miércoles, 27 septiembre 2023

Desde el interior del bosque

A mis amigos y a quienes comparten un mismo amor

Al azar

“Es hora de aprenderse de memoria
algunas reglas, para que la vida,
si no feliz, al menos tenga en parte
algún encanto oculto que dé al tiempo
parte de ese frescor que la experiencia
le va negando lentamente al hombre”.

Javier Salvago

Su actitud de aceptación, su estar en el presente, lo predisponía a contemplar el mundo con mirada adánica, a captar “su eterna novedad”, el fulgor de la belleza en las cosas, en el paisaje, en la calle, en el trabajo. Una sonrisa, el brillo de la mirada de algunos seres celestiales que se cruzaban en su camino para luego desaparecer, ponían una alegría duradera a los instantes cotidianos. Tendía a mirarlo todo –el cielo, el mar, el paisaje– como por vez primera. Se recreaba en los matices que la gradación de la luz al avanzar de las horas, que el paso imperceptible y lento de un verano prolongado a un incipiente otoño, y el transitar de las nubes ponían en cada cosa: en el cielo, en el mar, en las montañas lejanas, en la peña omnipresente; en el cabrilleo de las olas, cuando salía de la ciudad o entraba en ella; en la inabarcable sucesión de bosques umbríos y perennemente verdes que tenía la dicha de atravesar casi todas las semanas, en ese ir y venir de una ciudad a otra, en que se habían convertido sus días.

Vivía ese recorrido repetido con los sentidos bien despiertos y con la avidez de quien se dispone a un largo viaje o a una aventura. Se olvidaba entonces del tiempo y vivía su duración como quien atraviesa una parcela del paraíso tal como le gustaba concebirlo, como una prolongación de la naturaleza, con sus mudanzas y sus ciclos circulares. Los animales salvajes se cruzaban a veces en su camino: un águila inmóvil en el azul, un ciervo erguido antes de emprender su huida y ocultarse en la intimidad de la espesura virgen. Y siempre era la misma sorpresa, el mismo erizamiento de la piel.

Se demoraba durante horas en atravesar un territorio vinculado a sus más primigenias experiencias sensoriales. Sensaciones que se renovaban una y otra vez en el contacto con esos paisajes, sus olores, sus colores de infinitos matices, y donde su pasado más remoto y olvidado –sus primeros años infantiles transcurridos al otro extremo de los bosques, en una esquina de estos parajes- se fundían con su presente, en el crisol de sus sentidos, y con esa pasión por la tierra, que lo acompañaría de por vida, porque allí esa pasión tenía su raíz y su origen. Allí sus ojos y su sensibilidad se abrieron al mundo, a la naturaleza y a la vida, y allí había sido incontables veces feliz, inconscientemente feliz.

Tampoco por esos días de idas y venidas le abandonaba del todo la melancolía. Le visitaba en algunos instantes, imperceptiblemente, sin ahogarle como antaño. La sentía a su lado como a eterna compañera de viaje con la que se aprende a convivir. Era demasiado consciente de esa corriente impetuosa que lo arrastraba junto a las cosas y a los seres hacia una segura disolución en la nada como unas veces pensaba, o, como en otras, hacia –no sabía si en el mejor o en el peor de los casos– lo absoluto desconocido. No concebía otra vida sin montañas y mares, cielos y astros, islas y continentes. No concebía otra vida fuera de la naturaleza, de esos bosques umbríos como iluminados desde dentro por la luz ya en fuga de los atardeceres del otoño y que parecían salir a su paso mientras conducía; de esos bosques que siempre, después de las tormentas, terminaban por acogerlo amorosamente. No concebía otra vida fuera del cuerpo: tendía a persistir en su ser como para no acatar la inevitabilidad de la melancolía. Aceptaba su presencia, y ésta no mataba el placer, sino que lo intensificaba tanto como a su conciencia del existir, sin engañarse a sí mismo, hasta el vértigo y el estremecimiento pánico de su ser todo.

Creía tener edad y experiencia, se decía mientras se deslizaba por los bosques, como para no caer en la aspiración a una boba e ilusoria felicidad. De vez en cuando, mientras vagaba por la calles de la nueva ciudad cercada de azules donde entonces trascurría una parte de sus días, o mientras atravesaba el corazón desolado y el silencio antiguo de las selvas umbrías, le asaltaba el ritmo descarnado de unos versos que no encontraban forma ni palabras, como un puro latir de vida.

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