Cuando me jubilé terminó mi júbilo. Había trabajado durante décadas como pasante de un bufete de abogados, es decir, en un reino de “normatividad” que servía de andamiaje a mi “cimbreante” temperamento. Las paredes de mi despacho, forradas de libros legales, me permitían confiar en que el mundo seguiría estando convenientemente ordenado a pesar de su tendencia al caos. Amaba esa creación humana llamada Justicia; creía en ella y necesitaba constatar cotidianamente su pujanza. Al quedarme sin esa ocupación no supe legislar sobre mi propia vida. El ambiente exterior se me hizo tan ominoso que se apoderó de mí la imperiosa necesidad de escapar de la ciudad donde siempre había vivido.
Años antes mi difunta esposa y yo habíamos conocido un pueblo delicioso que se me apuntó en el corazón como una nota en una agenda: Villaumbrosa. No sé por qué poco a poco fue materializándose en mí la idea de irme a vivir allí al menos un tiempo, como catarsis. El caso es que puse mi deseo en manos de una agencia inmobiliaria que a los pocos días me mostraba fotos de una vivienda en venta, de dos plantas, a las afueras de Villaumbrosa. En breve pude firmar el contrato con su propietario, quien me contó, por cierto, que necesitaba el dinero para irse a Argentina. Tomé su dirección en aquel país, por si las moscas.
De modo que un bonito día de mediados de junio me encontraba maleta en mano ante mi nueva casa rural. Que su estado no fuera óptimo no me amilanó; al contrario, ponerme a reparar sus desperfectos sería un buen remedio para mantener mi cerebro ocupado, y de paso así lo intentaba componer también.
Esa misma tarde paseé por las calles del blanco caserío que tanto me había enamorado. Recibí atentas buenas tardes de algunos de mis nuevos vecinos y el corazón se me alegró. Todo empezaba bien. Cené temprano y me acosté. Pero aquella noche mis sueños no pasaron del primero, que ni siquiera culminó, pues de él me sacaron abruptamente estrepitosos golpes en la puerta. Bajé a trompicones; abrí y si no me aparto me cae encima el cayado de un tipo que llevaba dibujada en la cara la rabia con que lo descargó. En una décima de segundo esta especie de ariete humano –que después supe que se llamaba Venancio– se hallaba enérgicamente cruzado de brazos en medio del salón gritando repetidamente: “¡¡esta casa es mía!!”.
Se comprenderá mi turbación. “Me han timado”, pensé. Le pedí serenidad, fui por las escrituras y cuando se las alargué como prueba de mi calidad de dueño las apartó y se limitó a insistir: “¡la casa es mía!”. Conseguí con ruegos, no obstante, que su enorme corpachón se sentara, y con él parte de sus iras, y que diera las razones por las que reclamaba el inmueble.
Acerté a entender que pocos años antes el argentino –así llamaba al anterior propietario–, empleado por Venancio en una pequeña explotación ganadera, había pedido a este cierta cantidad de dinero para emigrar a América, poniendo en prenda su casa. El indiano volvió a su terruño al poco tiempo, arruinado, y ahora andaban en pleitos verbales por el supuesto incumplimiento del contrato privado, el cual, por cierto, había quedado plasmado en un ridículo y manoseado papelucho que mi hombre esgrimía invitándome a leerlo. Decliné hacerlo y le advertí (aunque no las tenía todas conmigo) que aquel documento no tenía fuerza legal. Él se acomodó, entonces, en el sofá, y juró que no se movería de su casa. El resto de la noche fue para olvidarla.
Nada más salir el sol me fui al Ayuntamiento a pedir al alcalde una ayuda que no obtuve, ya que, cuando cité el nombre del protagonista, el regidor manifestó que el asunto era peliagudo. Me informó de que el tal Venancio era un modesto ganadero tan cabal como cabezota, por lo que temía que la única solución sería que las autoridades policiales o judiciales tomaran cartas en el asunto, consejo que me dio entre hipócritas palmaditas de comprensión en la espalda y alguna que otra risita.
Decidí hacerle caso, de todos modos, pero al ir a apercibir al sujeto de mis próximas actuaciones vi que me recibía, boina en mano, con tales ojos de esperanza, inocencia y a la vez firmeza que me amilané. Es decir, caí, como me suele ocurrirme, en un atolladero de conciencia. Yo estaba familiarizado con la ejecutoria judicial, pero sería incapaz de aplicarla como juez. Estaban también… –¿cómo decirlo?– mis temores religiosos. Cada día que pasa tengo más respeto al que entiendo inapelable Juicio de los Juicios, y no quiero acumular pruebas en mi contra, sino, bien al contrario, eximentes que me eviten algunos años de Purgatorio…
En fin, que me propuse buscar con aquel bruto una solución amigable. Para mi sorpresa, me confesó que no concebía que el argentino le hubiera hecho tamaña charranada y me propuso que emplazáramos al susodicho a un careo, aunque fuera epistolar, empecinándose, eso sí, en que no se movería de la casa hasta que no llegara la respuesta. Así que hube de cohabitar con él y con doña Situación Grotesca, que se instauró como reina del hogar. Venancio dormía abajo, en el sofá. No salía al jardín, pero el vacío del estómago atemperó su actitud y hubo der aceptar mi ofrecimiento de usar el teléfono para encargar comida.
Dos días después, al amanecer, lo sorprendí desde mi ventana desperezándose a gusto, hinchiendo los pulmones de puro aire de la mañana, los ojos entrecerrados de placer. Bajé y me puse a su altura; me miró de soslayo con recelo y, sin moverse del sitio, me señaló con el cayado un lugar del monte cercano diciendo sin más: “allí hay una sima donde se me cayó una vez una cabra; tardamos cuatro días en sacarla; le bajábamos agua y comida en un cubo”. Por la tarde estábamos ambos asomados a la boca de la sima. En lo sucesivo la caminata por tan bellos parajes se convirtió en un hábito que nos fue aproximando. En su medio, Venancio se explayaba y gozaba relatando historias de animales y hombres. Pero al volver a la casa se tornaba de nuevo callado y retraído. Empecé a entenderlo.
Era un hombre de espíritu vertebrado por la idea de la justicia, concepto que en él era más esencial que en mí. Gran parte de su cerebro lo ocupaba una balanza donde pesaba cuidadosamente lo que daba y lo que recibía. Había entregado a otra persona parte de su hacienda y ahora reclamaba un contrapeso que, además, se había constituido en su sueño: un lecho cómodo cerca del resto de la gente donde mitigar la desventura por la pérdida de otros sueños no satisfechos a lo largo de su vida, antes de decirle adiós a esta. Veía en la quiebra premeditada de la justicia malos agüeros sobre el futuro del mundo; el incumplimiento de la palabra dada le resultaba un entuerto intolerable que estaba dispuesto a desfacer con la razón o con los puños. Tan grave le parecía este pecado que ante todo presuponía la inocencia del acusado, atribuyendo el supuesto delito a errores o malentendidos. Así pensaba también en este caso de la actitud del argentino.
Fui conociendo, pues, al verdadero Venancio, y no sólo me fui acostumbrando a su presencia sino que se me hizo imprescindible. Era un hombre de ideas muy abiertas siempre que no conculcaran el principio de justicia, e igualmente estaba muy abierto al mundo (había emigrado dos veces, a países diferentes, y sin saber ni jota de sus idiomas). Era inteligente por naturaleza y había alcanzado una gran sabiduría, probablemente por la contemplación durante miles de horas de animales pastando en el suelo y estrellas en el cielo. Me dejó maravillado con sus particulares respuestas a las grandes preguntas. Pensé que aquel hombre, que estaba comprendiendo el sentido de la vida, había sufrido mucho, pero ya menos, porque estaba esperando. Me propuse aprender de él… y en esto llegó la respuesta del argentino.
Leí la carta, me entristecí y se la pasé a Venancio, y en su rostro adiviné el momento en que leyó lo de “nada le debo, y si es así, valga por lo que me quitó en los jornales”. La guardó en el bolsillo con cuidado, bajó la cabeza y salió. Los días siguientes lo vi afligido, aunque muy sereno. Al ofrecimiento que le hice de seguir en mi casa el tiempo que precisase aceptó mudamente. Pero algo estaba cambiando; algo crecía en su interior. Salía más, e incluso un día fue a la ciudad cercana y compró su primer teléfono móvil.
Al levantarme tras una mala y tórrida noche de julio vi un papelito solitario en la mesa del salón. Lo tomé, ansioso, y leí: “Me voy a Argentina a ajustar unas cuentas de jornales”. Por la puerta de la casa, abierta de par en par, la luz entraba a raudales y deslumbraba.

