He disfrutado de un paseo por las calles de Baeza. Un paseo sosegado al ritmo que merece una ciudad anclada en el tiempo. Evoqué recuerdos de la temporada en que viví allí, y el tiempo transcurrido, muchos años, pareció esfumarse por arte de magia: todo parecía ocurrido ayer.

Me gustó reencontrarme con lugares y rincones asociados a recuerdos insignificantes y casi banales, a andanzas compartidas con personas que en algunos casos, afortunadamente, siguen siendo presencias vivas en mi vida, y en otros, a veces con pesar, han quedado como imágenes fijas de recuerdos cada vez más borrosos. Recuerdos insignificantes y sin trascendencia, de esos que nutren una conversación ligera, pero la envoltura de felicidad con que acudían a mi memoria se mezclaba con la felicidad del momento presente.

La ciudad esplendía inalterable en lo esencial en un día luminoso y azul. Recorrí, junto a dos buenos amigos, después de años, el paseo de la muralla, donde hay un busto de Machado. Volvió a ensancharme mi ánimo con una visión de la que nunca me cansaba y a cuya contemplación acudía por entonces como quien cumple un rito: un valle extenso y, en la lejanía, las inmensas, azuladas, moles de una sierra imponente. Un paisaje que siempre veía como por primera vez, siempre cambiante en su inmovilidad terrestre. Colinas, valles y sierras que miraba con casi idénticas intensa sorpresa y emoción a las que sentí una tarde de octubre, paseante solitario en una ciudad aún extraña, cuando el azar condujo mis pasos hasta allí.




