A mi amigo lo llamaré Teofrasto porque poco después de conocerlo supe de su gran afición a pensar paseando, como dicen que hacía aquel filósofo peripatético griego del mismo nombre. Lo conocí en el madrileño parque del Retiro. Frecuento mucho el lugar y desde hacía tiempo me había llamado la atención aquel paseante siempre solitario y con una medio sonrisa en el rostro que yo no sabía si era un rasgo propio de su fisonomía o un modo de saludar a las personas con las que se cruzaba.
Un día lo vi sentado en uno de los bancos de una glorieta que tiene un pequeño estanque en cuyo centro se alza un pedestal de mármol y piedra que sirve de soporte a la estatua ecuestre de un militar. El caballo ladea la cabeza con aire cansado; el jinete es un general de la guerra de África (según reza una inscripción fijada en el pedestal) que otea el horizonte desde un promontorio.
Había intercambiado con Teofrasto un escueto saludo al sentarme en el banco, pero algo dentro de mí me empujaba a entablar una conversación. La inicié con la excusa de la llegada de una paloma que se posó sobre el ros del aguerrido soldado. Esta circunstancia me animó a volverme hacia mi compañero de banco, señalarle la paloma y decirle:
–Curioso… El símbolo de la paz encaramado sobre un símbolo de la guerra.
Me miró sonriendo y asintió varias veces con la cabeza, de forma pausada. A los pocos segundos me respondió:
–Yo personalmente preferiría que esa estatua fuese simplemente la del símbolo de la paz. A los seres humanos nos encanta rendirnos culto a nosotros mismos. Este parque y otros están llenos de estatuas de personas. En cambio, pocas conozco de animales. En este monumento hay un caballo, sí, pero no creo que el escultor deseara precisamente homenajear al caballo como animal que tanto ha ayudado al género humano, sino que lo puso ahí para realzar la figura del militar.
–¿Homenajear al caballo? –pregunté, pues aunque, si lo hubiera pensado con calma, no me habría rebelado en absoluto contra tal propuesta, en el contexto en el que estábamos me resultaba ridículo dar el protagonismo al animal y no a la persona que lo montaba.
–Sí, al caballo. O a la paloma, a la gallina, al conejillo de Indias… Hemos arrebatado tantas vidas de conejillos de Indias para salvar las nuestras que bien merecerían estos animalitos una estatua en este o en otros parques. De hecho, sé que hay alguna que otra en algún lugar o lugares del mundo, pero dudo mucho que las estatuas de conejillos de Indias o de animales en general representen un número significativo en comparación con las de personas.
Me empecé a dar cuenta de que la muralla del castillo de mis convicciones propias, conscientes o inconscientes, estaba corriendo el riesgo de verse socavada por dos flancos al mismo tiempo: uno, el de mi conformidad con la sociedad en general de que levantar estatuas a seres humanos es algo bueno y encomiable; otro, el de la persuasión humana de que las demás especies deben estar a nuestro servicio. Decidí empezar a defender el primer flanco.
–Bueno, concedo que a lo mejor no deberíamos erigir estatuas a militares, pero ¿y a científicos, médicos, premios Nobel de la Paz…?
No esperó ni un segundo para darme su respuesta en forma de un discurso que salió de sus labios pausadamente (según Teofrasto acostumbraba a producirse), pero de corrido e incluso de una manera tan bien organizada que denotaba lo que tiempo después, conforme iba conociéndolo, entendí que era el resultado de una intensa dedicación durante gran parte de sus más de 60 años de vida a pensar y a consolidar un sistema de firmes ideas y criterios propios.
–Ni siquiera a esas personas les levantaría yo monumentos. Por muchas razones. Primero, por sanidad mental de la humanidad. Las personas necesitamos dejar de vernos como el centro de todo; mantener las estatuas de personas dificultará abandonar esa idea. Segundo, porque la mayoría de las personas ilustres ya han merecido suficientes reconocimientos o han dejado huellas que perdurarán por siempre. Por ejemplo, han escrito un libro mayoritariamente elogiado, han recibido un premio… Tercero, porque permitir la erección de estatuas a personas que consideramos que “realmente lo merecen” y denegar este privilegio a otras, siempre será fuente de discrepancias e incluso de conflictos, ya que habrá personas en desacuerdo con la elección. Una prueba de ello es que a veces aparecen algunas estatuas pintarrajeadas e incluso derribadas. Cuarto, porque todos somos héroes. No digo que no se puedan considerar excepciones, pero, en general, estoy convencido de que cada persona gestiona su vida lo mejor que puede con los medios de los que la naturaleza la ha dotado. ¿Por qué es más meritoria la vida de un científico que ha hecho un gran descubrimiento que la de una madre que saca adelante la vida de su hijo con síndrome de Down, derrochando cada día paciencia y amor, sufriendo lo indecible, sin apenas recibir ni una palmada de ánimo o piedad?
Me quedé callado y pensativo un rato. Luego hice un nuevo intento de consolidar mi muralla.
–Quizá se podrían levantar monumentos con motivos más genéricos. Por ejemplo… “A las madres”.
Replicó enseguida:
–¿Y qué pasará con las mujeres que no son madres, que lo han deseado intensamente y por alguna razón no lo han conseguido? ¿Va a paliar su frustración contemplar el bonito monumento de la madre con su bebé en brazos al que mira con ternura? Todo monumento a cualquier persona puede constituir un agravio para otras.
–Bueno, pero su parte positiva tendrán las estatuas… Si un matrimonio pasea con sus hijos por el parque y se detienen ante la estatua del científico y encomian su vida y su ejemplo para aleccionar a los pequeños, ¿no habrá sido este un buen resultado de que en el parque se haya erigido tal monumento? Es probable que esa pequeña experiencia sea el desencadenante de que uno de los hijos se decida por estudiar ciencias y en el futuro descubra algo que mejore la vida de los demás… ¡E incluso la de los animales!
De nuevo, me dio una réplica inmediata.
–Indudablemente. Pero en mi forma de ver las cosas, por cada efecto positivo que la estatua del científico provoque es posible que genere muchos más negativos. Te pongo un solo ejemplo: también podría ocurrir que llegara al monumento una segunda familia con un hijo al que se le esté reprendiendo continuamente por no estar sacando buenas notas en el colegio y al que se le ponga como ejemplo el científico no con la intención de aleccionar al muchacho o muchacha, sino de hacerle ver lo lejos que está de llegar a la altura que alcanzó ese prohombre y, de paso, lo lejos que está de tener también una estatua en el Retiro… Porque no me negarás que es bastante habitual que a mucha gente se le reproche no haber alcanzado la altura de algunos semejantes. Vuelvo a decirlo: visto en conjunto, homenajear con estatuas (o de otros modos) a personas creo que no es positivo en términos generales. Ni que decir tiene, puedo estar equivocándome, pero es lo que pienso, lo que intuyo.
–¡Pues yo pienso que sí es positivo! –respondí repentina y estúpidamente mientras fui capaz de captar un pensamiento fugaz que atravesó mi mente. Fue el de que había llegado a mi vida el momento en que inexorablemente mi cuerpo iba a iniciar una muda de piel, como la de los reptiles, porque pronto mi alma) no cabría en ella.
La respuesta de Teofrasto a mi exabrupto se limitó a una sonrisa en los labios en la que adiviné ternura, pero no pronunció ninguna palabra. Yo estaba incómodo y enseguida me despedí torpemente no sin experimentar una convicción intuitiva: si volvía mañana, pasado mañana o días más tarde a la misma hora me lo iba a encontrar sentado en el mismo banco…