(Jose) ¿Te acuerdas, Pedro, de aquel día de hará un cuarto de siglo cuando, tras habernos zampado nuestros bocadillo de tortilla mientras nos veíamos reflejados en el fiel y frío espejo de la laguna que se extiende al pie del pico de Peñalara, el más alto de la Sierra de Guadarrama, en la provincia de Madrid, decidimos emular a las cabras monteses y saltamos de roca en roca, cuidando de no meter los pies en los arroyos de deshielo que bajo la escasa vegetación se escondían, hasta que la querencia nos acabó encaramando inopinadamente en la cumbre?
Seguimos caminando por el helado filo de navaja de la cuerda montañosa, con riesgo de dar con nuestros huesos en el fondo de una u otra de las dos empinadas vertientes, y alcanzamos un punto que nos deparó la contemplación de una hermosa sorpresa en el lejano valle: ¡los jardines de la Granja de San Ildefonso!, descansando allá abajo. Tan cerca…
Decidimos despojarnos de tanta blancura y aspiramos a abrazar el verde. En la vertiginosa bajada que emprendimos nos acompañaron muchos torrentes de agua de cristal que se escurría dejando tras de sí esqueletos de hielo, como los polos de los niños en un caluroso día de verano. Cuando llegamos abajo eran las seis de la tarde y aún quedaban dos horas de luz. Los ojos de nuestra imaginación vislumbraron 15 kilómetros más adelante el Acueducto de Segovia, que de pronto se nos hizo ansiado… Aunque pensamos rematar la proeza yendo andando a la ciudad, finalmente nos pusimos ruedas de autobús y llegamos a besar las piedras milenarias de la magna obra romana antes de que el sol se fuese a acostar. Allá, en una lejanía que aún nos era reciente, la silueta del Peñalara dibujaba una sonrisa.

(Pedro) ¡Claro que me acuerdo de aquella excursión! Recuerdo el día que la hicimos, el 19 de marzo de 1997. Recuerdo la cumbre helada y cortante del Peñalara. Recuerdo nuestros escasos pertrechos de montañeros improvisados: nuestros pies y nuestras manos, con los que abríamos huecos en la nieve paso a paso, a taconazos, a golpes de cuchillo. Recuerdo la honda y empinada pendiente por la que un mal pie nos hubiera hecho rodar cientos y cientos de metros hasta perdernos en el fondo de bruma que se confundía con el blancor de la nieve. Recuerdo cómo la nieve se iba ablandando en la bajada a medida que la pendiente se hacía más y más suave hasta llegar a un punto en que ya era posible correr y retozar.
Recuerdo, sí, los esqueletos de nieve. El crujir de los tempanos al romperse, el goteo de la nieve al derretirse, un murmullo leve al principio que llegó a hacerse omnipresente, como una gran corriente subterránea. Recuerdo haber llegado a un puerto en la montaña en el que la retirada de la nieve dejaba al descubierto paredes grises de granito entre praderas verdiamarillas. ¿Eran restos de trincheras de la Guerra Civil? Recuerdo cómo a medida que se adensaba el ruido las corrientes de agua se hacían cada vez más grandes. Recuerdo que todos los arroyuelos confluyeron finalmente en un río.
Recuerdo cómo el bosque se espesaba a medida que bajábamos y cómo iban apareciendo ejemplares de esos pinos de tronco asalmonado tan característicos de la Sierra de Guadarrama con un porte más y más majestuoso. Recuerdo la cercanía de la actividad civilizada a medida que avanzábamos por el bosque: olor a madera aserrada y visión de troncos cortados y amontonados. Recuerdo la llegada a la Granja, ya tarde para entrar en los jardines. Recuerdo unas secuoyas enormes y unos pinsapos no menos enormes de la Sierra de las Nieves (Ronda), según rezaba un cartelito, en la avenida de entrada a los palacios reales. Recuerdo la llegada a Segovia, su luz nocturna, su animación acorde con nuestro estado de ánimo jubiloso, la visión del acueducto envuelto en su iluminación nocturna, de piedra incendiada…
