El escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), uno de los grandes clásicos de la literatura universal, tiene una faceta que es poco conocida: su gran interés por las ciencias en general y la alquimia y la química en especial. Ese interés queda reflejado en algunas de sus obras, como el drama Fausto, la autobiográfica Poesía y verdad o la novela Las afinidades electivas, inspirada en la teoría de las afinidades químicas, muy en boga en aquellos tiempos.
Parece ser que Goethe empezó a interesarse en la alquimia a raíz de una larga enfermedad, ya que su médico era seguidor de Paracelso. El galeno habló al paciente de la existencia de ciertas “sales” (posiblemente la sal de Glauber) que supuestamente ejercían milagros curativos. Goethe quiso saber más y leyó libros de alquimia como el Opus Mago-cabbilisticum et Theosophicum o la Aurea Catena Homeri, así como otros trabajos más serios escritos por Paracelso, Basilius Valentinus, Van Helmont o Herman Boerhaave, cuyos Elementa Chemiae se consideran hoy día como uno de los primeros textos de lo que puede llamarse química científica y experimental. Este libro pudo ser muy útil a Goethe para montar su pequeño laboratorio.
“Principalmente leo química en casa”
En 1770 el joven Goethe estudiaba Derecho en la Universidad de Estrasburgo y asistía a conferencias sobre química impartidas por profesores de la institución. En una carta a una amiga le decía: “Y la química sigue siendo mi amante secreto”. Le llamaban mucho la atención los procesos químicos industriales y eso explica que por aquellos años visitara fábricas de alumbre o vidrio, siderurgias o minas de carbón. En su diario leemos frases como “Hablé mucho sobre temas mineros…”, o “…prueba de plata realizada por el propio Heckern”. “Principalmente leo química en casa”, decía en otro lugar. Y en una carta comentaba: “En mineralogía no puedo dar un paso más sin la química, eso lo sé desde hace mucho tiempo”.
Al parecer, desde 1789 intensificó sus esfuerzos en otro tema científico que le interesaba: la explicación del color. Dos décadas más tarde publicó una obra al respecto muy conocida, Zur Farbenlehre (Teoría de los colores), uno de cuyos apartados se denomina Colores químicos (Chemischen Farben). Goethe estaba bastante familiarizado con la literatura de su tiempo relacionada con este tema; así, cita un trabajo realizado por el destacado químico sueco Scheele.
Químicos protegidos por Goethe
Pocos años después se relacionaba habitualmente con tres químicos a los que requería habitualmente su asesoramiento: Wilhelm Bucholz (que era boticario de la corte de Weimar), Friedrich August Göttling (profesor de química) y Johann Wolfgang Döbereiner (sucesor de Göttling y uno de los primeros que aportó evidencias para lo que luego fue el sistema periódico y la tabla periódica. Döbereiner se especializó en el platino como catalizador e inventó un curioso encendedor que lleva su nombre y que fue muy popular en su época.
Carl August, duque de Sajonia Weimar, reconociendo los avances extraordinarios que estaba experimentando la nueva ciencia de la química y conociendo el gusto de su concejero privado Goethe por ella, contó con él para establecer una cátedra de la disciplina en la Gesamt Akademie de Jena en 1789. El primer hombre en ocupar esta cátedra fue el mencionado Göttling, que había sido alumno de Bucholz y que era un buen experimentador. Goethe y Göttling se conocían bien porque este había hecho numerosas visitas a la botica de la corte.
Goethe ayudó mucho Göttling en sus inicios y, a lo largo de los años, el escritor tomó parte activa en algunos de los experimentos del químico y le consultó dudas sobre la teoría del color que el escritor estaba forjando. A la muerte de Göttling lo sucedió en la cátedra Döbereiner, también boticario al comienzo de su carrera. Este planificó junto con Goethe el equipamiento del laboratorio químico de la Universidad. Los experimentos y estudios de Döbereiner en Jena fueron variados y numerosos. Introdujo la instrucción práctica de los alumnos en el laboratorio; a título de ejemplo, analizaban el contenido en hierro de una arenisca, según se deduce de la correspondencia entre Goethe y Döbereiner.
Goethe también conoció a otros químicos de aquellos tiempos, a algunos personalmente y a otros epistolarmente. Hablamos de químicos de la talla de Lavoisier, Scheele o Berzelius.
Las afinidades electivas
La trama de la novela Las afinidades electivas está claramente conectada con las teorías químicas del momento. Lo podemos comprobar en esta explicación que da uno de los personajes, el Capitán:
Supóngase el elemento A conectado tan cercanamente al elemento B que todo tipo de medios usados para separarlos –aun la violencia– han sido infructuosos. Luego supóngase el elemento C, en la misma posición con respecto al D. Pónganse los dos pares en contacto; A se arrojará sobre D y C sobre B, sin poder decir cuál dejó primero a su primera conexión o hizo el primer movimiento hacia la segunda.
Eso es lo que ocurre en las reacciones llanadas de metátesis o de doble desplazamiento:
AB + CD ⟶AC + BD
Un ejemplo es esta reacción de precipitación:
AgNO3(ac) + HCl(ac) → HNO3(ac) + AgCl(s)
Los dos reactivos son ambos solubles, pero cuando reaccionan se forma un producto que es insoluble y cae al fondo del recipiente (el AgCl), mientras el otro queda en disolución, aunque disociado (NO3– + H+).
La novela, publicada en 1809, utiliza la teoría de las afinidades químicas para explorar las relaciones humanas y emocionales. Dos parejas casadas se ven envueltas en un enredo amoroso y, al igual que los elementos químicos que se combinan para formar compuestos, se ven impulsadas por una “afinidad” emocional y química que los lleva a tomar decisiones difíciles y a enfrentar las consecuencias de sus acciones. Goethe sugiere que, al igual que los compuestos químicos, las personas también tienen “afinidades electivas” que las atraen hacia ciertas personas y situaciones. La novela tuvo un gran impacto cultural y literario y es considerada una de las obras maestras del romanticismo alemán.
“Los ácidos tienen pinchos y las bases agujeritos”
Quizá uno de los primeros antecedentes de la teoría de las afinidades lo estableció Robert Boyle en la última década del siglo XVII al reflexionar sobre algunos experimentos realizados por algunos químicos como Johann Rudolf Glauber, que había obtenido la sal que lleva su apellido por una reacción de doble desplazamiento entre el cloruro sódico y el ácido sulfúrico concentrado:
H2SO4 + 2 NaCl + 10 H2O ⟶ Na2SO4·10H2O + 2 HCl
Por aquellos mismos tiempos, Franciscus Sylvius, un defensor de la iatroquímica (la teoría según la cual todos los procesos vitales y las enfermedades se basaban en reacciones químicas) ya hablaba de la “afinidad química,” y el alemán Otto Tachenius estudiaba la afinidad entre los ácidos y las bases. Otros pioneros de la teoría fueron el inglés John Mayow o el francés Nicolas Lémery, quien veía a la química como “el arte que enseña cómo separar las diferentes sustancias que se encuentran en un compuesto”. Lémery tenía una idea muy ingenua de la afinidad, de tipo mecánico, pensando que la superficie de las partículas elementales de las sustancias ácidas tenían puntas como los cardos (y por eso su sabor era agrio) mientras que las alcalinas poseían agujeritos o poros, de modo que, al mezclarse, los picos de los ácidas se introducían en los agujeros de las bases, quedando neutralizadas ambas sustancias de este modo.

Tablas de afinidades
En el siglo XVIII se empezaron a crear tablas de afinidades, como la de Etienne François Geoffroy, sobre estas líneas. Se trata de una “tabla cualitativa de las diferentes relaciones químicas empíricas entre diversas sustancias” que contiene 16 columnas, una por cada sustancia, representadas por sus símbolos medievales. Geoffroy explicaba que “se observan ciertas relaciones que hacen que los cuerpos se unan fuertemente los unos con los otros…”.
Más tarde empezaron a proliferar nuevas tablas. La de Jean Grosse tenía 19 columnas; la de Christlieb Ehregot Gellert, 28; la de Jean Philippe Limbourg (1758) con 33, la de Antoine François de Fourcroy, 36…
Y cuando los conocimientos se fueron ampliando, se fue haciendo más complejo el concepto de afinidad. Así, a mediados del siglo XVIII se distinguía entre la afinidad simple entre dos sustancias y la compleja, entre tres o más; o se hablaba de la necesidad de varios juegos de tablas, una para la vía seca, otro para la húmeda y otras para las reacciones “forzadas por el fuego”.
El insigne químico francés Antoine Lavoisier, ya a finales del siglo XVIII, construyó una tabla de acidez basada en la afinidad de 25 sustancias con el oxígeno. También se refería a las combinaciones (afinidades) del nitrógeno, hidrógeno, azufre, fósforo, carbón con otros compuestos, considerando incluso la influencia de la temperatura y de la concentración de las disoluciones.
Las tablas eran inicialmente cualitativas, pero Carl Friederich Wenzel y Richard Kirwan introdujeron la idea de que era necesario considerar también el aspecto cuantitativo. Otros distinguieron entre afinidad química y física (como cuando dos gotas de mercurio si están suficientemente próximas se unen). Y todavía en el siglo XIX químicos muy destacados como Humphry Davy y Jöns Jakob Berzelius utilizaban el concepto de las afinidades.
La siguiente figura refleja la evolución de las tablas de afinidades con un ejemplo de dos tablas separadas un siglo. A la izquierda, la tabla de “Atracciones electivas únicas” que figura en una disertación de Torbern Bergman de 1785; a la derecha, la “Tabla del principio oxigenado” de Lavoisier que aparece en un ensayo de Richard Kirwan de 1789.

Fuentes
- J. E. Cluskey. J. Chem. Educ. 28 (1951) 536-8. DOI: 10.1021/ed028p536
- G. A. Salas-Banuet et al. DYNA 81 (2014) 225-32. DOI: 10.15446/dyna.v81n184.43132.