Escribo en un lugar en el que hay un espejo frente a mí. Cuando miro hacia el espejo veo, naturalmente, mi figura reflejada en él. Giro la cabeza a un lado y mi imagen en el espejo la gira hacia el lado que prevén las leyes de la óptica. Le saco la lengua a mi imagen y ya mi imagen me ha devuelto la burla. Decido lanzarle una bolita de papel y, cuando lo hago, de la mano de la imagen ya ha salido otra bolita. Ambas impactan y cada una cae a un lado del espejo…
Pienso en el fenómeno mientras miro mi figura y se diría que mi figura piensa también en el fenómeno, a juzgar por la mueca que hace, que es la misma que hago yo –me muerdo el labio inferior– cuando pienso.
No puedo ver desde aquí la pantalla del ordenador del espejo, pero elucubro con la posibilidad de que exista y de que por ella también estén desfilando en este momento letras y palabras que plasman el fluir de “su” pensamiento… ¿O es el mío?
Me levanto de la mesa para dirigirme hacia la ventana, donde tengo mis jazmines. Observo que “él” también se incorpora, pero dejo de ver su figura en cuanto salgo del campo visual que el espejo refleja. Cojo una flor, vuelvo a mi mesa, me siento, y cuando levanto la cabeza compruebo en el espejo lo que obviamente esperaba: que “él” también tiene una flor de jazmín en la mano. Pero me asalta la inquietud de que cuando entorna los ojos como hago yo, también disfruta de tan agradable aroma…
Entonces empieza a cobrar forma en mi magín una especulación turbadora: cuando dentro de un momento me meta en la cama y deje que se me clave una vez más el recuerdo de ella, cuando me torture de nuevo el sentimiento de culpa de haberla dejado escapar, cuando el deseo de su cuerpo y de su alma me arranque la más amarga queja, ¿paliará mi pena la recién nacida persuasión de que ya no soy el hombre más desgraciado del mundo, de que en algún lugar, al otro lado del espejo, otro ser está sufriendo exactamente igual que yo?

