La ruptura con mi novia, Enma, me proyectó hacia un estado de euforia. El suceso me había demostrado que podía pasar sin ella, algo que, la verdad, nunca hubiera imaginado. Pero la cataplasma que mi propio orgullo me aplicó pronto dejó de surtir efecto y a los pocos días, pasado el calentón, el mundo empezó a venírseme abajo. La herida sentimental, que era de considerables proporciones, empezó a dolerme una vez enfriada. Sentí un gran vacío en el alma y también, todo hay que decirlo, en el estómago. Y no es metáfora, porque Enma era quien me lo rellenaba cada mes, ya que era mi jefa. Me tenía empleado en su propia empresa, una agencia de viajes que había fundado. ¡Enma siempre tan emprendedora! De hecho, nuestros problemas venían de su excesivo empuje que choca con mi carácter, un punto indolente y pasivo. Eso le pone los nervios a flor de piel. Argumentaba que si nos queríamos casar –¡madre mía, qué verbo tan fatídico!‑‑ tendríamos que tener dos negocios para sacar adelante a la numerosa prole que deseaba. Un día su neura subió hasta tal grado que logró sacarme de quicio. Y sobrevino la separación.
Me fui a vivir a otro piso y me puse a buscar trabajo inmediatamente. Pero la cosa laboral estaba peor de lo que pensaba. Debo reconocer que inicialmente puse el listón muy alto, buscando sólo empleos de mesa y silla. Y cuando me vi obligado a bajar mis pretensiones, ¡maldición!, tampoco subieron las posibilidades de encontrar empleo. No sé por qué. A perro flaco todo se le vuelven pulgas, dicen. La sombra de la frustración y el miedo a la indigencia (una vieja conocida mía) cuando se ciernen sobre uno parece que te oscurecen de tal modo a los ojos de los demás que nadie te presta ayuda. Llegué a verme incapaz de hacer frente al alquiler del mes siguiente. Tuve que reducir los gastos al mínimo; cogía el periódico de las papeleras, compraba mezquinamente en el súper más deplorable y hasta hube de dejar de viajar en transporte público, lo que, por cierto, redundó positivamente en mi salud. La paloma que había salido por la ventana de la agencia de Enma se había metamorfoseado en una rata.
La debilidad física suele acarrear debilidad moral. Prueba de ello es que en mis tristes circunstancias estuve a punto de contestar alguno de los mensajes que Enma periódicamente me enviaba, ya fuera por teléfono o por correo electrónico, con la sana intención de que hiciéramos las paces. Yo valoraba su actitud, pero aunque ya me había tenido que tragar en amargas pildoritas gran parte de mi arrogancia y había bajado la testuz todo lo que el cuello da de sí, aún quedaba en mí un resto irreducible no de soberbia, sino de sensatez. No era aquel mi primer fracaso amoroso, y experiencias anteriores me aconsejaban no tratar de arreglar el entuerto volviendo con ella en las mismas condiciones que antes. No superado el problema de raíz, la herida volvería a abrirse justamente por el mismo sitio, de eso estaba seguro. Pasados los días de la dulce reconciliación, el primer agobio laboral la pondría de nuevo en el disparadero. Los seres humanos no cambiamos nuestro carácter fácilmente, y a medida que envejecemos vamos perdiendo flexibilidad. Un huevo no se pone en pie en una mesa, y eso siempre será así. La única manera de lograrlo está en modificar la superficie de la mesa. Yo me entiendo… Lo cierto es que me vi abocado a emprender una vergonzosa retirada; en la necesidad de volver con mis padres, al pueblo, no a buscar el reposo del guerrero, sino el de un vulgar escudero; a tratar de reponerme e intentar un nuevo asalto a la vida en la ciudad.
Un día antes de acometer este humillante proyecto, con las maletas ya hechas, iba mascando mi derrota por las calles cuando la vista se me quedó pegada a unos ojos seductores perfectamente incrustados en una cara preciosa, morenita, de labios carnosos que esbozaban una traviesa sonrisa. La chica inició una media vuelta para embocar en un local, demorando el giro de la cabeza respecto al del resto del cuerpo, lo que me permitió embelesarme con la observación en conjunto de sus perfecciones estáticas y dinámicas. El estado de hipnosis en que me puso la contemplación de quien al poco supe que respondía al nombre de Jenny quedó abruptamente cortado por el trompazo que me di contra la puerta de cristal, abierta hacia afuera, por la que ella acababa de penetrar. Al rebotar hacia atrás vi a dos palmos de mi dolorida nariz un letrero enorme que decía “se necesita dependiente”. No me pregunten por qué, pero supe que ese dependiente iba a ser yo. Y no me equivoqué.
Se trataba de una librería. Su propietario, que pronto se convirtió en mi jefe, era un tipo raro, ya bien entrado en años, de trato muy difícil. Marcial se llamaba. Tenía sus momentos de buen humor, pero inesperadamente le cambiaba el carácter. No sabías cómo tratarlo ni a qué atenerte. Al menos eso me ocurrió los primeros días, aunque pensé que era cosa de entender su psicología, virtud de la que puedo presumir. El librero era como uno de esos troncos de árbol aparentemente secos, ásperos al tacto, pero con ramas floridas que indudablemente hablan de la existencia de una médula interior que me dispuse a descubrir y a explotar en mi favor. Darwin estaría feliz porque yo estaba siendo una prueba de su teoría de adaptación al medio. Por otro lado, primero pensé que me trataba mal sólo a mí, pero no tardé en reparar que a los otros dos empleados, Loli y León, los vapuleaba aún más.
Sin embargo, con Jenny, que era la chica de la limpieza, no se atrevía, y no entendía yo por qué. No es que el viejo estuviera enamorado de ella, ni mucho menos. Pero por alguna razón extraña se cohibía ante ella y era incapaz de lanzarle las mismas puyas que a los demás o de reprocharle lo mal que, francamente, hacía su trabajo. Alguna vez vi al viejo exteriorizando su malestar por lo sucio que estaba un cenicero, pero nos lo decía a todos menos a Jenny. Como me gusta estudiar la conducta de las personas, disfrutaba yo observando aquella extraña relación en que los papeles de jefe y subordinado parecían cambiados. A estas alturas debo decir que estas virtudes de la personalidad de la chica estaban enmascarando otros defectillos a mis ojos, como su absoluta falta de interés por la literatura, que no conseguía despertarse ni tras años de convivencia cotidiana con los libros; para ella estos eran un objeto enojoso al que había que quitarle el polvo. En fin, que andaba yo cada día más bebiendo los vientos por ella y comencé un juego que me servía de vacuna contra la presión emocional que seguían ejerciendo los mensajes cibernéticos de Enma.
Jenny era la primera que llegaba a la librería, por las mañanas, para empezar a adecentarla. Yo me fui acostumbrado a entrar antes de lo establecido para estar a solas un rato con ella y requebrarla un poco. Una de las diversiones de los empleados era, por supuesto, cotillear sobre el jefe. Los tipos con mucha personalidad, al salirse del patrón común de los mortales, se prestan a ello. Hablando de él en cierta ocasión Jenny me dijo que le daba mucha penita por su enfermedad. Pues, ¿qué le pasaba? ¡Ah, ¿pero no lo sabía yo?! Pues que el viejo tenía un cáncer terrible y los médicos le habían dado ya billete para el otro barrio. Intrigado, sonsaqué información a Loli y me confirmó que el librero estaba muy, pero que muy enfermo. León también lo corroboró.
Me preocupó sumamente el asunto, pero debo confesar que no tanto por la salud del buen Marcial como por mi incierto futuro. (Así es la vida.) ¿Qué iba a ser de la librería? ¿Tendría este hombre herederos que pudieran mantener abierto el negocio? ¿Era el paro una amenaza inminente? ¿Habría yo, al final, de volver al pueblo ahora que había conseguido tomar de nuevo las riendas de mi vida?
Por unos días vi a mi jefe como un condenado, y espiaba en su rostro y en su comportamiento signos de que aquella sentencia de muerte ya estaba escrita. Sin embargo, aquel tipo duro no dejaba traslucir ninguna preocupación por un final inminente, por lo que empecé a pensar que todo era una paparrucha.
Una mañana, por primera vez en el tiempo que yo llevaba trabajando allí, Marcial no apareció por la librería sino a última hora. Pregunté a Loli si sabía la razón y esta avivó el fuego de mi duda informándome de que al viejo lo habían llamado al hospital para darle noticias nefastas sobre la evolución de su enfermedad. Me aseguraba mi compañera, convertida en doctora Marañón, que “se le habían producido metástasis”, diagnóstico que declaraba conocer por no sé qué conversación telefónica de la que había captado interesantes fragmentos. Bueno, pues con metástasis o sin ellas el hombre, cuando volvió, se mostró como siempre. Es más, me atrevería a decir que estaba más vivo que nunca, a juzgar por la lata que nos dio controlando nuestro trabajo, como tenía por costumbre. Efectivamente, vino al almacén a inspeccionar lo que hacíamos y a dar órdenes (léase molestar).
Concretamente, aquel día estábamos terminando León y yo de embalar un enorme pedido que nos había hecho una biblioteca hispanista de París. Estuve tres días en el sótano de la librería buscando cientos de libros, la mayoría descatalogados. Más de uno lo recuperé de debajo y detrás de las estanterías, con la cubierta tan llena de polvo que no se veía. Pues bien, estábamos, como digo, metiéndolos en cajas cuando llegó el jefe del hospital o de donde fuera y se puso a observar la tarea, como si se estuviera despidiendo de los libros. De pronto veo que se agacha ágilmente, pesca uno que ya dormía sobre otros en la caja, pone los ojos como platos, lo hojea someramente y me pregunta con cara un poco estúpida que de dónde había sacado ese libro. Le informé de mis aventuras bajo las estanterías pero él no me oía, alelado como estaba mirando alternativamente al libro y a la nada.
Estuvo un rato en esa actitud, por lo que me encogí de hombros y continué metiendo libros. El caso es que la caja estaba llena y procedía incluir la factura y cerrarla, pero como él seguía con el ejemplar en la mano y los ojos perdidos en vete a saber qué región del tiempo o del espacio, interpreté que le costaba deshacerse de aquella pieza de su librería. Le pregunté que si se lo quedaba o no, pues tenía que precintar el paquete. Me miró de nuevo como un badulaque y me lo alargó lentamente diciéndome: “nunca he defraudado a un cliente”. Jamás vi al viejo tan aturdido. Cogí el libro de sus manos, habiendo de hacer un poco de fuerza para conseguir desprenderlo de sus dedos, que lo aferraban, y lo puse sobre los demás. En ese momento pude ver de qué obra se trataba. Su título era “Extraño viaje hacia un lugar cierto”, por un tal Ernesto Wassermann, y lo publicaba una editorial de pintoresco nombre: La Fe Chilena, en 1961. Ilustraba la portada de ajado cartón una acuarela desteñida de una barca flotando en un río. Era muy delgado; no tendría más de 50 páginas. Tenía una esquina rota. Bajo la mirada del viejo, que contemplaba mis actos como los deudos observan al enterrador en sus labores de dar sepultura al difunto, puse sobre el libro la factura correspondiente, precinté la caja y la apilé junto a las otras que esperaban para ser despachadas. Sólo entonces el librero salió de la habitación.
Cuando terminé el embalaje fui a comunicárselo, pero me detuvo en la puerta la contemplación, a través del cristal, de un hombre diez años más viejo que se tapaba la cara con manos convulsas. Atónito, estuve a punto de entrar, pero me detuvo el vozarrón del camionero que venía a llevarse la mercancía. Empecé a ayudarlo a cargar. Transportaba yo una caja cuando una mano en mi hombro me hizo volverme. Era Marcial, que ya embutido en su abrigo y puesto su sombrero, se disponía a salir. En su rostro había huellas de sufrimiento. Me pidió que supervisara el envío de los paquetes y cuando salía por la puerta se volvió y me preguntó con voz delgada como un hilo “¿Va ese libro?”. Asentí temiendo que se arrepintiera y me obligara a buscarlo, siendo la hora que era de un sábado en que yo me encontraba especialmente cansado y deseaba irme a casa. Afortunadamente se limitó a bajar la cabeza tristemente y salió.
Una vez todas las cajas fuera, aunque algunas aún en la acera, cerré la librería y me despedí del transportista. Yo estaba agotado, y tenía además síntomas de un inminente resfriado, así que me embutí en el abrigo, me enrollé la bufanda y me fui calle arriba. A punto de llegar a la esquina oí tras de mí un golpe de un objeto pesado y una blasfemia del caminero tan horrorosa que escandalizaría al más ateo. No quise ni mirar. Que cada palo aguante su vela, pensé. Doblé con decisión la esquina y me sumergí en las multitudes de la avenida principal.
El lunes vine temprano, como de costumbre. Para mi sorpresa, Jenny no estaba. Me desconcertó el hecho, pero pensé que los virus estaban haciendo estragos. Encendí las luces, la calefacción, preparé el café, y oí los mensajes del contestador. Uno, en francés, anunciaba que los libros acababan de llegar. En ese momento entró el jefe. Le comuniqué la nueva, se limitó a asentir como solía y se metió en su despacho. Pensaba yo que nunca había visto a nadie tan inexpresivo cuando de pronto oigo… ¿sollozos? Sí… Me acerco de puntillas a la puerta de su oficina y veo la misma escena del sábado, pero corregida y aumentada. El viejo apoyaba la cabeza sobre los antebrazos, echado en la mesa. Lloraba o al menos hipaba. Loli, que acababa de llegar y estaba a mi espalda me tocó, me preguntó con la mirada y se dispuso a entrar para inquirir y dar consuelo si fuere necesario, pero la detuve. Sentía ajenamente la vergüenza que Marcial tenía de que lo vieran en ese estado. Quise respetar su dolor, aun desconociendo la causa.
Lo vigilamos hasta que comprobamos que recuperaba la compostura, pero no dejaba de preocuparnos. La mañana pasó entre inquietudes y zozobra de los empleados. La tesis era que el viejo había recibido noticias ciertas sobre el empeoramiento de su enfermedad y que eso lo había hundido. Se nos hizo larga y ominosa aquella jornada, y sólo empezamos a respirar normalmente cuando a las dos menos cinco, siguiendo su inveterada costumbre, el librero salió de su cubículo como si nada hubiera pasado y se despidió de nosotros hasta la tarde.
Iba a irme yo también cuando me dio por comprobar mi correo electrónico. Tras dos o tres semanas de mudez, había uno de Enma, más largo que de costumbre. Leí algunas frases e intuí que me decía cosas graves, tal vez desesperadas, así que lo mandé imprimir para leerlo más tarde tranquilamente. Cuando entré a recoger el papel al despacho del jefe –allí estaba la impresora en red– me llamó la atención un papelito amarillo de esos de notas, pegado al ordenador. Decía: “me gane la lotería boi a dejar de trabajar ya vendre a recoger la paga”. Me quedé turulato. Era un mensaje de Jenny. Así pues, Jenny… ahora… ¿era millonaria? Mi interés por ella subió varios puntos tan rápidamente como sube la leche cuando hierve.
Empecé a mirar para otro lado, soñador, y mi mirada se deslizó sola hacia un extremo de la mesa donde chocó contra un objeto que allí yacía. Era… ¡el libro! ¡El mismísimo libro! ¡El que había provocado dos días antes las extrañas reacciones del jefe! El que yo mismo metí en una caja que, lo juro, salió de la librería. No era una copia, sino exactamente el mismo; lo reconocí por su esquina rota y su pátina particular debida al tiempo, que era como su huella dactilar.
No sin cierto respeto lo tomé en mis manos, y, al abrirlo, de entre sus páginas cayó una hoja seca de violeta que aún pugnaba por manifestar su color y su aroma. Un espíritu de algo salió de aquellos papeles porque me dieron escalofríos. Dejé el ejemplar sobre la mesa con un temor supersticioso sobrevenido y me fui de allí.
Por la tarde el jefe no salió de su oficina. Lo espié varias veces tras el cristal y estaba serio, pensativo, pero tranquilo. A la hora de irnos aún permanecía dentro. Los otros empleados se fueron y yo decidí esperar prudencialmente unos minutos. Finalmente salió y se vino directamente a mí con el papel del correo de Enma en la mano que yo había dejado olvidado en la impresora. Me dijo: “vas dejando las cosas importantes por cualquier lado”. Me comunicó que muy posiblemente iba a estar fuera unas dos semanas, dentro de poco. “Tengo que dejar arreglado un asunto importante”. No pude resistir la curiosidad y le pregunté tímidamente “¿De la librería?”. “No, de mi vida”, respondió. Y, al parecer dispuesto a la confidencia, me dijo: “Al otro lado del charco; en Chile… Ojalá no sea tarde”. No me atreví a preguntar más.
Cuando ya iba a abandonar el local se detuvo de pronto, volvió sobre sus pasos, me puso una mano en el hombro con fuerza y me dijo una detrás de otra unas enigmáticas frases cuya conexión entre ellas no entendí pero que me emocionaron extraordinariamente: “Muchacho, la soberbia no te llevará a ninguna parte. Y puesto que eres listo y tienes un buen fondo, haz un esfuerzo ahora por aprender a interpretar tu destino. No pierdas el tiempo recorriendo caminos que no son el tuyo porque al final tendrás que desandarlos. Lo que no hagas a tiempo el tiempo te lo reclamará. Y si no sabes gobernar bien tu vida, al menos haz por merecerte que al final se te conceda una prórroga”. Anduvo hacia la puerta y desde allí apostilló: “A mí me han dado un poco más de tiempo”.
Me quedé un rato inmóvil. Después giré la cabeza hacia el despacho de Marcial y el deseo de entender algo me empujó a entrar. El libro seguía sobre la mesa. Lo abrí por una página al azar y de ella salieron de nuevo pétalos de violeta. Se me antojó que el ambiente volvía a enfriarse por un momento. Había una anotación escrita con letra picuda femenina. Decía, simplemente: “No me dejes sola en la nave. La travesía es dura”. Y un largo párrafo estaba subrayado. Casi me lo sé de memoria porque lo fotocopié y lo he leído muchas veces:
Vadeamos un ancho y caudaloso río. La niebla nos deja vislumbrar la orilla de la que salimos, pero es demasiado densa para saber siquiera donde está el otro margen. Algunos van en grandes embarcaciones; otros se aferran penosamente a troncos sueltos. La madera de las almadías tiene savia viva; es el espíritu de aquellos que, terminada su tarea, han merecido ya desprenderse del cuerpo, el cual dejamos a la deriva porque para nada nos sirve. Y con los vástagos que surgen cada primavera fabricamos nuevos botes, lanchas y canoas que nunca se hunden porque el agua los empuja siempre hacia arriba, milagrosamente. En ellos se embarcan los nuevos seres que van naciendo en nuestro seno, seres que son el tesoro más precioso y cuya existencia nos confirma la nuestra. Oímos llantos a menudo, pero acudimos prestos y nos consolamos mutuamente. Solemos ir pequeños grupos en la misma nave, aunque a veces alguno de nosotros reclama parte del maderamen y se pone a remar en solitario haciendo oídos sordos a las llamadas de quienes, por amor, le piden ser sus compañeros de singladura. Se nos pierden muchos de vista porque, quizá desesperanzados de tan larga travesía, emprenden derroteros fallidos. Eso nos retrasa, pero no nos detiene. Los esperamos hasta que vuelven; les damos tiempo hasta que reencuentran el rumbo. Porque está escrito que todos los que salieron o nacieron en la navegación han de desembarcar en la otra orilla.
Cerré el libro, y al depositarlo me llamó la atención un papel doblado en dos. Era un informe de hospital que decía algo así como que el proceso neoplásico que se había diagnosticado como irreversible se ha detenido por un inesperado e inexplicable por la ciencia médica fortalecimiento del sistema inmune del paciente, y bla, bla, bla.
Me fui a mi casa muy trastornado. Un torbellino de pensamientos y sentimientos me acometió. Recordé que aún no había leído el correo de Enma. Cuando lo saqué del bolsillo vi que estaba a él pegada la notita amarilla de Jenny, donde decía que le había tocado la lotería. En mi confusión en el despacho supongo que me lo guardé inadvertidamente. El caso es que noté que había una frase más en la que no había reparado. Decía: “Este libro lo encontre esta mañana tirado en la asera”. Sonriendo, lo hice una bolita y lo arrojé a la papelera.
El mensaje de Enma me emocionó. Había en él un sentimiento desgarrado de pérdida, de truncamiento de un proyecto, tan sincero, que me pareció una felonía no ponerle coto. Cogí el teléfono y con mi más firme decisión la llamé.

