sábado, 20 diciembre 2025

Reflexiones sobre el surgimiento de la ciencia y la escritura (Mesopotamia y Egipto)

            Evidentemente, la protociencia mesopotámica y egipcia y la ciencia actual en poco se parecen; primero, ni siquiera cabe comparar los acervos respectivos de conceptos, experimentos, teorías, etc., de ambas civilizaciones, mutuamente incomensurables; segundo, el pensamiento científico del siglo en que vivimos es cualitativamente muy distinto al del hombre de antes de nuestra era.

El mesopotámico, por ejemplo, entendía la existencia de regularidades (en la agricultura, la astronomía, etc.) como una consecuencia de otras periodicidades que afectaban a entidades superiores (Oppenheim); el contemporáneo las ve más bien como la manifestación de unas leyes que le atañen directamente. Valga la siguiente comparación: nuestro antepasado es como el animal que ayuda al campesino en sus tareas agrícolas. La bestia intuye la regularidad de su vida como un producto de la de su amo. Éste (el hombre actual) reconoce que debe salir a trabajar regularmente, ya que si no come, se muere; él se considera directamente supeditado a una ley universal. (Proyectando el símil hacia el futuro, podemos preguntarnos si nuestros herederos considerarán que las leyes universales se pueden alterar, que se puede vivir sin comer.)

El hombre actual tiene fe en la ciencia; cree que sus predicciones se cumplen, que las regularidades y patrones se comprenden (o lo que es más importante, son susceptibles de entenderse), por más que siempre en la mente humana quede abierto un resquicio a lo mágico (se valora la astronomía, pero la astrología seduce).

Por qué avanza la ciencia. Acumulación

Aunque la distancia entre la ciencia y el pensamiento científico antiguo y moderno es patente, no es menos cierto, creemos, que las formas actuales proceden de las antiguas por acumulación, evolución interna e interacciones con otras manifestaciones del comportamiento humano.

La ciencia se ha construido y se sigue construyendo a base de una acumulación de observaciones, datos, conceptos, teorías, contrastaciones, paradigmas. Es un fenómeno de acrecencia. En determinados momentos, una mente especialmente lúcida inspecciona el abultado conjunto, o un subconjunto que ha alcanzado una masa crítica; columbra un destello de unidad, de síntesis, y crea una nueva teoría que a su vez genera nuevos acúmulos de conceptos, experiencias, datos. (En otros periodos, el acervo puede estabilizarse, e incluso menguar, porque algunos de sus elementos se revela inútil o por razones más complejas.) Todo científico utiliza resultados anteriores, y algunos logran agregar, haciéndolo encajar, un grano de arena más en el fondo común. Cada proceso abarcador supone subir un nuevo escalón, alcanzar una nueva dimensión que permite dominar las etapas anteriores.

Pero, lógicamente, la ciencia es algo más que esto. La propia acumulación de elementos genera una constatación de regularidades que a su vez destila en nosotros la confianza o certeza de que dichas regularidades existen realmente, de que no son un espejismo; de que el mundo es comprensible, razonable. Una hecatombe que destruyera nuestro acervo científico material e incluso hiciera desaparecer a los hombres que guardan en su memoria conocimientos relativos a las distintas disciplinas probablemente no alteraría sustancialmente la mentalidad científica que nos caracteriza, de manera que recuperaríamos pronto parte de lo perdido. Nos diferencian del hombre egipcio y mesopotámico muchas concepciones intelectuales sobre el mundo que han sido generadas por la ciencia.

Evolución interna

Además de por acumulación, la ciencia avanza por evolución interna, al irse depurando los procedimientos prácticos, generándose nuevas teorías a partir de otras más primitivas que han entrado en liza dialéctica entre sí, o por ir cambiando las mentalidades de los científicos según van obteniendo nuevas evidencias sobre la estructura de la realidad. Los mesopotámicos y egipcios tenían conocimientos matemáticos no comparables con los del hombre moderno no porque fueran intelectualmente inferiores, sino, entre otras razones, porque empleaban métodos abstrusos para resolver problemas. Con el tiempo, los toscos algoritmos primitivos se van refinando por evolución en el sentido darwiniano: se imponen los más capaces para resolver problemas. Los babilonios, por ejemplo, solucionaban las ecuaciones de segundo grado por el engorroso método geométrico (Van Der Waerden) y los egipcios se veían obligados a emplear la aproximación de Herón para solucionar raíces porque no disponían de un procedimiento mejor (Gillings).

Evolución paralela a factores externos

La Ciencia también evoluciona paralelamente a factores externos, viéndose influenciada por éstos e influenciándolos a un tiempo. Se ha hecho un gran esfuerzo por descubrir qué entidades “externas” a la ciencia han determinado su desarrollo. En nuestra opinión, no se pueden aislar “factores” para analizar cómo unos afectan a otros. Crear instituciones de cierto cariz, dotarse de leyes de cualquier naturaleza, albergar determinadas creencias religiosas y apreciar o no la competencia de la ciencia para explicar el mundo son características de las civilizaciones y los pueblos que están necesariamente interrelacionadas y surgen más o menos sincrónicamente.

Así, una institución determinada puede contribuir a desarrollar la ciencia, pero la institución la crean hombres que aprecian la ciencia, o al menos la valoran; un gobierno puede aceptar y proteger la existencia de un pensamiento científico porque le es de utilidad y porque los hombres que forman ese gobierno comparten en mayor o menor grado esa mentalidad. Una religión y una ciencia conviven porque no hay incompatibilidad esencial: la gente usa las ventajas de la ciencia y al mismo tiempo practica sus propios ritos. Todos los factores, pues, evolucionan juntos y se refuerzan mutuamente: si la civilización en cuestión cree en la ciencia, crea instituciones que la protegen, se dota de gobiernos procientíficos, tiene creencias compatibles, etc.

La ciencia surge, pues, a la par que determinadas formas de pensar y de comportarse del ser humano, y o bien se desarrolla con estas formas o no se desarrollan ni éstas ni la ciencia, sino otras actitudes. ¿Por qué en una civilización prospera la ciencia más que en otras? Antes de tratar de contestar a esta pregunta, formulémonos estas otras que quizá nos ayuden a encontrar la respuesta a la primera: ¿por qué unos hombres disfrutamos practicando la investigación científica y otros lo hacemos más en el terreno de las letras y las humanidades?; si pusieran juntos a todos los hombres que estudian ciencias en un país y a todos los literatos en otro, ¿surgirían en el primero gobiernos e instituciones procientíficas y en el segundo más favorables a la especulación pura?, ¿las creencias religiosas en uno y otro país, serían acordes con las demás manifestaciones?

Postularemos que parte de la causa de que la ciencia encuentre o no un buen caldo de cultivo en una civilización determinada está en la forma de ser (y hasta en los gustos) de los hombres y mujeres que la forman. ¿Por qué entonces decae la ciencia en algunos lugares y civilizaciones despues de haber florecido? Volvamos a contestar con otras preguntas: ¿no experimentó Pascal un cambio de mentalidad brusco en este sentido?, ¿no es más briosa la “fe científica” en los jóvenes que en los ancianos? Por lo tanto, ¿no puede sobrevenir a una época “científica” otra de escepticismo en una civilización dada (que, por otra parte, ya no será la misma civilización? Al mismo tiempo, las manifestaciones sociales afines, ¿no acompañarán a la ciencia en su declive como lo hicieron en su ascenso?

Creemos que no hay causas claramente reconocibles que favorezcan la ciencia, sino que todas esas causas-efectos van juntas, como un tren que lleva dentro de sí, y por lo tanto mueve, a la locomotora que lo mueve a él. Pensamos que más que aislar factores y estudiar cómo influyen en la ciencia habría que estudiar qué formas de comportamiento humano medran sincrónicamente con la ciencia. Más abajo reflexionamos en este sentido sobre el caso de Mesopotamia.

El surgimiento de la ciencia

¿Cómo y por qué surge la ciencia? Probablemente, el hombre repara en la existencia de regularidades, y trata de prever las siguientes, tanto si son dañinas, para ponerse a salvo, como favorables. Además, la práctica de observaciones constantes y minuciosas le otorga un saber útil, por ejemplo para curar enfermedades o para fabricar el mejor metal. Constata que la ciencia le produce más beneficios que perjuicios, y que mejora su calidad de vida. Por otra parte, el poder predecir con éxito la aparición del siguiente ciclo, como la crecida del Nilo, o medir la altura de una pirámide con sólo conocer el largo de una estaca y de las sombras de estaca y pirámide, o saber deslindar exactamente una finca para repartirla equitativamente entre herederos, por citar algunos ejemplos, otorgan al “científico” solvencia social; éste se gana la confianza de sus semejantes y asimismo sus actividades son valoradas. La guerra también favorece a la ciencia (el pueblo que supo desentrañar los secretos de la siderugia gana las batallas a los atrasados que usan armas de bronce, lo que espoleará la mente de éstos últimos).

Hay razones más espirituales o metafísicas que pueden haber propiciado el desarrollo de la ciencia. El hombre tiene la necesidad intelectual de aprehender el mundo, y a falta de otro campo más elevado donde poder dirigir sus pesquisas, investiga lo que tiene alrededor. Y el sufrimiento y la búsqueda del confort también mueven a la investigación. Incluso el ocio. Y también puede haber razones puramente lúdicas.

Pero, estudiar por qué progresa la ciencia per se no puede conducir a una respuesta definitiva, y tampoco tratando de aislar factores y considerar sus influencias sobre la ciencia. Como decíamos más arriba, creemos que más bien hay que estudiar por qué ese tren de manifestaciones humanas, en el que viajan ciertas formas de leyes, instituciones, gobiernos, creencias, economías, etc., junto con la ciencia, progresa en su avance en determinadas civilizaciones, y sin embargo en otras el tren que realmente marcha es el constituido por otro tipo de instituciones, formas de pensar el mundo, leyes, religiones, etc., no compatibles con la ciencia.

Cada pueblo tiene sus principios, naturales o aprendidos, y sus inclinaciones, y adopta una actitud ante la vida. Algunos testigos de Jehová se dejan morir antes que admitir una transfusión, y renuncian a hacer el servicio militar, mientras que otras personas aman el ejército y son felices prolongando un día más la vida por cualquier medio. Todos actuamos buscando la felicidad, huyendo del sufrimiento (algunos, al menos, tienden a asegurarse, por la vía del cumplimiento de ciertos preceptos, una vida futura feliz en la que creen). O simplemente perseguimos vivir cómodos. Si investigando la naturaleza se podían hacer armas que combatieran a las fieras, eso era bueno y había que continuarlo. Simplemente. De ese modo, algunos pueblos emprenden el camino de la ciencia, como los babilonios.

En realidad, como exponíamos más arriba, el sendero de la ciencia es el mismo que el de otras formas de comportamiento, o van paralelos. La ciencia acarrea (como la locomotora del ejemplo) el progreso de otros aspectos de la vida del hombre que a su vez favorecen el florecimiento científico: se organizan las ciudades, se regulan las actividades agrícolas, aumentan los productos de las artes y la técnica que hacen la vida más sencilla. Disminuye así la competencia por las necesidades más primarias, y ceden los niveles de tensión en este sentido. Aumenta el ocio y la posibilidad de hacer más ciencia. Se reparte el trabajo, e incluso se admite y valora el trabajo específico del “científico”. (Más abajo, al considerar la aparición de la escritura, comentamos cómo nuevas formas de economía e instrumentos más potentes de hacer ciencia aparecen de la mano.) Todo ello, al tiempo, provoca nuevas formas de pensar.

La ciencia del hombre antiguo y la actual

La mentalidad “científica” del hombre mesopotámico y egipcio es, desde luego, cuantitativa y cualitativamente muy distinta a la nuestra, a pesar de que las capacidades intelectuales objetivas no pueden haber cambiado en tan poco tiempo. Pero eran pueblos que apreciaban la ciencia. Ahora bien, los babilonios, por ejemplo, no disponían de la idea de un cosmos ordenado, no diferenciaban claramente magia de ciencia –la fabricación de vidrio se acompañaba de conjuros para obtener buenos resultados­ (Oppenheim)–, y tampoco llegaron a vislumbrar el sentido de “ley física” (Bottéro).

El hombre actual, al menos el occidental, mantiene una fe casi ciega en la ciencia, en el sentido en que cree en la ley de la causalidad y en que el universo es susceptible de ser explicado. Su sociedad protege a la ciencia y la enseña, creando los marcos y contextos adecuados para auspiciarla y difundirla. (Evidentemente, una sociedad que no confiara en la ciencia no la beneficiaría.) En el seno de la sociedad se ha creado un “hábito” de hacer ciencia. El hombre mesopotámico creía también en la existencia de causas, pero generadas por dioses y por tanto generadoras de efectos arbitrarios (estos dioses, en realidad, son imágenes magnificadas del hombre).

La idea de la ciencia, pues, ha ido cambiando paulatinamente. Los pueblos antiguos comprueban que pueden explicar algunos fenómenos, pero sus causas son los dioses; los hombres están sujetos a sus dictados, y lo mismo que hoy el sol se levanta de una forma, mañana podría hacerlo de otra (es su albedrío). Ese hombre se considera hijo (receptor) del dictamen de los dioses. Por eso, los papiros científicos, con raras excepciones, no están firmados (Clagett). Más tarde, el hombre entiende que las leyes son inmutables, y se atiene a ellas. La relación con esas leyes es más bien de hermandad. Finalmente, cada vez más, a muchos descubridores se les llama “padres” de tal o cual teoría (e incluso ley), lo que es muy significativo de la forma de pensar actual.

Cada vez se tiene más fe en la ciencia como si fuera una religión. ¿Lo es?

La escritura: una herramienta para el desarrollo de la ciencia

Según se propuso más arriba, la ciencia progresa, entre otras razones, por acrecencia. Pero para acumular datos (y teorías, interpretaciones, etc.) se requiere de apoyos externos a la mente humana. Quizá el primer instrumento poderoso usado por el hombre en este sentido es la escritura, que permite representar con símbolos la realidad observada.

A un científico la escritura no sólo le sirve para almacenar datos y teorías que trascenderán el espacio y el tiempo y servirán a otros colegas, sino que le permite “extender” su cerebro hacia un banco de memoria externo (tablillas, papiro, papel) donde anotar resultados parciales, apuntes de interés, etc. Es impensable, por ejemplo, resolver una simple raíz cuadrada sin la ayuda de la escritura; y menos aún desarrollar una teoría geométrica más o menos compleja. Es difícil seguir una argumentación sin liberar a la mente de las operaciones intermedias y de los resultados parciales, que se confían al soporte externo. Esto no quiere decir que no se pueda acceder a determinados campos científicos sin escribir, o incluso sin leer: un ciego o un paralítico cerebral (que por otra parte utilizan también la escritura, aunque por otros métodos) pueden hacer ciencia, pero más del tipo especulativo. Resolver operaciones matemáticas requiere de la escritura. La ayuda que esta herramienta prestó a los primeros desarrollos de la ciencia puede parangonarse a la que actualmente están brindando los ordenadores.

Escribir, además, cambia la naturaleza de la representación del mundo (Goody) y revoluciona la forma de pensar. La demostración del teorema de Pitágoras, por ejemplo, sólo pudo venir de la escritura de símbolos (figuras geométricas, en este caso); el proceso condujo al mismo tiempo al potente concepto en el desarrollo de las matemáticas de la inconmensurabilidad.

Dado que con la escritura se persigue una representación simbólica de la realidad, la más o menos acertada elección de los signos determina la utilidad de la abstracción que se está haciendo. Es decir, hay escrituras más favorecedoras del desarrollo de la ciencia que otras porque recogen mejor nuestra estructura lógica de pensamiento, de la misma manera que, en el mundo de la informática, hay sistemas operativos (lenguajes) mediante los cuales podemos “escribir” en la máquina nuestras órdenes con cierta facilidad, mientras que otros resultan completamente herméticos en este sentido.

Al mismo tiempo, la forma de disponer los signos sobre la tablilla, el papiro o el papel es determinante. Así, en las listas, la ordenación de elementos de sendos conjuntos en columnas supone establecer aplicaciones biyectivas. Otro forma de desplegar las palabras en el papel conduciría a asociaciones diferentes (Raimundo Lulio, por ejemplo, disponía los conceptos en círculos concéntricos girables unos respecto a otros, enfrentándose así combinacionalmente unas palabras con otras y generando nuevas ideas). Listar palabras relacionadas con la naturaleza es una forma, siquiera primitiva, de hacer ciencia, porque supone clasificar y anima a indagar. Así, usando un ejemplo que propone Goody, si se están haciendo listas de elementos que proceden del cielo y de la tierra, ubicar “rocío” exige investigar de dónde procede esa humedad matutina, si de la flor (de la tierra), por destilación, o del cielo, por condensación. A los escolares, en sus primeros años, también se les pide continuamente que hagan listas.

La necesidad de escribir

¿Por qué nace la escritura? Si bien desde tiempos remotos el hombre expresaba sus sentimientos “por escrito” pintando animales sobre piedra, la escritura propiamente dicha surge en torno al 3200 a. C., y las primeras tablillas son inscripciones cifradas de movimientos de bienes (Bottéro). Es decir, su nacimiento puede responder a necesidades de organización administrativa y económica de los templos y los estados. El instrumento se revela poco más tarde útil también para “hacer ciencia”.

Parece que los babilonios pasan de un sistema económico en el que las personas  brindan continuamente favores a los demás precisamente para tener luego derecho a la reciprocidad (Bottéro), método basado en la confianza mutua y que no exige certificación especial del deber contraído, a otro parecido al actual: las deudas se inscriben en tablillas para que no se olviden y se puedan ejecutar. A medida que mejora el bienestar, las posesiones de los hombres, éstos se vuelven más celosos de ellas y deciden confiar a soportes indelebles las estadísticas de sus bienes o de sus operaciones de venta, préstamos, etc. En estas condiciones, sincrónicamente, es cuando se desarrolla una forma de explicar el mundo más científica, menos religiosa. En la línea de la hipótesis que formulábamos más arriba, los factores de cambio económico y social y el del pensamiento científico creemos que van en el mismo tren (junto a otros generados al mismo tiempo, como cierto tipo de estado, religión, ley, etc., compatibles; no hay que olvidar que la Revolución Científica también va acompañada por factores de este tipo). Los egipcios, por ejemplo, al convertirse en estado altamente organizado y eficiente, requieren de medidas del tiempo exactas, por lo que inventan el reloj de agua y contruyen un año civil regular (Parker), todo lo cual refuerza un estado de este tipo y sus instituciones.

Es significativo, pues, que la ciencia use pronto un instrumento poderosísimo para su desarrollo que en sus inicios está relacionado con nuevas formas de economía: la escritura. Ésta se ha presentado a veces como un avance importantísimo respecto a la enseñanza por tradición oral. Bottéro establece una larga lista de ventajas de la escritura frente a la expresión oral. “Ninguna cultura de tradición oral logró jamás, hasta ahora, desarrollar una ‘ciencia’ verdadera; los saberes de alto nivel derivan todos de medios dotados de escritura y capaces, gracias a ella, de construir sistemas de conocimiento amplios, precisos, controlados y sistematizados […]”, afirma, con razón. Oralidad y ciencia parece que no van en el mismo tren, y por lo tanto tampoco la tradición oral marcha junto a los nuevos modelos económicos. Así, ya no se usa el acuerdo verbal para cerrar tratos, ni siquiera en economías socialistas (quizá algo más en sociedades “acientíficas”); y la incompatibilidad con la oralidad es mayor cuanto más “cientifista” es un estado y sus instituciones.

Bibliografía

  • M. Clagett, Ancient Egyptian Sicence, Filadelfia: American Philosophical Society, 1989
  • R. A. Parker, “Egyptian Astronomy, ASTROLOGY, AND Calendrical Reckoning”, en C. C. Gillispie, Dictionary of Scientific Biography, Nueva York: Charles Scribner’s Sons (1970) 1981; vols. XV-XVI: 706-727
  • R. J. Gillings, “Egyptian Astronomy, ASTROLOGY, AND Calendrical Reckoning”, en C. C. Gillispie, Dictionary of Scientific Biography, Nueva York: Charles Scribner’s Sons (1970) 1981; vols. XV-XVI: 681-705
  • B. L. Van der Waerden, “Egyptian Astronomy, ASTROLOGY, AND Calendrical Reckoning”, en C. C. Gillispie, Dictionary of Scientific Biography, Nueva York: Charles Scribner’s Sons (1970) 1981; vols. XV-XVI: 667-681
  • A. L. Oppenheim, “Egyptian Astronomy, ASTROLOGY, AND Calendrical Reckoning”, en C. C. Gillispie, Dictionary of Scientific Biography, Nueva York: Charles Scribner’s Sons (1970) 1981; vols. XV-XVI: 634-666
  • J. Goody, La domesticación del pensamiento salvaje, Madrid: Akal, 1985
  • J. Bottéro, “La escritura y la formación de la inteligencia en la antigua Mesopotamia”, en J. Bottéro et al, Cultura, pensamiento, escritura, Barcelona: Gedisa, 1995, págs. 9-43

5 febrero 1999

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