lunes, 2 octubre 2023

La exploración del continuo

Al azar

Simplicio.– (…) esta manera de componer la línea de puntos, lo divisible de indivisibles, lo extenso [quanto] de lo inextenso [non quanti], me parece un escollo muy difícil de salvar (…).
Salviati.– Estas dificultades, en efecto, existen, así como muchas otras. Pero no olvidemos que estamos en medio de los infinitos y los indivisibles, aquellos incomprensibles para nuestro finito entendimiento debido a su grandeza, y estos, a causa de su pequeñez.

(Galilei: 101)

1. Ideas fundamentales (de Aristóteles) sobre el continuo

Desde hace 25 siglos, que se tenga memoria, el hombre se ha preocupado de la existencia de una “realidad continua” y de su estructura. Y probablemente desde hace mucho más el ser humano, partiendo una rama en dos, ya se preguntaba a qué llegaría si seguía partiendo, y partiendo, y partiendo…

Fueron los llamados atomistas griegos los que, tratando de dar una explicación a las paradojas de Zenón y de sacar a la física del punto muerto en que había quedado varada, aportaron las primeras interpretaciones sobre el continuo. Afirmaron que una magnitud no puede dividirse por todas partes porque en ese caso se obtendrían o magnitudes (que podrían seguir dividiéndose, contra la hipótesis) o entidades sin magnitud, cuya divisibilidad infinita implicaría una absurda no conservación de la materia. Llegaron entonces a la conclusión de que existía un límite a la divisibilidad, hasta llegar a partes extensas e indivisibles, los átomos (Sellés, 1999).

A estas ideas se opuso Aristóteles, para quien una magnitud era divisible en partes que a su vez seguían siendo divisibles, si bien la división de una magnitud por todas sus partes sólo puede ser potencial. “Por continuo entiendo lo que es divisible en divisibles que son infinitamente divisibles”, dijo. Para él, las partes de un continuo no tienen existencia actual hasta que la división en dichas partes se hace; hasta entonces, las partes y la frontera común entre ellas sólo tienen existencia potencial. Es decir, cada punto de una línea es potencial, hasta que es actualizado por un corte en la línea. La actualización de cualquier punto es precisamente la división de la línea en ese punto. En esto Aristóteles y todos su comentaristas están de acuerdo, aunque en otros puntos relativos ya empieza a haber malinterpretaciones y opiniones personales de los segundos, que se incrementarán y diversificarán en la Edad Media (Sellés, 1999; Furley, 1982: 18-19, 29).

Aristóteles aseguraba que el continuo no podía formarse a partir de entidades indivisibles, ya fueran éstas extensas o inextensas. Los argumentos correspondientes están recogidos tanto en las Categorías –donde una cantidad es llamada continua si sus partes poseen límites comunes– como en el libro V, capítulo 3, de la Física, donde se dice que las cosas se llaman continuas cuando los límites con que se tocan sus partes se convierten en uno y el mismo. Contra el indivisibilismo, el argumento central es que los puntos o indivisibles inextensos, puesto que no tienen partes, no pueden constituir un continuo ni por tener límites comunes ni por estar en contacto: dos cosas en contacto pueden tocarse o bien parte con parte, o parte con todo, o todo con todo; pero las dos primeras posibilidades pueden rechazarse puesto que los indivisibles no tienen partes, y la última también se rechaza porque entonces un continuo no tendría partes distintas. Para Aristóteles, pues, si existieran indivisibles no podrían formar un continuo; no tienen ningún medio de tocarse. En términos escolásticos: si indivisible additur indivisibili, non facit maius (Murdoch, 1982: 176; Murdoch, 1964: 421-422, 430; Murdoch, 1987: 108; Murdoch, 1974: 16).

A lo largo de las historia los partidarios de que el continuo no está formado por indivisibles han mantenido posturas de sello aristotélico, aunque durante la Edad Media se enriquecieron y se diversificaron, como veremos a continuación.


2. Divisibilistas e indivisibilistas medievales

De acuerdo con Clagett (1962: 25) el pensamiento medieval (escolástico, sobre todo) estaba inmerso en tres corrientes de discusión interesantes al respecto del continuo. Una se refería a la naturaleza continua o atómica de la materia o de las sustancias; si estas son continuas, quería saberse si había mínimos naturales bajo los cuales la sustancia ya no sería reconocible como tal; y si es atómica, si los átomos tienen magnitud y no cualidad, o, por el contrario, como algunos teólogos del Islam opinaban, si los átomos aun sin magnitud podían poseer cualidades como el color, gusto, olor, calor, humedad y sequedad.

La otra corriente trataba sobre la naturaleza del continuo matemático y su relación con el así llamado continuo físico, estudios que culminan con el Tractatus de continuo, de Tomás Bradwardine. Y la tercera exploraba el continuo desde el punto de vista de ciertos puntos que podríamos llamar “singulares”, como el centro de gravedad de la tierra, destacando en este aspecto los estudios de Nicolás de Oresme, o “el punto de una circunferencia en contacto con un plano”, o su centro.

Como fuentes clásicas para todas estas discusiones se tomó a Aristóteles, radicalmente no atomista, como hemos comentado, y a Euclides y Boecio, representantes de la geometría y la aritmética, es decir, las matemáticas del continuo y de lo discreto, respectivamente (Molland, 1983: 55). Estas ramas se desarrollaron en la Edad Media, en ocasiones continuando su crecimiento en la misma dirección y otras torciéndose o bifurcándose en nuevas líneas de pensamiento. Pero básicamente seguía habiendo dos filosofías sobre el continuo: la de los creían que éste no estaba formado de indivisibles y la de los que opinaban justamente lo contrario, dividiéndose estos últimos entre finitistas (número finito de indivisibles en el continuo) e infinitistas.

La Edad Media aporta nuevos argumentos a favor de las tesis aristotélicas, pero “no aristotélicos”, en el análisis del problema del infinito y la continuidad. Así, según Murdoch, se hizo un gran esfuerzo en examinar la existencia de indivisibles dentro del continuo; se emplearon argumentos matemáticos (como los de Avicena y Algacel, y ya en el Occidente del siglo XIV los de Duns Escoto y Tomás Bradwardine); se concibió la posibilidad de infinitos más grandes que otros y se estudió cómo podrían ser los infinitos bajo el punto de vista del poder absoluto de Dios (Murdoch, 1974: 19; Murdoch, 1982: 165-166).

Haremos seguidamente unos breves comentarios sobre el pensamiento de algunos destacados indivisibilistas y divisibilistas medievales.

Indivisibilistas

Los requerimientos de la teología, tanto islámica como cristiana, fueron determinantes en la aparición, en el Medievo, de un movimiento que se oponía a la tradicional idea del semper divisibilia expresadas en el libro VI de la Física de Aristóteles. Así, un grupo de teólogos islámicos del siglo IX defendió la existencia de átomos sin extensión en toda magnitud para de esta manera dejar a salvo el carácter todopoderoso de Dios. En realidad, originalmente este atomismo fue temporal, pero condujo casi como corolario natural a un atomismo espacial. Para tratar de explicar cómo átomos inextensos podían formar una magnitud consagraron mucho esfuerzo al problema del contacto o yuxtaposición de los indivisibles y a enojosas cuestiones concretas como cuántos indivisibles podían tocar a uno dado y el número mínimo de átomos necesarios para poder componer el más minúsculo de los cuerpos materiales. Estos árabes creían en la discontinuidad del movimiento: las cosas avanzaban por saltos, argumentando en el mismo sentido que lo hizo Epicuro (Murdoch, 1974: 12, 13; Murdoch, 1987: 105; Furley, 1967).

Parece ser que este pensamiento islámico no influyó en el de los atomistas cristianos del siglo XIV, aunque éstos mantenían ideas muy parecidas, apelando a la existencia de Dios en sus demostraciones. Así, Enrique de Harclay, canciller en Oxford en 1312, que fue el primer atomista cristiano, recurría a la suposición, o más bien certeza, de que Dios percibe todos los puntos de una línea. Partiendo de ahí consigue argumentar que un continuo está compuesto de puntos contiguos, lo que fue contestado por el franciscano Guillermo de Alnwick. Harclay afirmó también que si se creía en que había infinitos más grandes o más pequeños que otros había que demostrar que el continuo estaba formado por un número indefinido de átomos (Murdoch, 1974: 25-30).

Los también atomistas Walter Chatton y Gerardo de Odón no entendían los movimientos de los ángeles sin recurrir al atomismo, a pesar de que Aristóteles había “demostrado” la imposibilidad del movimiento de un indivisible. Ambos, apoyados también por Nicolás Bonettus, escribieron en la tercera década del siglo sendos estudios sobre el continuo en los que mostraron sus ideas claramente no aristotélicas. De la obra de estos cuatro atomistas deriva toda la historia del atomismo en el siglo XIV y hasta el final de la Escolástica.

Uno de los problemas a los que debieron enfrentarse los atomistas era la posición aristotélica ya mencionada de que los indivisibles no pueden ser continuos ni podían establecer un contacto mutuo. Había que descubrir, pues, un “medio de contacto” no susceptible de ser atacado. Pues bien, alegaron que efectivamente lo habían encontrado, afirmando que los indivisibles se tocan secundum distinctos situs o secundum differentias respectivas loci pudiendo dar lugar así a un continuo (ver Murdoch, 1974: 17). Pero el método no era muy convincente. Había que descubrir algún análogo matemático del “contacto físico”, y la analogía la encontró la ingenuidad escolástica en la prueba de Euclides de los tres principales problemas de la congruencia; para ello, el matemático griego “superpone” figuras unas sobre otras, de modo que al estar en contacto matemático ello obliga a los puntos de sus líneas a estarlo también, lo que, en la argumentación de sus defensores, permite a los átomos-puntos formar cantidades continuas. De todas formas, en general los atomistas medievales no hicieron demasiadas incursiones en las matemáticas ni menos aún generaron teoremas basados en sus convicciones o ideas sobre el continuo. Eso quedó para el Renacimiento y el siglo XVII con Kepler, Cavalieri, Torricelli, Roberval y otros, como veremos (Murdoch, 1974: 16-17, 31-32).

Los impulsos teológicos determinaron, además de las mencionadas, todo tipo de lucubraciones sobre aspectos relacionados con el continuo. Por ejemplo, fue muy debatido en el Medievo el problema de cómo se podían cuantificar cualidades cristianas (y otras), cómo cabía aumentarlas (intensione) o disminuirlas (remissione). La caridad de una persona, por ejemplo, ¿podía incrementarse a base de sumar caridades? Y, blancura más blancura, ¿conducía a más blancura? (Algunos fabricantes de detergentes actuales estarían de acuerdo en eso. Chanzas aparte, estas divagaciones aparentemente infecundas no pueden dejar de considerarse los más primitivos pero acendrados esfuerzos intelectuales que andando el tiempo dan lugar, por ejemplo, al espectrofotómetro del siglo XIX, que permite cuantificar el grado de color).

Había cuatro opiniones en la época sobre las intensidades cualitativas. Tres de ellas rechazaban ninguna relación básica entre cualidad y cantidad; la cuarta la admitía. Pues bien, en estas discusiones sobre la medida de la intensificación y remisión de las cualidades, Ricardo Swineshead, que fue de los primeros que en el siglo XIV dio un tratamiento cuantitativo a las cualidades, se ve precisado de estudiar el concepto de lo infinitamente pequeño. Desde al menos Pedro Hispano se distinguía entre un infinito categoremático (cantidad actual sin límite o fin) y sincategoremático (una cantidad mayor que cualquier otra que se quiera). Para Swineshead, la expresión “lo infinitamente pequeño es una parte del continuo” significa que una cantidad más pequeña que cualquier cantidad que se quiera constituye una parte del continuo. No hay duda de que cuando Swineshead habla de lo infinitum modicum se refiere a infinito en el sentido sincategoremático, según Clagett (1959: 132-133, 144-145). 

Divisibilistas

Los atomistas fueron contestados (y estos a su vez replicaban) con argumentos nuevos, en su mayor parte no aristotélicos, a menudo matemáticos. Bradwardine es uno de los más brillantes antiatomistas de la Edad Media, y de los que usó más argumentos de tipo matemático. En su Tractatus de continuo (escrito después de 1328 en Oxford) considera todos los tipos de indivisibilismo, desde el “corpóreo” de Demócrito hasta los de los que defienden un continuo a base de puntos inextensos, de los cuales distingue dos tipos: los finitistas, como Pitágoras, Platón y Walter “el moderno”, y los infinitistas (de éstos a su vez ve dos variedades: una que estima que los puntos están unidos uno a otro inmediatamente –Enrique “el moderno”– y otra que supone que entre ellos hay un medio –Grosseteste–). Bradwardine refuta todos estos tipos de atomismo (Murdoch, 1987: 115).

El filósofo medieval inglés Bradwardine optó por una divisibilidad potencial infinita como Aristóteles, Averroes, Algacel, etc. Afirmó tajantemente que: “Ningún continuo está hecho de átomos puesto que un continuo está compuesto por un número infinito de continuos de la misma especie”, y que: “Son verdaderas todas las ciencias en las cuales el continuo se asume que no está compuesto de indivisibles” (Murdoch, 1987: 115, 108).

Argumenta Bradwardine contra la composición del continuo a base de indivisibles refiriéndose a menudo al compromiso de continuidad de la geometría. Precisamente usa a menudo argumentos geométricos para demostrar los absurdos a que se llega bajo la teoría indivisibilista cuando se aplican ciertas técnicas de proyecciones radiales y paralelas a algunas figuras; por ejemplo, se concluiría que dos círculos concéntricos distintos son en realidad iguales. Pero incluso ahí encuentra réplicas atomistas, como la de Chatton (Murdoch, 1987: 110).

También emplea argumentos referidos al concepto de superposición. Contra la opinión de Enrique de Harclay, que defendía, como ha quedado dicho, la existencia de indivisibles que podían tocarse o estar en contacto en cierta manera, Bradwardine interpretó este contacto entre indivisibles tanto desde un punto de vista estrictamente geométrico como bajo consideraciones como la de superposición (Murdoch, 1974: 18-19; Murdoch, 1987: 112).

En sus refutaciones, Bradwardine gusta de usar la técnica de hacer ver las contradicciones a que se llega si se admite la teoría de los indivisibles, incoherencias como que un móvil está moviéndose y en reposo a un tiempo, que un indivisible se divide, etc. Algunos absurdos lo son porque rebaten verdades establecidas en algunas ciencias (en geometría, además de la citada, que las paralelas se encontrarían o que la circunferencia de un círculo sería el doble de su diámetro; en astronomía, que todas las esferas celestiales serían de igual tamaño y se moverían con idéntica velocidad; incluso encuentra absurdos en el terreno de la ciencia musical). Otros supuestos indivisibilistas, según él, contradicen fenómenos aceptados como el movimiento o la condesación y rarefacción. Por fin, otras deducciones atomistas objetan en general demostraciones matemáticas hechas por Bradwardine. En resumen, asegura este pensador que la existencia de indivisibles no sólo es innecesaria, sino que lleva a contradicciones (Murdoch, 1974: 116-117).

Al rechazo del finitismo es a lo Bradwardine más se dedica. Para él, ciertos teoremas de los Elementos de Euclides no pueden demostrarse desde la hipótesis de un continuo compuesto de número finito de indivisibles. Se refiere en concreto al primer teorema del Libro I (del problema de construcción de un triángulo equilátero sobre cualquier línea recta). También afirma que considerar indivisibles inmediatos en un continuo no es consistente con la prueba del cuarto y octavo teoremas del Libro I ni con la prueba el teorema 23 del Libro III (teoremas de congruencia), ya que los tres emplean el cuarto axioma de Euclides, es decir, el de congruencia, que contiene la idea de superposición, lo que para Bradwardine es incompatible con el indivisibilismo inmediato (ver Murdoch, 1987).

Otro filósofo de la época muy crítico con el indivisibilismo es Guillermo de Occam. Éste no concedió ninguna clase de existencia a entidades indivisibles, pero sí creyó en la existencia actual de partes en un continuo. Sólo esta forma de concebir las partes de un continuo puede jugar para Occam un papel en filosofía natural, puesto que ésta trata con lo que hay in rerum natura, y la mera existencia potencial de partes en un continuo no las califica para ese estatus. Opina que los filósofos han malentendido a Aristóteles cuando éste dice que las infinitas partes de un continuo no tienen existencia actual, sino potencial. Para Occam, la mitad de un todo existente actualmente es también actualmente existente, y por tanto debe serlo su mitad, y la mitad de su mitad, etc. Occam creía firmemente que la divisibilidad de un continuo era sólo potencial, pero a pesar de ello para él existen partes actuales en un continuo, insistimos. Es decir, las partes actualmente existentes no están siendo generadas actualizando por medio de la división una divisibilidad potencial infinita del continuo, sino que cuando nos enfrentamos a ese continuo automáticamente tenemos ante nosotros la infinidad de las partes actualmente existentes. (El proceso de dividir un continuo es algo que Occam adscribe a nuestras mentes, pero la mente solo toma (accipit) las partes ya existentes, no las crea.) Se sigue de ello que cuando un móvil atraviesa (con movimiento continuo) una magnitud continua se atraviesan “infinitamente muchas” partes del continuo (la quinta parte, la 1/33 parte, la mitad, la vigésima parte, etc., etc.), siendo ésta precisamente la interpretación de Occam a las paradojas de Zenón (Murdoch, 1982: 184-186).

Por otro lado, Occam se refiere a unos indivisibles que no son propiamente cosas (res), considerando que en realidad no se necesitan, a pesar de que están presentes “en cierto sentido” en filosofía natural (Murdoch, 1982: 176).

Murdoch (1982: 202) interpreta que todo el modo de pensar ocaniano es fruto de sus convicciones ontológicas. Occam hizo un gran esfuerzo para crear una lógica completa del infinito y la continuidad, usando lo que Murdoch llama “análisis proposicional”. Occam usa una teoría de verificación de proposiciones contradictorias que no pueden ser verdaderas en el mismo instante de tiempo (Murdoch, 1982: 182, 202-203).

Además de la divisibilidad del continuo y de la posible existencia de indivisibles y de considerarlos en filosofía natural Occam se interesó por la igualdad de los infinitos. Durante el Medievo había tres “tradiciones” respecto al concepto de igualdad de infinitos, una del siglo XIII, defendida por los franciscanos para negar la posibilidad de un mundo eterno, otra parisina, ya en el siglo XIV, y una tercera inglesa, en la que se encuadraba Occam y que trataba de decidir en qué sentido podía permitirse “exceso” o “defecto” para un infinito. Occam parte de que es falso que todos los infinitos sean iguales (Murdoch, 1982: 168-174).

Otro indivisibilista renombrado fue Walter Burley. Para él una línea es actualmente dicha línea y sus puntos extremos. Eso sí, para Dios son también actuales todos los puntos que están potencialmente en esa línea y todos los intervalos que los separan.Es decir, según Burley la línea sí está formada de puntos actualmente, pero nosotros no podemos concebirlos o diferenciarlos actualmente. El continuo “contiene” tanto intervalos como indivisibles. Este pensador necesita puntos indivisibles para explicar descripciones geométricas de la realidad como, por ejemplo, el sentido del centro de una esfera o el hecho de que en la esfera deba individualizarse un punto para estudiar su rodadura por un plano, algo que luego retomará Galileo (ver más abajo, en la sección correspondiente). En resumen, para Burley hay indivisibles en el continuo, pero un continuo no puede estar construido de indivisibles.

También cree en los indivisibles en el tiempo (estableciendo postulados que satisfacen el de densidad y la condición de continuidad de Dedekind, según Normore (265)), y argumenta a favor de ellos que hay muchas proposiciones que están vinculadas a un tiempo en el sentido de que lo que ocurre o deja de ocurrir en ese tiempo es lo que verifica o refuta la proposición. Las proposiciones contradictorias lo son respecto del mismo tiempo, y no pueden ser ambas verdaderas, pero si los contradictorios se refirieran a un tiempo divisible, ambos podrían ser verdaderos ya que uno sería verdadero en una parte de tiempo y otro en otra. La existencia de contradictorios auténticos requiere, pues, que lo sean respecto de tiempos indivisibles. Este argumento fue atacado por Buridán, que hizo una lógica sobre intervalos de tiempo, pero también con fisuras (Normore: 260-261).

Los campos de batalla

Cuando se estudia la evolución del pensamiento sobre la estructura del continuo se aprecia que muy difícilmente, si no nunca, un filósofo es capaz de aportar una prueba irrefragable a favor de sus tesis. De este modo encontramos que la literatura relativa está plagada de proposiciones, refutaciones y contrarrefutaciones, objeciones y contraobjeciones, y eso sucede en casi todos los campos de batalla intelectual en que lidiaron los atomistas y los divisibilistas. Los atomistas medievales, eso sí, se batieron muy bien con armas teológicos, mientras sus opositores se encontraron en general más cómodos en el terreno de la lógica matemática.

Hemos revisado antes algunas razones teológicas. Evidentemente son irrebatibles, puesto que estamos poniendo en juego a una entidad todopoderosa, que, por definición, puede hacer que todo sea como se quiera. El problema es que, por lo mismo, son inválidos los asertos basados en tan inalcanzables (e indemostrables con la razón) instancias.

La geometría también se presta a constituir un buen campo de batalla. Todos los que se oponen al indivisibilismo apelan a contradicciones “evidentes” con la geometría. Por ejemplo, contra el atomismo finitista, la más evidente, aunque no la única, aparece al considerar el problema de dividir una línea recta finita en dos partes iguales, cosa que la geometría demuestra posible y que es imposible si las líneas están compuestas por puntos, pues si el número de ellos es impar habrá de partirse un punto por la mitad, y si es par, no habrá punto medio por el que pueda efectuarse la división. En geometría, y en general en matemáticas, parece que los atomistas no hallan un campo excesivamente favorable. Murdoch opina que las respuestas atomistas adolecían de introducir nociones físicas impropias de las matemáticas y, peor aún, de mostrarse lamentablemente incapaces de comprender las mismas matemáticas o de adaptar sus teorías a un marco de este tipo. Eso a pesar de que el atomismo medieval era esencialmente matemático, en el sentido de que normalmente sostenía la idea de indivisibles sin extensión (Murdoch, 1974: 22-28).

Sin embargo, dentro de la física y la geometría hay un “rincón” en el que los atomistas podían encontrar amparo. Se trata de la consideración de la existencia de esos puntos que podríamos llamar “singulares”. Nos referimos, por ejemplo, al centro de gravedad del mundo. Fue Arquímedes quien introdujo esta noción, y aunque tal centro no tenía “realidad”, las disquisiciones posteriores se lo otorgaron. Al-Kaziní, matemático árabe del siglo XII, le da tal importancia que este punto singular parece cobrar “realidad”. Nicolás Oresme es uno de los filósofos cristianos que más estudió estos puntos, en Questiones de spera. Ahí reflexiona sobre puntos singulares como el centro del mundo (equidistante de todos los de su superficie convexa), el centro de magnitud de la tierra y el centro de gravedad de ella. La consideración de estos puntos trajo nuevos interrogantes. Por ejemplo: ¿coinciden el centro de gravedad y el de magnitud, habida cuenta de la existencia de irregularidades físicas en la tierra?; ¿es el centro de gravedad fijo (ya que, si Sócrates se mueve o simplemente arde un trozo de madera, el centro de gravedad debería cambiar?; ¿o quizá se mantiene en la misma posición por su tendencia invencible a constituir el centro del universo? Por otro lado, si existe una pluralidad de mundos –otro interesante asunto de debate escolático–, ¿dónde está el centro, si es que cabe hablar de él? (ver Clagett, 1962).

También la lógica pura constituyó un terreno de enfrentamiento, siguiendo las líneas desarrolladas por Aristóteles y, por otro lado, los atomistas griegos. Aristóteles había estudiado con bastante profundidad las nociones de contacto, superposición, continuidad, contigüidad, etc., si bien ciertas imprecisiones, como tratar el continuo como si fuera un caso especial de contiguo, o la definición de contacto, dejaban abierta la puerta a que los medievales se enzarzaran en debates. Las ideas de Euclides sobre superposición y congruencia acabaron muy ajadas en algunos de estos debates. Averroes fue de los primeros filósofos medievales es retomar el estudio griego del continuo aplicando métodos lógicos de parecida índole. En Occidente los emplearon ambos bandos, y así los encontramos en Gerardo de Odón para defender el indivisibilismo o en Tomás Bradwardine para argumentar desde la posición opuesta (Murdoch, 1964: 431-439; Furley, 1982: 19-24).

3. El indivisibilismo heurístico

En el Renacimiento cesan las discusiones escolásticas que hemos bosquejado, las cuales se barrunta que no tienen fin. Y, según vemos en la historia de las matemáticas, los filósofos se dedican más a cuestiones heurísticas, que solucionen problemas, una tendencia que culmina en el siglo XVII con el trabajo de Bonaventura Cavalieri. Éste construyó un método basado en “indivisibles”, si bien el italiano parece que rehusó enfrascarse (o al menos comprometerse públicamente demasiado) en el significado profundo de estas entidades. Torricelli, Roberval y otros muchos trabajaron en el mismo sentido y con una filosofía de laxitud comparable –que podríamos llamar indivisibilismo heurístico–, poniendo entre todos las bases quizá no muy rigurosas pero sólidas del cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz.

Cavalieri

La noción básica del método de Cavalieri es la de los omnes. Inicialmente, el italiano trabaja con omnes lineae, es decir, todas las líneas que forman una figura plana, las cuales Cavalieri considera “los indivisibles” de dicha figura (él comparaba una figura plana conteniendo todas las líneas con un tejido formado de hilos paralelos sin grosor). Andersen (301) prefiere llamarlas la “colección de líneas” de la figura. Muchas de las demostraciones de Cavalieri pueden aceptarse desde el rigor matemático si se admite el teorema fundamental expresado en la Geometría indivisibilibus continuorum nova quadam ratione promota (1635), a saber, que la razón entre el área de dos figuras es igual a la razón entre las colecciones de líneas tomadas respecto a la misma regula. Pero, ¿existe la segunda razón? Puesto que la cada colección de líneas consiste en “indefinidamente muchas líneas”, la existencia de ese cociente no es obvia, y ese es el punto débil del método y por donde, lógicamente, fue más atacado.

Qué entendía Cavalieri por todas las líneas no está claro, pero Andersen (300) cree que el matemático “se inspiró en la idea intuitiva de considerar un plano o una figura sólida compuesto de infinitesimales” en parecido sentido a como lo hizo Demócrito para calcular cuadraturas y cubaturas. Andersen concede que las colecciones de líneas podrían interpretarse como las categorías griegas de magnitudes (la propiedad fundamental de las magnitudes griegas, dada por Euclides, es que dos magnitudes guardan una razón una con otra cuando por multiplicación una es capaz de exceder a la otra (Andersen: 303-304)). Y aunque Cavalieri parece que no estaba seguro de esto, usó argumentos en ese sentido y afirmó que no era el número de líneas de una colección lo que usaba como comparación, sino “la magnitud que es igual y congruente con el espacio [sitio, lugar] ocupado por esas líneas”. Contestando a Guldin, uno de sus críticos, Cavalieri decía que aunque una colección de líneas es infinita respecto al número de líneas, es finita respecto a su extensión en el espacio. ¿No resultaba obvio que dos colecciones de líneas pertenecientes a dos cuadrados congruentes resultan iguales al doble del número de líneas de cada colección? Argumentos tan claros eran contestados por otros críticos. Uno anónimo mostró la debilidad del método de los indivisibles afirmando que haciendo uso de él puede demostrarse que todos los triángulos son iguales, aunque Cavalieri objetó contra esta refutación (Andersen, 303-304, 309).

Inevitablemente, su método abocaba a Cavalieri a pensar sobre el problema de la composición del continuo. ¿Qué ocurre si se divide un segmento de línea indefinidamente? ¿Sucedería, como opinaba Aristóteles, que en cada etapa se obtienen partes que pueden de nuevo dividirse, siendo del mismo tipo de continuo? ¿O finalmente se obtendrían partes indivisibles o átomos? Si así fuera, ¿tendrían éstos la misma dimensión que el continuo o una menos?, es decir, si el continuo es un segmento de línea, ¿serían los indivisibles segmentos o puntos? Pero, aunque estas cuestiones están obviamente muy relacionadas con su método de los indivisibles, Cavalieri “decidió no tomar parte en la discusión, o al menos no revelar su opinión”, de acuerdo con Andersen (306). Rey Pastor (66) opina que

sin definir el término, Cavalieri adopta los indivisibles de la filosofía escolástica, es decir, entes de dimensión menor respecto del continuo del cual forman parte: los puntos son los indivisibles de las líneas; las líneas lo son de las figuras planas, etcétera. En verdad, Cavalieri no utiliza esta definición, ni ninguna otra, sino que para él los indivisibles son una manera de hablar para referirse a los elementos de dos figuras que compara y que, mediante cierta técnica algebraica, le permiten calcular áreas y volúmenes.

No obstante, a veces sí expresó su opinión. Por ejemplo cuando argumentó que si los indivisibles no forman un continuo, entonces una figura plana dada consiste de omnes lineae y “algo más”. De ahí concluye que el espacio ocupado por todas las líneas es limitado, y eso le hace deducir que todas las colecciones de líneas pueden ser sumadas y restadas; y esta última propiedad puede ser significativa para la existencia de la razón entre dos colecciones de líneas, como apunta Andersen (306).

Cavalieri escribió a Galileo, su “maestro”, por cuyas opiniones sentía gran respeto: “no me he atrevido a decir que el continuo estuviera compuesto de indivisibles (…). Si me hubiera atrevido (…)”, y: “Yo no declaro rotundamente que el continuo esté formado de indivisibles”, lo que muestra su inseguridad en la fundamentación lógica rigurosa de sus indivisibles (Andersen: 307).

Andersen (308) quiere dejar claro, para zanjar malinterpretaciones que de hecho se han producido abundantemente en la historia posterior, que Cavalieri construyó su método con la asunción de que hay diferencias entre una figura plana y su colección de líneas. Por otro lado, Cavalieri no consideró nunca sumas de omnes lineae, como luego han entendido erróneamente muchos autores.

Cavalieri quiso evitar algunas de las paradojas que pueden surgir de usar argumentos sobre infinitos elementos introduciendo matices en su uso de omnes lineae, las cuales primero eran apellidadas recti transitus y pasaron a ser más tarde obliqui transitus (ver Andersen, 309).

El matemático italiano empleó otros conceptos omnes, como todos los planos, para una figura sólida, todos los rectángulos, todos los cuadrados, todas las circunferencias, todos los radios, todas las potencias, etc., según el problema que abordara. Trató, por ejemplo, de componer una teoría completa para averiguar centros gravedad a base de indivisibles –entidades especialmente idóneas para este fin, sobre todo si se consideran distribuciones de masa heterogéneas– aunque en sus pruebas a menudo no echa mano a los indivisibles y sí usa el “estilo arquimediano”. En busca de ciertas cuadraturas y cubaturas inventó un casi algebraico concepto omnes que le permitía realizar una integración geométrica de tn para n > 2.

Por las dudas sobre la fundamentación lógica que le sobrevenían, Cavalieri “cambió” de método, optando por el llamado “distributivo”, si bien es una variación del inicial (Andersen, 349). De hecho, él mismo llama a sus métodos el primero y el segundo método de los indivisibles, resultando sorprendente que al segundo lo llame así cuando había pretendido evitar el uso de estas entidades. De todas formas, inventó el hoy llamado teorema de Cavalieri para tratar de eludir el concepto omnes (Andersen, 349-350).

Hay autores que restan toda trascendencia a las aportaciones de Cavalieri al estudio del continuo y dan a su método una significación puramente heurística. Andersen, sin ir más lejos, concluye que “el método de Cavalieri es independiente de las teorías concernientes a la composición del continuo; lo único que ocurrió es que decidió usar el término indivisibles como una alternativa a “todas las líneas” y “todos los planos” (Andersen, 365).

Galileo

Cavalieri tenía una gran confianza en Galileo y sometía la mayor parte de sus ideas a la consideración de il maestro. Este último pensaba que los indivisibles como entidades matemáticas eran algo no claro, afirma Andersen (353). No obstante, en sus Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, al estudiar el problema de la rota aristotélica se decanta claramente por los indivisibles como últimos componentes inextensos de toda magnitud. Adopta así la postura de Arquímedes y Demócrito, que gracias a estas hipótesis consiguieron buenos resultados precursores del cálculo, a pesar de las dificultades lógicas inherentes (Solís, en Galileo: 98). (Demócrito demostró la fórmula del volumen del cono o de la pirámide recurriendo a la idea de la composición de las magnitudes de infinitas partes infinitamente pequeñas (Solís, en Galileo: 100)).

Galileo (106-107) opina que “si queremos componer una línea de indivisibles hay que tomar un número infinito de ellos”. Es la única forma que encuentra para superar objeciones como que los indivisibles añadidos unos a otros no pueden producir algo divisible, como lo es un segmento.

Admitiendo que la línea, como toda magnitud continua [continuo] sea divisible en partes siempre divisibles, no veo cómo pueda dejar de reconocer que está compuesta de infinitos indivisibles, ya que una división y una subdivisión que se pueda proseguir siempre supone que las partes sean infinitas, pues de otro modo la subdivisión tendría un límite. Que las partes sean infinitas trae como consecuencia que no son extensas [quante], ya que infinitas partes extensas [quanti infiniti] forman una extensión infinita [estensione infinita]. Así pues, llegamos a la conclusión de que las magnitudes continuas [continuo] están compuestas de infinitos indivisibles (…).(Galileo: 111-112).

Finalmente, Galileo da un argumento, ya usado de cierta forma en la Edad Media, como vimos más arriba, para defender su teoría de los indivisibles. En este caso se refiere al punto singular en el que se apoya una circunferencia sobre un plano. Galileo argumenta que la división de un segmento de línea, formado en potencia por infinitos puntos, puede llevarse a cabo construyendo con el segmento una circunferencia, que es como si fuera un polígono con un lado por cada uno de los infinitos puntos del segmento, que de esta sencilla manera hemos actualizado. Afirma Galileo que tal descomposición es “real”, que de esa forma “se distingue y descompone de un solo golpe toda la infinitud, artificio al que puedo recurrir con todo derecho”. El método, en resumen, revelaría, según Galileo (129-130), que el segmento, y toda magnitud continua, está formado de átomos absolutamente indivisibles.

Galileo hizo otras muchas consideraciones sobre lo infinitamente pequeño y grande. Pensó en la existencia de un estado de agregación entre lo finito y lo infinito. Y el reposo lo vio como una infinita lentitud. Demostró que el área bajo la curva v-t es la distancia, mediante un método que está apoyado también en considerar un área como un conjunto infinito de líneas indivisibles (Boyer).

Otras versiones de los indivisibles

Cavalieri estuvo aislado al principio; pero su influencia posterior en otros métodos también heurísticos de integración y otros infinitesimales fue considerable, de modo que sus principios tuvieron larga vida y sobrevivieron a la creación del cálculo. No quiere esto decir que haya que buscar en Cavalieri los orígenes de este tipo de tratamientos, pero indudablemente afectó a otros. Kepler ya había empleado métodos relacionados al calcular cuadraturas y cubaturas. Más tarde, Torricelli empleó una versión del método de los indivisibles que cabe considera propia; Fermat trató con cantidades muy pequeñas en un ingenioso método de máximos y mínimos de su invención; Roverbal también manejó el concepto de indivisibles –escribió un Traité des indivisibles–, y en un sentido que anticipaba el cálculo integral; Pascal comparó los indivisibles geométricos con el cero aritmético, y enseñó a despreciar cantidades en el triángulo característico; sus “indivisibles” eran rectángulos infinitesimales, con lo que se aproximó bastante al concepto actual de integral; Wallis también empleó el método de los indivisibles, pero potenciando la parte analítica (aritmética, algebraica, algorítmica) frente a la geométrica; y Barrow igualmente volvió su vista a los indivisibles de Cavalieri (Andersen, 355-363; Boyer). Todos estos y muchos más sentaron los prolegómenos del cálculo infinitesimal.


4. El cálculo infinitesimal

Ya pasada la medianía del siglo XVII, los filósofos y matemáticos Gottfried W. Leibniz e Isaac Newton abordaron consideraciones infinitesimales de forma tan fecunda que crearon una nueva rama de las matemáticas, el cálculo. Ambos, simultáneamente, sistematizaron la resolución de todos los problemas relacionados con el cálculo en el último tercio de la centuria; cada uno lo hizo de forma distinta, pero ambos sin poder dotar a sus métodos correspondientes de base lógica sólida alguna. Aun así, proporcionaron medios algorítmicos generales que reunieron el sinfín de métodos de la época para solucionar problemas de tangentes, máximos y mínimos y cuadraturas, con lo que simplificaron estos problemas hasta tal punto que quedaron asequibles para cualquier persona.

Viendo el cálculo infinitesimal desde un punto de vista global, el primitivo de Leibniz era de tipo geométrico, pero luego hubo un cambio de interés hacia el concepto de función de una variable. Aún más tarde, la derivada reemplazó a la diferencial como concepto fundamental del cálculo infinitesimal; otra razón para la emergencia de la derivada está conectada con las diferenciales de orden superior. Según Bos, la ausencia del concepto de función y los requerimientos de interpretaciones dimensionales causaron la ausencia de la derivada en el periodo inicial. Por otro lado, el cálculo se pudo desarrollar sobre las inseguras bases de la aceptación de lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande por razones que podría explicar el llamado análisis no estándar, que esbozamos más abajo, el cual muestra que es posible evitar las inconsistencias derivadas del uso de infinitesimales (Bos: 8-13).

Leibniz

El cálculo de Leibniz tuvo su origen en la teoría de las secuencias de números y la secuencia de diferencias y sumas de tales secuencias. Leibniz reparó en que las diferencias correspondían a tangentes y las sumas a cuadraturas. Vio las curvas como formadas por segmentos infinitesimales cuya proyección es “la tangente en cada punto”. No huyó, por tanto, de la noción del infinitesimal.

Leibniz introdujo el concepto de “orden de magnitud”, de manera que ciertos números podrían considerarse cero al compararlos con otros. La existencia de diferentes órdenes de magnitud permitía, concretamente, tomar como cero los de menor orden al operar con ellos en sumas o restas con otros de mayor orden. En la concepción de Leibniz, los operadores diferencial e integral modificaban las características de una cantidad, de modo que la diferencial bajaba el orden de magnitud y la integral lo aumentaba. Así, dx es infinitesimal respecto a x, pero x lo es respecto a òx. Para pasar de magnitudes finitas a infinitas Leibniz recurrió a su ley de continuidad. En resumen, el cálculo de Leibniz es una sucesión de métodos para sumar y hacer diferencias de cantidades infinitesimales.

En sus desarrollos Leibniz omitió cantidades como dxdy porque este producto “es infinitamente pequeño respecto a las otras cantidades que quedan”. Esta forma de hablar aparece a menudo en Leibniz, pero el filósofo evitó pronunciarse claramente sobre los infinitesimales. No obstante, Bos (17) no ve en ello una inconsecuencia, porque, al fin y al cabo:

el interés común de los historiadores con las dificultades conectadas con la pequeñez infinitesimal de las diferenciales ha distraído la atención del hecho de que en la práctica del cálculo leibniziano las diferenciales como entidades individuales apenas aparecen. Las diferenciales están extendidas en secuencias a lo largo de los ejes, la curva y el dominio de otras variables; son variables, y ellas mismas dependen de otras variables relacionadas con el problema, y esta dependencia se estudia en términos de ecuaciones diferenciales.

Es curioso que aunque Leibniz no se comprometió definitivamente con la existencia de cantidades diferenciales, y siempre trató de evitar las controversias respecto de los infinitesimales, buscando definiciones que los soslayaran, la mayoría de los primeros practicantes del cálculo de Leibniz aceptaron su existencia, admitiendo las reglas del cálculo con esa base. Cuando Leibniz propuso que “en vez de lo infinito o lo infinitamente pequeño, uno toma cantidades tan grandes o pequeñas como sea necesario para que el error sea menor que uno dado…” causó confusión en seguidores como L’Hôpital y otros, que creían a pies juntillas en la existencia de infinitesimales (y que probablemente se sentían mejor con la imagen que daba Leibniz de la diferencial: es como un grano de arena en comparación con la tierra).

Los críticos sí denegaron o cuestionaron las cantidades infinitesimales. Leibniz, en realidad, parece que pensaba sobre esto en dos sentidos diferentes; por un lado, abordaba la dura cuestión de si las cantidades infinitesimales realmente existen; pero por otro se preguntaba simplemente si el análisis por medio de diferenciales, siguiendo las reglas del cálculo, conducía a la correcta solución de problemas. Sobre la primera cuestión, metafísica, Leibniz dudaba de la posibilidad de probar la existencia de cantidades infinitesimales. Su respuesta a la segunda cuestión debía de ser, por tanto, independiente de la primera. Leibniz decidió tratar los infinitesimales como “ficciones” que no necesitaban corresponderse con cantidades existentes realmente, pero que no obstante pueden usarse en el análisis de problemas (Bos: 54-56).

En cuanto a las pruebas que utilizó para fundamentar su cálculo, habitualmente fueron dos, una relacionada con el método clásico de la prueba por exhaución y otra en conexión con una ley de continuidad.

Newton

Sellés opina que Newton sostuvo dos concepciones distintas y sucesivas de “momento”. Pero sólo calificó de ‘infinitesimal’ a la primera de ellas, debiendo entenderse el segundo como “un indivisible generador de magnitudes finitas”. De este modo, Newton habría renunciado, después de una época de aceptación, al infinitesimal (es decir, esa “entidad que se sitúa entre el cero y lo finito”), asumiendo el indivisible (ver Sellés, 1999; Sellés, 1998).

Otros autores tienen opiniones diferentes, al suponer que Newton nunca abandonó la idea del infinitesimal, a pesar de que él así lo afirmó, y de que los infinitesimales estaban “agazapados” tras el método de las fluxiones o su versión ulterior, llamada de las primeras y últimas razones. Boyer (201), por ejemplo, es de esta opinión, así como Kitcher, Lai (para quien Newton no hubiera podido renunciar a los infinitesimales porque “eran demasiado fundamentales en su concepción del mundo y de las matemáticas”) o Bechler (que afirma que el ingles “escondió” el infinitesimal en su método de las primeras y últimas razones y atribuye a Newton una concepción geométrica del infinitesimal coincidente con la que surgiría del análisis no estándar) (en Sellés, 1999).

El joven Newton recogía cuatro posibilidades sobre la composición del continuo: puntos matemáticos, puntos matemáticos y partes, una entidad simple e indistinta antes de la división, o individuales (átomos), refutando las tres primeras al estilo aristotélico y quedándose con la última posibilidad. “Trató de formular en este momento una matemática que reflejase un mundo de átomos extensos y conceptualmente indivisibles” (Sellés, 1999). Más tarde empezó a hablar de los infinitesimales. Desde luego, encuentra cuestionable su uso, al igual que le ocurría a Leibniz, y piensa que siguiendo adelante con ellos puede atentar contra el rigor matemático. Lo cierto es que a finales de 1665 Newton sigue empleando el infinitesimal, aproximando las curvas por líneas poligonales de lados infinitamente pequeños. Por esas fechas las velocidades se expresan mediante espacios recorridos en una “unidad infinitesimal de tiempo”.

Pero poco después, define un momento que es una magnitud “de punto”, como la fluxión. Ese nuevo momento hubiera generado al antiguo si hubiera dispuesto de un intervalo de tiempo pequeño. “Pero ahora este intervalo ya no es infinitesimal. Newton ha desterrado esta entidad de sus matemáticas. El nuevo momento es un indivisible generador de magnitudes finitas”, afirma Sellés (1999). Es decir, estamos en la situación en que se ha desechado el infinitesimal y los nuevos momentos –indivisibles. heterogéneos– son magnitudes puntuales. Ahora surge el problema de cómo determinar la razón de estas magnitudes, inconveniente parecido al que encontró Cavalieri, lo que trató de resolver el inglés con el método de las primeras y últimas razones, que se aproxima a la actual idea de límite.


5. Puntos de vista modernos

Las operaciones del cálculo, basadas durante mucho tiempo en consideraciones de tipo infinitesimal, están sembradas de inconsistencias lógicas y de usos nada elegantes y aparentemente fraudulentos de cantidades que en una misma demostración tienen valor finito o son cero. Había, pues, que encontrar un punto de apoyo firme sobre el que proyectar la potencia que se vislumbraba en el Cálculo futuro.

Los últimos hitos hacia el fundamento riguroso los protagonizan matemáticos del siglo XVIII y XIX como Euler, Cauchy, Bolzano o Weierstrass, que progresivamente van dejando de lado los conceptos filosóficos y buscando una axiomatización para esquivar escollos filosóficos. Al mismo tiempo, se dan nuevas definiciones del continuo. No obstante, en pleno siglo XX algunos matemáticos han seguido haciendo esfuerzos por demostrar la existencia del infinitesimal o el indivisible en el sentido clásico, y han llegado a resultados al parecer notables como los ofrecidos por el llamado análisis no estándar.

Un “cociente de ceros”

Inmediatamente después de Leibniz y Newton, los hermanos Bernouilli, seguidores de las ideas del alemán, inspiraron el primer libro de texto sobre cálculo infinitesimal, de L’Hôpital, donde se supone una curva como el agregado de infinitas líneas infinitesimales.

En el siglo XVIII la figura clave es Euler, fundador del análisis, una rama dedicada a las funciones dentro de la que se tratan particularmente los métodos infinitesimales del cálculo diferencial e integral. Euler pensaba que lo importante no era saber qué eran los infinitesimales, sino cómo se comportaban. Para él las cantidades infinitesimales eran cero o acabarían siéndolo, pero eran susceptibles de tener cocientes unas con otras que pueden representar una cantidad finita determinada. El cálculo es, entonces, un método para determinar cocientes dy/dx (que existen, a pesar de que dx y dy pueden considerarse iguales a cero) cuando dichos incrementos “se desvanecen”. Esta razón de ceros es precisamente el objeto del cálculo diferencial, es decir, es un método para determinar la relación entre cantidades evanescentes. También consideró esta relación de ceros como un límite; “este límite, que es como si fuera la última razón de los incrementos, es el objeto verdadero del cálculo diferencial”. Por tanto, la práctica del cálculo diferencial tiene que interpretares como un tratar de hecho con estas razones (67). Euler mostró cómo podían las diferenciales de orden de mayor orden suprimirse realmente de las fórmulas, algo que había sido muy criticado. A partir de este matemático el concepto básico será la derivada de una función (como en Newton), no la diferencial (Bos, 66-72; Boyer).

La axiomatización

En el siglo XIX, Bolzano y Cauchy mejoran el último concepto de límite, que había dado D’Alembert, pero no esquivan los infinitesimales. Sin embargo, dan una definición para infinitesimal (una variable, no una cantidad fija, que se aproxima a cero, pero que no es cero) más acorde con la lógica aceptada actualmente. Después, Weierstrass da un concepto de límite, el que está en vigor, que no hace uso de la palabra “infinitesimal”. A partir de él la derivada se define en función del límite, que es la entidad principal:

una función f(x) tiende al límite L cuando x tiende a a si, para todo e >0 , existe un d >0 tal que para todo x, si 0 < |x-a| <d y f(x) esta definida en x, entonces |f(x)-L| < e

Ahora el infinitésimo, usando justamente ese concepto de límite, es:

una variable (una función) que se va haciendo progresivamente próxima a cero, o sea, que en el límite es cero, o bien su límite es cero

Con este nuevo punto de vista, cuando los matemáticos anteriores tomaban al final de sus razonamiento cero como el valor del infinitésimo que habían introducido en sus ecuaciones, lo que estaban haciendo es un paso al límite.

Paralelamente, nuevas ideas se van desarrollando sobre la continuidad de funciones y temas relacionados. Bolzano pensaba que se podía hablar de infinitos actuales, y no sólo potenciales, sugiriendo que dos conjuntos infinitos son “del mismo orden o equivalentes” si se pueden emparejar sus elementos mediante una aplicación biyectiva. Dedekind dijo que más que una paradoja, esta es precisamente una propiedad de los conjuntos infinitos, es decir, tal propiedad está en la esencia del infinito. Cantor sistematizó todo esta nueva forma de razonar y habló de diferentes magnitudes de infinitos. Presentó resultados paradójicos, como que en un segmento de recta hay tantos puntos como en toda la recta. A diferencia de la idea de continuo de Aristóteles (dos cosas son continuas si tienen extremos que comparten el mismo lugar), para Dedekind un conjunto de cosas es continuo si entre dos de sus elementos hay otro.

Rehabilitación del infinitesimal

En realidad, el nuevo concepto de límite permite fundamentar el cálculo de Newton, pero no el de Leibniz, en el sentido de que no se pueden justificar las cantidades infinitesimales tal como él las usó, aunque sí los procesos del cálculo integral y diferencial. Sin embargo, el fondo conceptual del método de Leibniz se ha tratado de basar con rigor mediante nuevas herramientas teóricas como el análisis no estándar, de A. Robinson, y la teoría de conjuntos internos de Nelson.

El análisis no estándar data de 1966. Parte de su lógica matemática formal lógica se ha usado para proporcionar una teoría rigurosa de lo infinitamente pequeño y de los números infinitamente grandes, según Andersen (81). Esta técnica demuestra que el cálculo diferencial e integral pueden desarrollarse por medio de estos números infinitamente pequeños e infinitamente grandes, es decir, que es posible definir los principales conceptos del análisis (continuidad, diferenciación, integración…) en términos de infinitesimales más que de límites. Por lo tanto, Robinson cree que no hay por qué reemplazar la teoría de los infinitesimales por la clásica de límites y que las ideas leibnizianas pueden justificarse.

No obstante, Andersen (83, 84) considera que el análisis no estándar y el cálculo de Leibniz difieren esencialmente en varios aspectos, uno de los cuales es que el análisis infinitesimal de Leibniz habla de cantidades geométricas, variables y diferenciales, mientras el de Robinson trata con números reales, funciones y derivadas.


6. Conclusiones

En primer lugar, el empeño humano en explorar la estructura del continuo me parece admirable. No por el objeto en sí, que me resulta tan digno de estudio como casi cualquier otro, sino por las dificultades intelectuales que supone abordarlo y por la potencialidad que entraña de cara a nuevo desafíos para el pensamiento. Pensar en el resultado de dividir y dividir hasta lo más que se pueda despierta la reflexión en nuevos enigmas y convierten en una pasión la profesión de filosofar.

En segundo lugar, a lo largo de la historia de la exploración del continuo he observado una tendencia a dejar de lado las herramientas de lógica dura y a adoptar axiomas. A mí me parece el camino adecuado.

En el estudio que he hecho sobre los principales hitos de 25 siglos de sumergimiento humano en ese marasmo que es el continuo me ha parecido entender que muchos de los filósofos involucrados se creían realmente que podían desentrañar lo que para mí es una quimera. A mi modo de ver, el continuo ni es ni deja de ser. El continuo es una cualidad que los hombres atribuyen a ciertas magnitudes físicas, como el tiempo o el movimiento, o, a lo sumo, es una idea pura que sólo existe en nuestras mentes.

Pero, para mí, no se trata de ver si el tiempo es continuo o no. Eso implicaría poner al continuo como un concepto anterior al tiempo, como una regula con que medir al tiempo y determinar si es continuo o no. Lo cual implica colocar una idea matemática por encima de una realidad física (el tiempo es real al menos en tanto en cuanto constituye la regula que mide nuestro paso por la vida hacia la muerte, y hablar en estos términos tan crudos considero que es la forma más real de hablar de realidad).

A menudo, los pensadores que han tratado de explicar un supuesto continuo físico han abordado el problema desde la lógica pura o desde las matemáticas. Considero que ni una ni otra herramienta son demasiado válidas, o al menos en 2500 años no han demostrado, que se sepa, resolver el problema –porque es un problema que en realidad no existe–. Insisto en que para mí el gran enigma está en saber si las matemáticas pueden medir la realidad física (entendiendo por ello lo que usualmente entiende el común de los mortales) o no, aunque mi intuición me decanta por que no.

Según Furley (1982: 20, 30-31; 1967: 4), la doctrina de Aristóteles sobre el continuo se formula respecto a cuerpos físicos, como el aire o el agua; efectivamente, en las Categorías Aristóteles dice que “discretos son los números y el lenguaje; continuos son las líneas, las superficies, los cuerpos y, también, además de estos, el tiempo y el espacio” (Aristotle on the Continuous: 309). “Pero eso no es relevante”, dice Furley. Para mí sí lo es. La mayoría de las consideraciones sobre el continuo puedo entenderlas sobre algo ideal que ya asumo que es continuo, como una línea matemática (es decir, se entra en un círculo vicioso), pero no sobre sustancias físicas (y eso sin basarme en los conocimientos actuales de la física, lo que sería jugar con ventajas) o sobre el tiempo. Recíprocamente, no puedo pensar en dividir una línea –individualizando una posición espacial en ella– como separo partes de un cuerpo físico.

Vuelvo con la idea de que las matemáticas no pueden medir completa y absolutamente la realidad física, no pueden constituir una representación perfecta de esa realidad. Lo que Es es lo que Es. No cabe definir, medir la realidad con una regula matemática, a menos que se considere a las matemáticas como una especie de nuevo dios que está antes, por encima de la realidad física. Por el contrario, yo opino que las matemáticas sólo suministran modelos a la hora de explicar la realidad física. Pido prestadas a Boyer (308) las siguientes palabras:

las Matemáticas no son ni una descripción de la naturaleza ni una explicación de sus procesos; no tienen que ver con el movimiento físico ni con la generación metafísica de cantidades. Son simplemente una lógica simbólica de relaciones posibles, y como tal no tratan de verdades absolutas ni aproximadas, sino sólo de verdades hipotéticas. Las Matemáticas determinan qué conclusiones sacar lógicamente de determinadas premisas. La conjunción de las Matemáticas y la filosofía, o las Matemáticas y la Ciencia, es muy útil a menudo para sugerir nuevos problemas y puntos de vista.

Desde ese punto de vista expreso a continuación mi tesis tras el estudio de lo que otros han estudiado sobre el continuo: tanto los defensores de una divisibilidad infinita como los indivisibilistas tienen parte de razón. No es ser irénico ni salomónico. Es que estoy convencido de que tanto el atomismo matemático como el divisibilismo infinito sólo suministran modelos, representaciones, de la auténtica realidad física. Los indivisibles no son una realidad física, como tampoco el continuo aristotélico es el marco de esa realidad física; sólo la representan. Sólo son modelos. Y como tales, unos son más adecuados para explicar unos fenómenos y otros mejores para otros.

Abogo en este caso por la dualidad (o por la pluralidad). Ambas formas de concebir la realidad física han producido soberbios instrumentos matemáticos que han explicado en buena medida –nunca totalmente– la realidad física; ambos son, por ello, buenos modelos. Pasa exactamente lo mismo en este sentido que lo que ocurre a la hora de explicar la naturaleza de la luz: se acepta el atomismo y un modelo ondulatorio; el comportamiento de un electrón en un espectrómetro de masas lo explica la teoría corpuscular en función de propiedades como su masa, etc., pero de su sorprendente difracción, demostrada en los años 20, sólo puede dar cuenta la teoría ondulatoria. Igualmente, en Cuántica se admite representar propiedades del electrón mediante ondas o mediante matrices.

Molland (144) afirma que

El siglo XIV vio deseos definitivos de matematizar el mundo, pero la estructura esencialmente continua del mundo presentaba caleidoscópicos efectos que entorpecía la adopción de un punto de vista cualitativo simple. Esto fue favorecido por los procedimientos escolásticos, que insistían en buscar todas las caras de un caso en vez de ponerse todos axiomáticamente en una sola posición

En realidad, el caleidoscopio, a vista de pájaro de 25 siglos, sólo tiene básicamente dos caras. Pero ambas pueden ser igualmente buenas para ver reflejada la realidad física; de hecho, contemplando concienzudamente los destellos multicolores reflejados por esas caras es como el hombre ha logrado formarse la representación de la realidad de que ahora dispone, que, por cierto, es susceptible de ser mejorada no infinitamente; “basta” que llegue a confundirse con la realidad misma.


Bibliografía

· Andersen, K. (1984): “Cavalieri’s Method of Indivisibles”, Arch. Hist. Exact Sci.,31, 291-367 (1985)

· Aristotle on the Continuous, Apéndice A de Infinity and Continuity in Ancient and Medieval Thought, N. Kretzmann, ed., pp. 309-321, Ithaca / Londres: Cornell Univ. Press (1982)

· Bos, H. J. M. (1973): “Differentials, Higher-Order Differentials and the Derivative in the Leibnizian Calculus”, Arch. Hist. Exact Sci.,11, 1-90, Berlin, Heidelberg: Springer Verlag (1975)

· Boyer, C. B. (1949): The History of the Calculus and its Conceptual Development, Nueva York: Dover (1959)

· Clagett, M. (1950): “Richard Swineshead and Late Medieval Physics, I: The Intension and Remission of Qualities”, Osiris, 9, 131-161, reproducido en Studies in Medieval Physics and Mathematics, cap. III, Londres: Variorum Reprints (1979)

· Clagett, M. (1962): “The Use of Points in Medieval Natural Philosophy and Most Particularly in the ‘Questiones de spera’ of Nicole Oresme”, Actas del Symposium International R. J. Boskovich, pp. 215-221, Belgrado, Zagreb, Ljubljana, reproducido en Studies in Medieval Physics and Mathematics, cap. V, Londres: Variorum Reprints (1979)

· Furley, D. J. (1967): “Indivisible Magnitudes”, estudio I de Two Studies in the Greek Atomists), Princeton: Princeton University Press

· Furley, D. J. (1982): “The Greek Commentators’ Treatment of Aristotle’s Theory of the Continuous”, en Infinity and Continuity in Ancient and Medieval Thought, N. Kretzmann, ed., pp. 17-36, Ithaca / Londres: Cornell Univ. Press

· Galilei,G. (1638): Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, Intr. de C. Solís, Madrid: Editora nacional (1976)

· Molland, G. (1983): “Continuity and Measure in Medieval Natural Philosophy”, Miscellanea Mediaevalia, 16/1, cap. XVI, Berlín, Nueva York: Walter de Gruyter

· Murdoch, J. E. (1964): “Superposition, Congruence and Continuity in the Middle Ages”, en Mélanges Alexandre Koyré,vol. I: L’aventure de la Science, pp. 416-441, París

· Murdoch, J. E. (1974): “Naissance et développement de l’atomisme au bas moyen âge latin”, en Les Cahiers d’études médiévales, II: La science de la nature: théories et practiques pp. 11-32, Montreal / París: Bellarmin / J. Vrin

· Murdoch, J. E. (1982): “William of Ockham and the Logic of Infinity and Continuity”, en Infinity and Continuity in Ancient and Medieval Thought, N. Kretzmann, ed., pp. 165-206, Ithaca / Londres: Cornell Univ. Press

· Murdoch, J. E. (1987): “Thomas Bradwardine: mathematics and continuity in the fourteenth century”, en Mathematics and its applications to science and natural philosophy in the Middle Ages, Essays in honour of Marshall Clagett, E. Grant y J. E. Murdoch, eds., pp. 103-138, Cambridge, Londres, Nueva York

· Normore, C. G. (1982): “Walter Burley on Continuity”, en Infinity and Continuity in Ancient and Medieval Thought, N. Kretzmann, ed., pp. 258-269, Ithaca / Londres: Cornell Univ. Press

· Rey Pastor, J., Babini, J.: Historia de la Matemática, vol. 2: Del Renacimiento a la actualidad, Barcelona: Gedisa (3ª ed., 1997)

· Sellés, M. (1998): “Impacto instantáneo y acción continua en la mecánica de Newton”, ÉNDOXA: Series Filosóficas, 11, 9-80, Madrid: UNED

· Sellés, M. (1999): “Isaac Newton y el infinitesimal”, Theoria, 14 (3) 431-460.


(Fecha aproximada de este escrito: 2002)

- Publicidad -

Relacionados

Dejar un comentario

- Publicidad -

Últimos artículos