viernes, 19 diciembre 2025

Lectura de agosto: Ramón Gómez de la Serna o reivindicación de la ocurrencia

A mi amigo M.A. G. A.

Ramón Gómez de la Serna nunca me defraudó.

¡Qué maravillosos sus «disparates», sus «fantasmagorías», sus «caprichos», sus «gollerías», en definitiva, sus «ocurrencias» tan geniales como desacreditadas por los teóricos defensores a ultranza de una literatura exclusivamente –y sospechosa por ello– apegada a la realidad tantas veces roma de un hipotético «hombre común», una literatura que a veces oculta la falta de alma, de vuelo y de imaginación en esa apelación soberbia a la utilidad, a la experiencia y a la urgente actualidad! Como si la realidad o «el sentido común», esa entelequia, estuvieran reñidos con la  imaginación, la «ocurrencia», la preciosa e inútil bagatela y la fantasía, como si estas «ocurrencias» no formaran parte de aquella y la ensancharan, y ayudaran a descubrirla o desenmascararla bajo una nueva nueva luz, bajo otra mirada, tan igualmente humana, haciéndola más habitable y gozosa.

Me río de esos teóricos más pendientes de lo que escriben ellos que de leer, y valorar, lo que escriben o han escrito otros.

Esta reflexión, o lo que sea, se me «ocurre» a raíz de la lectura de la antología de textos de Ramón Gómez de la Serna bajo el título «El alma de los objetos. Minificciones».

Entresaco  de esta cuidada antología, editada por la editorial «Eolas» en 2019 [¡ojo a su catálogo: una fiesta para los amantes de la literatura!] y a cargo de Rafael Cabañas Alamán, autor de un muy documentado y esclarecido prólogo, algunas muestras casi al azar.

El diccionario de lo que no existe

Lo que se edita con más agobio y constancia son los diccionarios.

Encontrar materia para un nuevo diccionario es como meter el caño en un yacimiento de petróleo y ver surgir la riqueza.

Pero el diccionario que se echa de menos, el que podría ser una lección maravillosa, en vez de una redundancia de recopilaciones, es el diccionario de lo que no existe.

Da pena –sin dejar de admirarlo– el abrir un diccionario para encontrarse lo que está repetido en todos los diccionarios y que fue tan difícil recopilar. Sin embargo, tenemos que discutir en los diccionarios su excesiva conformidad con lo real.

El diccionario de lo que no existe merecería la pena de hojearse, metiéndose en su intrincado bosque y encontrando lo que no está en los otros y lo que no es cosa triste de los escaparates callejeros de la vida.

El diccionario de lo que no existe revocaría la idea de amor y lo pondría en su banco de azar, dueño de sus elecciones y abnegado de efemeridad.

En ese diccionario habría las islas que no se sabe dónde están, pero que producen esponjas con ojos, es decir, esponjas que, en vez de tener vacías sus cien cuencas, tendrían ojos en todas ellas, y al apretarlas, en vez de aguas para baños de niños, chorrearían lágrimas verdaderas.

   En tal diccionario estarían las biografías de los que pudieron existir y la sintomatología de las enfermedades que aún no están en la medicina.

[«Otras fanasmagorías», Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías (1935)]

El telón de espejo

Aquel empresario inventó el telón de espejo, maravilloso telón que cubría el escenario de un espejo suntuoso, clarividente, en que se repetía toda la sala, contemplándose los espectadores como si fuesen actores en escena.

Las señoritas presumidas estaban encantadas, y las de vista más larga se pintaban los labios con sus lápices de rojo chocolate mirándose en aquel espejo sideral. Los caballeros instintivamente se hacían la corbata frente al gran espejo.

Pero lo que nadie podía esperar, aquel espejo se fue contaminando de instinto teatral, de suspicacia de comediante, de psicología profundizadora y los espectadores comenzaron a notar lo personajes de comedia que eran, ridículos, grotescos, deleznables. Toda hipocresía era despejada en aquel gran telón que había costado veinte mil duros y en vista de eso, como el público dejó de asistir al teatro, el pobre empresario tuvo que sustituirlo por una cortina de terciopelo.

[Gollerías, 1926]

*************

El ruido del reloj que nos acompaña en el despacho silente suena en distinto lado siempre, como la carcoma, que llega hasta parecer un ruido real: un ruido nuestro en nosotros… ¡Como que ese tic-tac es nuestra carcoma, viva, penetrante, que come en nosotros con menudas dentelladas! El reloj que vemos es solo como un reloj en el espejo; existiría en nosotros aunque no hubiese sido inventado.

[Greguería, «Greguerías» (1917)]

El alma del fusilero

Aquel que al hacer fuego el pelotón del sentenciado a muerte consigue la puntería fatal, recibe al alma del muerto, y es su alma la que sube al cielo para darse cuenta de lo que acaba de hacer.

Ese trastrueque de almas es una cosa providencial para que no se envuelva la responsabilidad del verdugo cuando amparan unos con otros la patrulla.

La justicia distributiva es automática como las armas automáticas.

[Caprichos (1956)]

El metal raro

La finca era pobre, unas cuantas hectáreas y un molino triste, que sacaba el agua quejándose amargamente.

Hasta que un día comenzaron a aparecer en el agua unos grumos plateados, que hizo que la llevasen a analizar.

–En su terreno hay girio, a el metal más buscado en este momento, y que es con el que se logra que los obuses dirigidos den la vuelta.

Calicatas bien dirigidas dieron con su gran yacimiento de girio y hoy los dueños de aquellas pobres hectáreas del molino quejoso pasean alrededor del mundo en barcos con piscina y televisión.

[Caprichos (1956)]

Trajes para los sueños

Llegó a hacerse trajes para toda ocasión, trajes de acuerdo hasta con el empapelado de sus habitaciones o de las casas en que era asidua visitante, tan miméticos que a veces no se le encontraba.

–¡Ida! ¡Ida!

Pero Ida en su manía de hacerse trajes llegó a encargarse galas para los sueños.

–¿Y este traje rayo de luna con volantes de hoja seca?

–Es porque ahora sueño mucho con terrazas.

[Caprichos, 1956]

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