Productos + Luz

Por fortuna, el proceso es más interesante si lo estudiamos más despacio. Existen numerosas reacciones químicas capaces de emitir luz, pero lo más relevante es que en todas tiene lugar la oxidación del reactivo principal para generar un producto luminiscente. Para ilustrar el origen de la luz fría, veremos un caso que ha hipnotizado a la raza humana desde que comenzó sus andaduras en la contemplación de la naturaleza.

La luz de la vida

El Sol se hunde en el horizonte y, mientras el ocaso se apaga, lo que parecen cientos de chispas deambulan de forma errática a pocos metros del suelo, entre los árboles de un bosque apenas alterado por el humano. Para alguien como yo, acostumbrado a un entorno urbano y a espacios naturales que han sufrido un fuerte impacto industrial, el espectáculo parece sacado de un cuento de hadas; con razón, pienso, se nos habla de pequeñas criaturas mágicas y brillantes que viven a la sombra de los árboles. A pesar de que sé lo que veo, unas comunes luciérnagas, el sentimiento de magia persiste.

Los organismos luminosos son por naturaleza captores de atención, entre otras cosas, para ello brillan. Plinio el Viejo, en el siglo I, realiza probablemente la primera descripción detallada y escrita de animales luminiscentes en su obra Naturalis Historia, pero han de pasar cerca de dos mil años para que el secreto de la “luz viva” comience a desentrañarse. En el siglo XVII Robert Boyle, el mismo que es conocido por la ley que lleva su nombre, escribió un ensayo titulado “Algunas observaciones sobre la carne brillante”, y realizó numerosos experimentos observando la luz emitida por diversas fuentes y la presencia de aire en una cámara hermética; a pesar de que sus resultados fueron inconcluyentes, obtuvo la primera pista acerca de los mecanismos de la bioluminiscencia: al contrario que una llama, que se apaga en ausencia de aire y no vuelve a encenderse, la carne y la madera “brillante” pierden su fulgor cuando se elimina el aire pero lo recuperan al entrar de nuevo en contacto con él. Hay que recordar que por aquel entonces aún se desconocía la presencia de oxígeno en el aire.

Ya en el siglo XIX la experimentación había avanzado lo suficiente como para saber que la luz emitida por la carne y la madera en descomposición, así como el agua de mar luminosa, era fruto de organismos microscópicos; se sabía también que las reacciones químicas que se llevaban a cabo en el interior de los organismos luminiscentes podía acontecer fuera de ellos, si se realizaban los extractos adecuados en el laboratorio. Raphael Dubois, farmacólogo francés, se interesó por estos organismos, y hacia final de siglo logró extraer y aislar los dos compuestos que reaccionan durante la bioluminiscencia, a los que denominó “luciferina” y “luciferasa”, a partir de una especie de almeja bioluminiscente. (A pesar de la carga diabólica que estos nombres parezcan tener, Lucifer no significa otra cosa que “el que porta la luz”; más allá aún Lucifer es el equivalente latino de Fósforo, que aparte del elemento químico, es el dios griego del lucero del alba. El fósforo, en efecto, presenta luminiscencia, de ahí la asociación.)

Cuando Dubois realizó sus experimentos, las sustancias se conocían casi exclusivamente por sus propiedades y características, y la estructura química estaba aún por determinar. Así pues, sus observaciones acababan con una simple mención de que las dos sustancias se combinaban para emitir luz sin calor, y que una de ellas perdía sus propiedades al calentarse, motivo por el cual la llamó “luciferasa”, con la intuición de que se trataba de una enzima (el sufijo -asa se emplea para denominar las enzimas), de las que ya se sabía que eran muy sensibles a los cambios de temperatura. Pero desde que publicara sus resultados, muchos son los químicos y los biólogos que han buscado la luciferina y la luciferasa en todos los organismos bioluminiscentes conocidos, y aunque no todas las moléculas de luciferina o luciferasa tienen la misma estructura, sino que son más bien propias de cada ser vivo, todos presentan este par sustrato-enzima.

Moléculas en funcionamiento

La luciferina más estudiada es la de las luciérnagas, quizás por su proximidad. El estudio riguroso en laboratorios ha mostrado que la reacción no es tan sencilla como en principio le pareció a Dubois, durante la reacción se generan productos intermedios que reaccionan con moléculas presentes en el organismo de la luciérnaga. Si obviamos estos pasos intermedios, la reacción es queda

Luciferina + Mg2+ + O2 + ATP→ Oxiluciferina + AMP + CO2 + Luz

donde ATP es adenosín tri-fosfato, la molécula encargada de abastecer de energía las reacciones químicas responsables de la vida, y AMP el adenosín mono-fosfato, el producto de un ATP que ha sido empleado para dicho abastecimiento. El ATP proporciona la energía necesaria para que reacciones que de otra manera no se llevarían acabo consigan realizarse, rompiendo los enlaces internos de su estructura que son altamente energéticos.

¿Y la luciferasa? La luciferasa no está presente en la reacción en sí, sino que actúa únicamente como enzima: facilita la reacción ofreciendo su estructura como punto de encuentro entre los reactivos. La reacción podría llevarse a cabo sin ella, pero a una velocidad mucho más lenta y unos resultados no tan espectaculares. Es la oxiluciferasa, el producto de la reacción de la luciferasa con el oxígeno, la que emite la luz de las lúciernagas. Técnicamente no es la oxiluciferasa en sí, sino un producto intermedio altamente inestable formado breves momentos antes, que tras descomponerse en el óxido de luciferasa estable libera la diferencia de energía. Esa diferencia es la que excita los electrones, que con sus bailes frenéticos entre niveles energéticos, iluminan la noche.

Bibliografía

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