viernes, 19 diciembre 2025

Los teléfonos se pueden considerar «parásitos» según la biología evolutiva

Rachael L. Brown, director del Centro de Filosofía de las Ciencias y profesora de la Universidad Nacional Australiana, y Rob Brooks, profesor de evolución en la UNSW (Sydney, Australia) escriben en The Conversation un artículo en el que postulan que los llamados «teléfonos inteligentes» se pueden considerar «parásitos» de la especie humana.

Razonan que durante milenios los humanos han convivido con parásitos como piojos, pulgas o tenias. Sin embargo, en la era moderna, el parásito más influyente no tiene patas ni colmillos: es elegante, tiene una pantalla brillante y lo llevamos en el bolsillo. El teléfono móvil o celular, dicen algunos filósofos, se ha convertido en el gran parásito del siglo XXI, alimentándose de nuestro tiempo, atención e información personal.

En un artículo publicado en la Australasian Journal of Philosophy, los autores proponen que, al analizar nuestra relación con los teléfonos móviles desde la biología evolutiva y el concepto de parasitismo, podemos entender mejor los riesgos sociales que plantean.

Según los biólogos, un parásito es una especie que obtiene beneficios de otra (el hospedador), causándole algún perjuicio. Un ejemplo clásico es el piojo de cabeza: vive exclusivamente en los humanos, se alimenta de su sangre y no aporta nada a cambio. Nuestra relación con los teléfonos, argumentan los autores, ha evolucionado desde una asociación mutuamente beneficiosa a una dinámica más parecida al parasitismo.

Cuando llegaron estos teléfonos, su impacto fue en gran medida positivo. Facilitaban la comunicación, la navegación, el acceso rápido a información y la gestión de la salud. Era una relación “mutualista”, como la que tenemos con ciertas bacterias intestinales que, a cambio de nutrientes, nos ayudan en la digestión y la inmunidad.

Pero esa relación ha cambiado. Hoy en día, muchas de las aplicaciones más populares están diseñadas no para servir al usuario, sino para servir a los intereses comerciales de las empresas tecnológicas y sus anunciantes. Estas aplicaciones están programadas para captar nuestra atención constantemente, mantenernos conectados, generar clics y maximizar el tiempo de uso. El objetivo ya no es ayudar al usuario, sino recolectar datos y vender publicidad personalizada. Así, el beneficio se desplaza del humano a la empresa, y el costo lo pagamos nosotros: falta de sueño, debilitamiento de relaciones personales y trastornos del ánimo.

Este fenómeno se parece a los casos en la naturaleza donde una relación inicialmente beneficiosa deriva en parasitismo. Por ejemplo, en los arrecifes de coral, ciertos peces eliminan parásitos de peces más grandes, pero a veces engañan y muerden a sus clientes. Si se detecta este comportamiento, los peces grandes castigan al “tramposo” negándose a ser limpiados en el futuro. Esta forma de “vigilancia” es esencial para mantener el equilibrio en relaciones simbióticas.

¿Hay solución?

¿Podemos los humanos hacer algo similar con nuestros dispositivos? En teoría, sí. Pero hay dos obstáculos: la detección y la respuesta. Muchas personas no perciben claramente cómo están siendo manipuladas por sus teléfonos. Las técnicas de captación de atención y los algoritmos que las rigen son opacos. Y aunque algunos reconocen el problema, responder no es tan fácil como simplemente dejar el teléfono: dependemos de él para trabajar, comunicarnos, movernos por la ciudad o acceder a servicios esenciales.

Además, esta dependencia ha sido reforzada por gobiernos y empresas que han digitalizado buena parte de sus servicios, obligándonos a pasar por el filtro de las aplicaciones. Hemos entregado buena parte de nuestra autonomía en el proceso, externalizando incluso nuestra memoria (por ejemplo, para recordar fechas o ubicaciones).

El artículo de Brown y Brooks concluye que la solución no puede venir solo de decisiones individuales. Para revertir la relación parasitaria y volver a una más equilibrada, se necesita acción colectiva y regulatoria. Ejemplos como la prohibición del uso de redes sociales para menores en Australia muestran una vía posible. También se requieren políticas que limiten las funciones adictivas de las aplicaciones y que regulen estrictamente la recopilación y venta de datos personales.

Solo así, argumentan los autores, podremos recuperar el control sobre esta relación cada vez más desigual y evitar que nuestros dispositivos, diseñados inicialmente para ayudarnos, se conviertan en amos de nuestra atención.

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