Por más que el pensamiento matemático haya podido encontrar un concepto, el de límite, lógicamente fundado, que ahora, dos milenios y medio más tarde, explica por qué Aquiles alcanza a la tortuga o cómo una flecha puede completar el recorrido desde el arco al blanco, la mente humana sigue experimentando una inquietud, que a veces acaba en zozobra, cuando medita sobre lo infinitamente divisible, lo infinitesimal, o el infinito. Por más que no observemos fisuras aparentes en la lógica de Cantor que establece, entre otros asertos sorprendentes, que el conjunto de los números naturales tiene el mismo “número de elementos” (infinito) que el de sus cuadrados, es difícil dejar de decir, con Dedekind: “lo veo…, pero no lo veo”.
La rama del Análisis Matemático llamada Cálculo ha bregado durante al menos 25 siglos con conceptos tan escurridizos, lo que ha servido en ocasiones para espolear más a la mente en el afán humano de penetrar la idea de infinito. Y sin duda ha sido la herramienta teórica más poderosa para propiciar el desarrollo vertiginoso de la técnica que contemplamos.
Y todo ello, curiosamente, a pesar de que las bases lógicas del Cálculo no estuvieron convenientemente sustentadas hasta muy recientemente; a pesar de que sus métodos se basaron siempre en usos de magnitudes infinitesimales que nadie sabía definir (¿sabemos definirlas, siquiera intuirlas claramente, ahora, por más que la disciplina haya sido axiomatizada?). Las operaciones del Cálculo, basadas durante mucho tiempo en consideraciones de tipo infinitesimal, están sembradas de inconsistencias lógicas y de usos nada elegantes y aparentemente fraudulentos de cantidades que en una misma demostración tienen ora valor finito, ora son cero. Y sin embargo, la ciencia avanzó con el Cálculo. Sirva esto para poner en duda la existencia de un “método científico” absoluto.
Aunque titubeando, trastabillando, y volviendo atrás a veces, el Cálculo no dejó de avanzar porque, aun sin la existencia de un armazón lógico, producía resultados constatables; porque, aunque pudieran ser atacados sus métodos, producían resultados. Este arte de saber despreciar cantidades dio soluciones a muchos problemas mecánicos, de óptica, de astronomía, de balística, etc., y ello sirvió de “prueba” de que se estaba en el buen camino. La experiencia se utilizó como juez. Al fin y al cabo, la experiencia nos hace ver que Aquiles acaba alcanzando a la tortuga y que la flecha se clava en el blanco muy poco después de salir del arco. El mismo Zenón, ¿no culmina su razonamiento en un tiempo finito? Pensar en algo implica invertir un tiempo; pero antes de acabar, hay que llegar a “la mitad” del razonamiento, y antes aún a la mitad de la mitad. Zenón puede comprobar, por experiencia, que su discurso sobre la flecha se inicia y termina. ¿Por qué no, entonces, el venablo no iba a completar su vuelo?
Los resultados empíricos a posteriori tiraron del Cálculo, y la experiencia acumulada anteriormente lo impulsó, constituyendo en este sentido esta disciplina una de las más bellas muestras de cómo no puede atribuirse su invención a una sola persona sino a la contribución de muchos. Un ejemplo lo suministra la “demostración” hecha por Wallis, por métodos infinitesimales, de que el área de un triángulo es el semiproducto de su base por la altura. El matemático inglés, en su prueba, conculca las reglas algebraicas más elementales, cancelando de forma ingeniosa pero ingenua un “infinito” en el numerador con otro en el denominador. Lo que hace es manipular el símbolo de infinito, considerándolo un número más, para llegar al resultado que la experiencia sensible le indica a priori o que le proporcionan otros muchos autores, que han cubierto antes que él el mismo camino pero con procederes matemáticos irreprochables. La forma de operar de Pascal con el llamado “triángulo característico” es otro ejemplo: iguala segmentos claramente desiguales, y además elimina “cantidades infinitesimales” que “le sobran”. ¿Qué criterio le autoriza a igualar aquí, despreciar allá…? Inicialmente (hasta que aprende “el arte de ignorar cantidades”), un criterio heurístico: el conoce de antemano, por los resultados de otros autores, qué tiene que obtener.
En realidad, el Cálculo siempre ha avanzado apoyado por una gran seguridad intuitiva en que lo que se estaba haciendo estaba bien. Por supuesto que la fundamentación lógica se obtuvo muy recientemente mediante un concepto de límite que no usa la idea de lo infinitesimal. Pero la idea de límite geométrico o, más tarde, de “razón última evanescente” aritmética, se tuvo siempre. Que la circunferencia sirve de límite a un polígono de infinitos lados es intuitivo. Y lo es el hecho de que una serie infinita no siempre tiene por qué dar una suma infinita. La serie de término general 1/2n es un ejemplo. Su suma es la unidad. Basta considerar un palo de madera. Si se parte por la mitad, y una de las mitades igualmente se divide en dos, y así hasta el infinito, cuando se ponen todos los trozos juntos indudablemente se restaura el palo. El “límite”, pues, de esa suma infinita da 1. Y esa idea intuitiva muy probablemente pertenece al acervo humano desde hace mucho tiempo.
Probablemente, uno de los primeros momentos en que la mente trata de abarcar lo infinitesimal es cuando piensa cuándo y cómo culminaría la división de un palo de la manera descrita. O cuando se enfrenta a la interpretación de las propiedades de una curva. Calcular el área de una figura de líneas rectas es relativamente fácil, pero si se quiere cuadrar una superficie curva la necesidad de usar infinitesimales viene servida. Pronto se detecta que hay una “incompatibilidad”, una inconmensurabilidad entre segmentos rectos y curvos (como entre el perímetro y el diámetro de una circunferencia). Incluso el cateto de longitud unidad de un triángulo isósceles tampoco tiene una unidad común con su hipotenusa, a pesar de ser ambos rectos. Excepto que dicha unidad sea infinitesimal…
Los griegos se asustaron con esta idea. Conducía a un laberinto. Los dioses habían hecho algo mal, y mejor era “no tocallo”. Quizá hubiera un infinito potencial, pero aquí, para cubicar pirámides, mejor era quedarse con el más domesticable infinito actual. O bien con el indivisible. ¿Por qué no considerar que los puntos que constituyen una recta son muy pequeños, pero finitos, que llega un momento en que no se puede seguir dividiendo más? Tampoco esta idea deja de repugnar a los matemáticos: ¿implicaría ello que no se pueden ocupar más que ciertas posiciones del espacio, como si éste tuviera muescas, que no puede haber nada “entre dos muescas”? La idea, sin embargo, es operativa, y fructifica, haciendo uso de ella muchos matemáticos en sus demostraciones. (Incidentalmente, la Mecánica Cuántica tiene que tratar necesariamente con este concepto, cuando establece la cuantización de los orbitales atómicos, y ciertamente es tan inaprensible como el concepto de infinitesimal; expresando la pregunta rudamente: ¿cómo puede un electrón saltar de un orbital a otro sin pasar por los puntos intermedios?). Hasta el siglo XIX el Cálculo ha avanzado echando mano de una u otra idea, la del infinitésimo o la del indivisible, y la polémica ha enriquecido el pensamiento humano.
La Historia del Cálculo, de Carl B. Boyer, es un meritorio prolijo repaso a todas las concepciones infinitesimales desde los griegos hasta finales del siglo pasado. El hecho supuestamente presuntuoso de emplear en el título el artículo “the” en vez del indefinido “a” (The History of the Calculus en vez de A History of the Calculus) podría transmitir un prejuicio, pero la constatación del trabajo realizado da justificación al nombre del libro. Como críticas menores debe destacarse el tufillo anglosajón que destila; el autor se pone habitualmente en la perspectiva inglesa; lo demás es “el Continente”. Dedica buena parte a explicar por qué en Inglaterra no fructificó el Cálculo en el siglo XIX tanto como en el “Continente”. ¿Por qué no verlo todo desde Italia, que tuvo autores fundamentales en la construcción del Cálculo pero que no dio figuras de talla en el siglo XIX? Y, por cierto, no hay la más mínima referencia –o escasísimas– a la Península Ibérica. ¿No hubo realmente ninguna aportación, ni siquiera en la época árabe, en el siglo de los Descubrimientos o en la Ilustración? ¿O es que bien pudo haberlos pero no existe bibliografía? ¿O el autor consideró una pérdida de tiempo buscar algún fruto maduro por estos huertos?
El libro de Boyer relata las vicisitudes de la mente humana en el arduo empeño de aprehender los conceptos que subyacen al Cálculo. Destaca triunfalmente que la solución final la aporta la famosa definición delta-epsilon de Weierstrass, que esquiva la peligrosa idea de lo “infinitamente pequeño”, pero que no por axiomatizar lógicamente el Cálculo sirve siempre como píldora milagrosa contra el vértigo que experimentamos cuando nos asomamos al precipicio de lo infinitamente grande o lo infinitamente pequeño. Desde luego, Boyer queda excusado (por la fecha en que escribió su libro) de relatarnos los más recientes episodios de esta historia interminable (¿infinita?), los relacionados con el retorno (¿eterno?) de la idea de infinitésimo a la mente humana: los matemáticos se han seguido empeñando en fundamentarla, lo que ha tratado de satisfacer, por el momento, el análisis no estándar de Robinson, y la teoría de conjuntos internos de Nelson. La idea de lo infinitesimal y su correlato, el infinito, es sumamente cautivadora ¿Es que no está detrás la idea de lo Más Grande, de lo Supremo?
La sistematización de la resolución de todos los problemas relacionados con el cálculo fue hecha simultáneamente en el último tercio del siglo XVII por Leibniz y Newton, cada uno de una forma distinta y ambos sin poder dotar a sus métodos correspondientes de base lógica sólida alguna. Aun así, proporcionaron medios algorítmicos generales que agavillaron el sinfín de métodos que existía en su época para solucionar problemas de tangentes, máximos y mínimos y cuadraturas, con lo que simplificaron estos problemas hasta tal punto que quedaron asequibles para cualquier persona con mínima destreza matemática. Por ejemplo, la tangente de la curva cuya expresión analítica es y = sen x se determina de inmediato: y’ = cos x, en virtud de la regla que dice “la derivada (tangente) del seno de una función es el coseno”. De esta forma se evitaban, en el mejor de los casos, prolijos cálculos. Otro mérito de Leibniz y Newton es que reconocen que los problemas de medir áreas bajo curvas y de determinar sus tangentes o sus máximos y mínimos son inversos, lo que se ha dado en llamar el Teorema Fundamental del Cálculo.
Pero evidentemente, no son éstos los únicos a los que se debe la creación de esta nueva rama de las Matemáticas. Antes que ellos, Barrow –que intuyó la reciprocidad de los problemas de tangentes y cuadraturas–, Fermat, Wallis y otros estuvieron muy cerca de dar un cuerpo completo a todos los métodos relacionados existentes. De hecho, Leibniz dio el paso que a Pascal le faltó, y lo mimo Newton respecto a Fermat. Y antes que estos, Cavalieri, Galileo, Torricelli, etc., habían contribuido también con importantes sillares para construir el edificio de esta disciplina. Aún antes, los escolásticos habían repensado la ciencia griega, los métodos de Arquímedes o de Eudoxo, quizá los primeros que estudiaron problemas infinitesimales, sin olvidar las contribuciones de los pitagóricos o los eleáticos, cuya polémica reprodujeron.
El desarrollo del Cálculo estuvo precedido por otros importantes, como el del álgebra simbólica y la geometría analítica, que estableció que cada ecuación algebraica corresponde a una curva (Descartes y Fermat, sobre todo), lo que desplazó el interés desde la geometría de las curvas hacia sus componentes analíticas, refinándose al mismo tiempo el concepto de función, que se inició con el estudio del movimiento por Galileo y que desarrollaron Wallis, Barrow, Newton y Leibniz. A todo esto contribuyeron las matemáticas hindúes y árabes, que generalizaron el sistema numérico y dieron alas a la aritmética –no hay que olvidar que los griegos habían renunciado a relacionar números con magnitudes geométricas tras la crisis de la inconmensurabilidad–.
Se da una carencia de búsqueda de fundamentación lógica en la época, lo que quizá responde a un menor interés por la especulación pura que por las implicaciones técnicas. Importa más disponer del dato de la distancia máxima a la que puede llegar un proyectil que argumentar la demostración sólidamente. Si la experiencia lo confirma, se da por bueno. Los estados nacientes y la revolución industrial que se barrunta demandan tecnología. El mismísimo Kepler se afana en calcular la forma idónea que han de tener los toneles para contener más vino (un típico problema de máximos). El estudio del movimiento es importante, para aplicarlo a la ciencia de la balística; el de las tangentes, para desarrollos en la óptica, etc. Desde luego, está claro que en general en el siglo XVII las Matemáticas eran mucho menos rigurosas que con Arquímedes; la idea motriz es simplemente que hay que dar con una colección de reglas sencillas que permitan solucionar estos problemas más que agotarse tratando de desentrañar conceptos tan inaprensibles (tan evanescentes) como los indivisibles o los infinitesimales. A esta luz hay que analizar el desarrollo del Cálculo, sobre todo en el siglo en que, como nueva disciplina, nació.
En sus antecedentes, el Cálculo tiene más que ver con su parte integral que con la diferencial, pues los griegos se dedicaron fundamentalmente a medir áreas (comparándolas con otras), aunque también abordaron algún que otro problema de tangentes. Arquímedes usó un método basado en consideraciones mecánicas (su ley de la palanca) e infinitesimales (indivisibles), considerando que las líneas estaban hechas de puntos, las áreas de líneas y los sólidos de planos.
En la Edad Media, los escolásticos abordan ilusionadamente los problemas relacionados con el infinito, recreando las polémicas de los griegos. Aportan una nueva idea, la de variabilidad, prolegómenos de las teorías de funciones. En este sentido, Buridan admite el concepto de velocidad instantánea, por más que escape al entendimiento (¿cómo puede tener velocidad un cuerpo cuando no transcurre el tiempo?). Oresme asocia la variación de una magnitud con su representación gráfica en coordenadas, de manera que la velocidad instantánea puede verse como una línea vertical en un diagrama “precartesiano”; uniendo los puntos superiores de las líneas a distintos tiempos, el área bajo la curva formada es el espacio recorrido. El descubrimiento es una aportación fundamental al Cálculo, porque se repara en que el área bajo una curva representa una cantidad física. Oresme también ve la importancia del máximo de una curva y le atribuye significado. En la época se dedujeron los valores de muchas áreas por procedimientos ingeniosos, como el de Cusa de dar con la del círculo interpretándolo como formado de infinitos triángulos. Stevin y Valerio recalaron en el concepto de valor límite de una serie infinita.
Más tarde, Kepler manifiesta que no ve diferencia sustancial entre un círculo y un polígono de infinitos lados, un área infinitesimal y una línea, una elipse y una parábola, lo finito y lo infinito. Por su parte, Galileo pensó en la existencia de un estado de agregación entre lo finito y lo infinito. Y el reposo lo vio como una infinita lentitud.
Cavalieri, discípulo de Galileo, piensa en términos de magnitudes “indivisibles” (los indivisibles de los continuos, los llamaba él). Considera un área como un número indefinido de rectas paralelas y equidistantes y un volumen como un conjunto de áreas planas indefinidas, elementos a los que llama indivisibles de área y volumen, respectivamente. No trata de profundizar en que el número de indivisibles debe ser infinitamente grande, aunque lo acepta tácitamente. Más bien da una imagen para explicar su idea: una línea está formada por puntos como una sarta de cuentas; un plano, de líneas, como los hilos de un tejido; y un sólido, de áreas planas, como las hojas de un libro. El concepto de indivisible pretende en realidad eludir el problema de la divisibilidad infinita. El método de Cavalieri es pragmático y trata de evitar la exhaución. Arquímedes ya había empleado concepciones parecidas, pero además usaba la exhaución y la reducción al absurdo (en el Renacimiento, las Matemáticas eran más “perezosas” que con los griegos). La geometría de Cavalieri está muy cerca de lo que podría llamarse “atomismo matemático”.
Torricelli concibió las tangentes de una forma dinámica (lo que luego inspiró a Newton) considerando el “paralelogramo de velocidades”, de modo que un movimiento se entiende como la composición de dos, lo que fue muy útil para estudiar trayectorias en balística. Incluso quizá llegó a reconocer que el problema de las tangentes es inverso al de las cuadraturas. De San Vicente es el primero que usa el método de exhaución en el sentido literal, es decir, asumiendo explícitamente que las figuras elementales con que se forma otra pueden realmente llegar a confundirse con ésta en el infinito. Explica cuándo y dónde Aquiles alcanza a la tortuga, pero no cómo. Roberval también maneja el concepto de indivisibles, y en un sentido que anticipa el cálculo integral. También usó el paralelogramo de velocidades.
La contribución de Pascal es muy importante. Quizá represente el más alto desarrollo del método de los infinitesimales en el sentido clásico. Comparó los indivisibles geométricos con el cero aritmético, y despreció cantidades en el triángulo característico, algo que constituye el principio básico del cálculo diferencial. Eso influyó en la concepción, por Leibniz, de que diferenciales de orden superior podrían despreciarse. Fermat, entre otras muchas aportaciones, se dio cuenta de que a cada curva podía asociársele una ecuación, llamada propiedad específica. A partir de entonces, se idearon nuevas ecuaciones y, por tanto, curvas. Es de su invención un fructífero e ingenioso método de máximos y mínimos, eliminando cantidades muy pequeñas de forma acrítica. Descartes rechaza la idea de utilizar cantidades infinitamente pequeñas en matemáticas (aunque sí las empleó en sus estudios físicos) y aboga por concepciones mecánicas y algebraicas. De Beaune comprendió que se podría determinar la expresión de una curva conociendo alguna propiedad sobre sus tangentes. Wallis llegó más cerca del concepto de límite que ninguno de sus predecesores. También empleó el método de los indivisibles, pero potenciando la parte analítica (aritmética, algebraica, algorítmica) frente a la geométrica. Hacía, eso sí, uso de la inducción incompleta, dando por válidas casos sin demostrarlos, muy dentro del espíritu “acelerado” de su época, más interesado en problemas concretos que en dar cuerpo general a las doctrinas. Barrow vio que las cuadraturas y las tangentes eran problemas inversos, pero no sustituyó el ente geométrico tangente por el correspondiente analítico derivada, por lo cual no vio que la derivación y la integración son inversas, aunque fue quien más cerca estuvo. Volvió la vista hacia los indivisibles de Cavalieri más que al límite de Wallis.
En resumen, la tarea principal que tenían Leibniz y Newton por delante era darse cuenta de que los problemas dispersos de tangentes, máximos y mínimos y cuadraturas que se habían solucionado hasta el segundo tercio del siglo XVII, todos basados en conceptos de indivisible e infinitesimal, podían abordarse dentro de un cuerpo de disciplina general.
Para resolver tangentes, Fermat y Barrow, entre otros, contaban con buenos métodos, pero no de carácter general, como ellos creían. Ambos usaron razonamientos y cantidades infinitesimales así como aproximaciones geométricas muy difíciles de aceptar en la época, pero que conducían a resultados experimentales correctos. En realidad, en esos métodos, al menos en el de Fermat, subyace nuestro actual paso al límite.
La obtención de máximos y mínimos de una función comienza con Kepler. Estudió el cambio de volumen de un tonel cuyas dimensiones iba alterando por etapas; cuando se iba acercando al volumen máximo, el cambio de volumen crecía cada vez menos (hoy decimos que la derivada en el máximo –y en el mínimo– de una función es cero). Fermat utiliza un método para calcular máximos que también desprecia un valor infinitesimal, método esencialmente semejante al del cálculo de tangentes que está en conexión con nuestro método de encontrar la derivada de una función y determinar el valor de la variable independiente que la hace cero.
A las medidas de áreas, volúmenes, centros de gravedad y longitudes dedicaron su esfuerzo muchos matemáticos. Hay que destacar a Galileo, que demostró que el área bajo la curva v-t es la distancia. El método está apoyado en considerar un área como un conjunto infinito de líneas indivisibles y es la base del de Cavalieri. Fermat, Pascal y Roberval utilizaron el método de los indivisibles y la nomenclatura, pero consideraron rectángulos pequeños, no líneas. Así, para Pascal los indivisibles eran rectángulos infinitesimales, con lo que se aproxima bastante a la integral definida actual. Asoció a cada rectángulo un número que representaba su área, y de esta manera los razonamientos geométricos de Cavalieri tomaban un significado aritmético. Sólo el paso al límite separa el método del empleado actualmente. Aunque usó el mismo método del triángulo característico para resolver tanto cuadraturas como tangentes, no reparó en que ambos procesos eran inversos. En general, todos estos métodos se basan en el de exhaución de los griegos, cuyo máximo exponente es Arquímedes, la autoridad más citada durante mucho tiempo. Si su Método hubiera aparecido antes, quizá el Cálculo hubiera visto acelerado su desarrollo.
Newton y Leibniz llegan entonces para crear una teoría general a partir de estos métodos parciales.
Newton usó una visión dinámica al considerar las curvas como generadas por el movimiento continuo de un punto, tratando así de esquivar los infinitésimos. Acuñó el concepto de fluxión (parecido a la derivada respecto al tiempo) de una fluente (una variable considerada función del tiempo), y mostró que para calcular un área basta con calcular la fluente de la fluxión (actual primitiva). Desarrolló unos algoritmos, que incluían desarrollos en serie de potencias (en particular el conocido como binomio de Newton) para calcular de forma general la fluxión de la fluente. El proceso contrario (la integración) lo define a partir del directo, no autónomamente. Aplica ambos a los problemas típicos de la época, demostrando su utilidad. Sus contemporáneos no entendieron bien estos términos, confundiendo a menudo fluxión (derivada, un número) con momento (diferencial, es decir, cantidad infinitesimal). Newton muestra que la velocidad de variación del área que genera la curva es dicha curva, es decir, la derivada de la integral indefinida de una función es dicha función (teorema fundamental del Cálculo). Los razonamientos que hace son más analíticos que geométricos.
Newton usa en el desarrollo de su teoría infinitesimales, que primero toma como cantidades muy pequeña y luego los hace cero. Más tarde, para tratar de soslayarlos ideó un segundo método para calcular fluxiones basado en las razones primeras y últimas, que se aproxima a la idea de límite. Newton habla de cantidades que “se deja que se desvanezcan”. Pero define el límite con conceptos de “incrementos evanescentes” y no deja muy claro el concepto de fluxión. A veces utiliza ingenuos trucos para obviar la necesidad de desvanecer el infinitésimo, que desde luego no escaparon a mentes críticas como la de Berkeley, quien atacó con dureza el método sobre todo porque algunos lo consideraban más demostrado que las verdades religiosas.
Por su lado, Leibniz ve las curvas como formadas por segmentos infinitesimales, concepto del que, por tanto, no huye; al contrario esta idea está en la base de su método, es decir, aparecen en la misma concepción de una curva. La prolongación de cada segmento infinitesimal es la tangente. La curva puede verse como un conjunto de sucesiones (de las abscisas, de las ordenadas, de las longitudes de los segmentos). El cálculo de Leibniz tiene que ver con la teoría de sumas y diferencias de sucesiones: el cálculo diferencial deriva del cálculo de diferencias de sucesiones, y el integral del de sumas de sucesiones. Leibniz reparó en que las diferencias en esas sucesiones están relacionadas con las tangentes, y las sumas con las cuadraturas. Como suma y diferencia son operaciones inversas, la diferencial y la integral son inversos, y por aquí llega Leibniz al teorema fundamental del cálculo: la diferencial de la integral es lo mismo que la integral de la diferencial. Para él, integral y diferencial son dos procesos autónomos e independientes, dándole más importancia al primero que le otorgara Newton, porque a Leibniz le resulta muy sugerente ver la integral como una suma de rectángulos de base dx y altura y, del mismo modo que las diferencias de las ordenadas, dy, están asociadas al cálculo de tangentes. Todas estas ideas se las inspiró la forma de operar de Pascal con el triángulo característico.
Leibniz introdujo el concepto de “orden de magnitud”, de manera que ciertos números podrían considerarse cero al compararlos con otros. La existencia de diferentes órdenes de magnitud permitía tomar como cero los de menor orden al operar con ellos. En la concepción de Leibniz, los operadores diferencial e integral modificaban las características de una cantidad, de modo que la diferencial bajaba el orden de magnitud y la integral lo aumentaba. Así, dx es infinitesimal respecto a x, pero x lo es respecto a òx. Para pasar de magnitudes finitas a infinitas Leibniz recurrió a su ley de continuidad. En resumen, el cálculo de Leibniz es una sucesión de métodos para sumar y hacer diferencias de cantidades infinitesimales. Leibniz desarrolla los conceptos de diferencial e integral, explicitando que son inversos; y aplica todo esto a problemas de tangentes, cuadraturas, máximos y mínimos, etc.
Además de generalidad, Newton y Leibniz le dieron al Cálculo una presentación más analítica y produjeron unos resultados más algorítmicos. Sus obras fueron menos heurísticas que las de sus predecesores, pero siguieron adoleciendo de un fuerte contenido empírico falto de fundamentación rigurosa. Por eso recibieron muchas críticas, si bien los métodos probaron su aplicabilidad. Curiosamente, aunque el concepto newtoniano de fluxión está próximo a nuestra derivada y su cálculo se basa en una primitiva noción de límite que nos lo hace entendible, es el cálculo de Leibniz el que está más cerca de nosotros desde el punto de vista operativo, por no hacer desarrollos en serie y dar unas reglas algorítmicas que no han cambiado.
La historia del Cálculo nos hace reflexionar sobre la importancia del uso adecuado de los recursos disponibles y de las notaciones. Barrow estuvo a punto de ser el creador del Cálculo, pero desdeñó las nuevas herramientas algebraicas de la época para volver a la geometría a la usanza de los griegos. La notación inglesa no fue adecuada, y sí la de Leibniz, que le dio mucha importancia a la precisión en lo tocante a este asunto. Es un ejemplo de cómo a veces la forma es muy importante, no sólo el fondo. Resulta curioso cómo los nacionalismos, deseosos de buscar signos de identidad, se empeñan en mantenerlos aunque se demuestre que no son útiles. Así, la polémica por la prioridad del descubrimiento del Cálculo degeneró en una guerra entre los matemáticos europeos y los ingleses. Nadie utilizaba el método de Newton, salvo en Inglaterra, y a principios del siglo XIX Babbage propuso adoptar la notación leibniziana (las “d” en vez del punto de Newton).
Inmediatamente después de Leibniz y Newton, los hermanos Bernouilli, seguidores de las ideas del segundo, inspiraron el primer libro de texto sobre cálculo infinitesimal, de L’Hôpital, donde se supone una curva como el agregado de infinitas líneas infinitesimales. En el siglo XVIII la figura clave es Euler, fundador del análisis, una rama dedicada a las funciones dentro de la que se tratan particularmente los métodos infinitesimales del cálculo diferencial e integral. Retomó la diferencial en el sentido de diferencia pero introdujo un cambio en el cálculo leibniziano que lo aproxima a la interpretación de los incrementos evanescentes de Newton. Euler pensaba que lo importante no era saber qué eran los infinitesimales, sino cómo se comportaban. Para él las cantidades infinitesimales eran cero o acabarían siéndolo, pero eran susceptibles de tener cocientes unas con otras que pueden representar una cantidad finita determinada. El Cálculo es, entonces, un método para determinar cocientes dy/dx cuando dichos incrementos “se desvanecen”. A partir de Euler el concepto básico será la derivada de una función (como en Newton), no la diferencial.
D’Alembert, quien opina que “una cantidad es algo o nada; si es algo, aún no se ha desvanecido; si nada, ya se ha desvanecido literalmente”, dio una definición primitiva de límite y aseguró que el Cálculo sólo consiste en determinar algebraicamente el límite de una razón. Marx alabó que D’Alembert despojara al Cálculo “de su ropaje místico”. Lagrange luego trató de fundamentarlo usando desarrollos en serie de Taylor, pero encontró dificultades de divergencia de funciones.
Bolzano y Cauchy mejoran el concepto de límite pero los infinitesimales siguen estando presentes. Sin embargo, dan una definición para infinitesimal (una variable, no una cantidad fija, que se aproxima a cero, pero que no es cero) más acorde con la lógica aceptada actualmente. Finalmente, Weierstrass da una definición de límite que no hace uso de la palabra “infinitesimal”. A partir de él la derivada se define en función del límite, que es la entidad principal:
una función f(x) tiende al límite L cuando x tiende a a si, para todo ε > 0 , existe un δ > 0 tal que, para todo x, si 0 < |x – a| < δ y f(x) está definida en x, entonces |f(x) – L| < ε.
Ahora el infinitésimo “es una variable (una función) que se va haciendo progresivamente próxima a cero, o sea, que en el límite es cero, o bien su límite es cero”, siempre entendiendo “límite” como lo definió Weierstrass. De este modo, cuando los matemáticos que trabajaron anteriormente sobre el Cálculo tomaban al final de sus razonamiento cero como el valor del infinitésimo que habían introducido en sus ecuaciones, lo que estaban haciendo es un paso al límite, como ahora se llama. Desde luego, seguimos sin ver qué son los infinitesimales, pero al menos cumplen con una lógica, la de Weierstrass.
El nuevo concepto de límite ha servido para fundamentar el Cálculo de Newton, pero no el de Leibniz, en el sentido de que no se pueden justificar las cantidades infinitesimales tal como él las usó, aunque sí los procesos del cálculo integral y diferencial. El fondo conceptual del método de Leibniz se ha tratado de fundamentar con rigor, sin embargo, mediante el análisis no estándar de Robinson y la teoría de conjuntos internos de Nelson. Robinson cree que no hay por qué reemplazar la teoría de los infinitesimales por la clásica de límites. y que las ideas leibnizianas pueden justificarse y ser ello fructífero para el análisis y otras ramas de las Matemáticas.
Parejos a estos desarrollos de la ideas de límite y derivada están otros relacionados, como la definición de continuidad y de número real, o la investigación de qué es el infinito. Ya Aristóteles se preocupó por el continuo: “Por continuo entiendo lo que es divisible en divisibles que son infinitamente divisibles”. Bolzano y Riemann demuestran que una función continua no tiene por qué ser derivable (lo contrario sí es cierto). Bolzano, quien pensaba que sí se podía hablar de infinitos potenciales, y no sólo actuales, sugiere que dos conjuntos infinitos son “del mismo orden o equivalentes” si se pueden emparejar sus elementos mediante una aplicación biyectiva. Dedekind dijo que más que una paradoja, esta es precisamente una propiedad de los conjuntos infinitos, es decir, tal propiedad está en la esencia del infinito. Cantor sistematizó todo esta nueva forma de razonar y habló de diferentes magnitudes de infinitos. Presentó resultados que constituyen cada uno una paradoja, como por ejemplo que en un segmento de recta hay tantos puntos como en toda la recta. El conjunto de los número constituye el conjunto infinito “más pequeño” que se puede encontrar; los números reales se dice que no son numerables porque no se pueden poner en correspondencia con los naturales.
Las ideas sobre el infinitésimo y el infinito han sido y siguen siendo muy productivas. Si es que estos conceptos existen realmente, la mente tiene que experimentar una revolución para aprehenderlos; debe darse una vuelta de tornillo, quizá algo parecido a como cuando el hombre reparó en la utilidad de la rueda. Ya dijo Galileo que “cuando intentamos, con nuestras mentes finitas, discutir el infinito, asignándole aquellas propiedades que damos a lo finito y limitado, pienso que nos equivocamos”. Galileo pensó en un tercer estado de agregación entre lo finito y lo infinito. Mantuvo que las magnitudes continuas estaban hechas de indivisibles, pero puesto que el número de partes es infinito, la agregación de estos no era como la de un fino polvo, sino una especie de mezcla de partes en una unidad, como en los fluidos.
Por otro lado, tratamos de usar las Matemáticas para descubrir lo infinito. ¿Se puede llegar a tan alta meta con sus herramientas actuales? ¿Permitirán alguna vez la Ciencia o la Filosofía entender el Universo? Boyer concluye su libro diciendo que “las Matemáticas no son ni una descripción de la naturaleza ni una explicación de sus procesos; no tienen que ver con el movimiento físico ni con la generación metafísica de cantidades. Son simplemente una lógica simbólica de relaciones posibles, y como tal no tratan de verdades absolutas ni aproximadas, sino sólo de verdades hipotéticas. Las Matemáticas determinan qué conclusiones sacar lógicamente de determinadas premisas. La conjunción de las Matemáticas y la filosofía, o las Matemáticas y la Ciencia, es muy útil a menudo para sugerir nuevos problemas y puntos de vista”.
5-02-99

