Pedro Bohórquez Gutiérrez »
“Miras el universo y en él te reconoces”
Juan Peña Jiménez
He visitado las Islas Canarias. Mi viaje (por las islas de El Hierro, La Palma y Tenerife) ha sido fantástico. Podría extenderme y no saber cuándo parar. Todo muy inspirador y vivido con intensidad. Decir que ha sido fantástico es decir poco y no decir casi nada. Me han enamorado las islas y me han hecho experimentar (su paisaje) emociones que creo que serán duraderas y permanecerán en mi alma muy vivas y por mucho tiempo. Viví a todas horas con la sensibilidad a flor de piel. El continuo desplazamiento por las islas, el tránsito sin solución de continuidad, como en los sueños, por paisajes tan diferentes y sorpresivos: selvas, bosques de pinos, tierras yermas, acantilados, parajes volcánicos, barrancas sin fondo, costas como olvidadas en algún confín del planeta; la magnificencia y exuberancia de una naturaleza no sometida y multiforme; un no sé qué de “telúrico” (no sé qué nombre darle) me hizo sentir una tarde, durante unos minutos eternos, un vértigo raro, como cuando uno se abisma en la contemplación del firmamento estrellado; como si palpara lo incompresible, el misterio de la vida; no sé, sentí una especie de inquietud pánica, una necesidad de que toda la belleza del mundo, la vida en suma, tuviera sentido, una necesidad primitiva de que el mundo estuviera poblado de dioses protectores, la urgencia por conjurar la certeza de la nada. Fue como vivir una experiencia onírica que me trasladara a uno de los escenarios intactos donde surgió la vida, este misterio.


















El deseo y la intuición de que todo tiene sentido con dioses o sin ellos
Para mí también fue un viaje interior –no sé cómo explicarlo– del que me sigo nutriendo y en el que por momentos y a medida que pasan los días tengo la sensación de seguir embarcado, conducido por vientos favorables a la vida. Saboreo todavía las sensaciones del viaje, me entrego al sueño con ellas en la imaginación; aún rebullen en mí, vivas, palpitantes como ese mar y esos bosques donde nos sumergíamos, esas sensaciones; siguen actuando en mi alma, me dan energías y me dan confianza y me dan fe en la vida. Afloran ahora cada vez más depuradas, sobrepuestas a la tristeza que cuando comencé el viaje me embargaba y ahogaba en una angustia sin fondo; aflora esa fuerza sin negarlas ni desmentirlas –la melancolía intensa, la tristeza inagotable– sino integrándolas en un Todo donde también caben la alegría sin porqué, el placer de sentirse vivo, la amistad y el amor en su más amplio sentido. Quiero decir que no solo la experiencia del viaje, de la naturaleza virgen, del sentimiento lacerante de la belleza del mundo, del deseo y la intuición de que todo tiene sentido con dioses o sin ellos –cuando se llega al centro y/o al fondo de uno mismo–, no solo todo eso me hizo sentir en muchos momentos lo que intento describir y que para mí no tiene nada de místico ni de novelero. Viví esos momentos con los vellos de punta, con todo mi ser; el vértigo también fue físico: era la vida abriéndose paso por mi cuerpo mientras ascendía el Teide o me dejaba azotar por las olas, en medio del dolor que a veces también conlleva el oficio de vivir. No era un dolor concreto, ni una tristeza concreta, y en esos momentos para mí era inútil buscarle una razón y un porqué. Estaban ahí, y ya está, pero no me cegaban y a la vez me sentía, entre la confusión de las emociones, más vivo que nunca o simplemente vivo, con todos los sentidos abiertos a los elementos, al aire, al agua y a la tierra y a ese sol tibio de las islas. Quiero decir, y que se sepa, que sin la compañía del grupo de amigos no hubiera alcanzado el viaje la plenitud que ahora tiene en mi recuerdo.










