Inmaculada y José Mª Gavira Vallejo »
El siglo XI empezó con malos augurios para los árabes españoles (curiosamente, igual que terminó el anterior para los cristianos): en 1004 un eclipse de sol fue interpretado por los astrólogos cordobeses como signo del fin próximo del Califato; un cometa que pasó dos años más tarde agravó los negros presagios. Y, sin embargo, los acontecimientos políticos predichos, que se cumplieron con la guerra civil y la formación de los reinos de Taifas, supusieron, según el historiador Juan Vernet, “el principio de tres siglos de apogeo cultural español” (Vernet (1999), 57), constituyendo la ciencia andalusí uno de los exponentes más elevados de ese esplendor.
Las semillas que dieron lugar a tales florecimientos se plantaron quizá durante el emirato de Abd al-Rahmán II, que marcó “el principio de una cultura arabigoandaluza destinada a eclipsar a la mozárabe de inspiración isidoriana” (Vernet (1982), 23). El interés por la ciencia lo fomentó en buena medida el propio emir, que manifestó una atención especial por las actividades científicas; se edificó una importante biblioteca en Córdoba que se nutrió de obras compradas en Oriente. La fundación de esta biblioteca favoreció la aparición de una serie de núcleos científicos importantes en ciudades como Sevilla, Toledo, Zaragoza y Valencia, que desde mediados del siglo XI desarrollaron características propias.
Ya con Abd al-Rahmán III el fruto estaba a punto de granar, y fue entonces cuando empezó a introducirse la ciencia arábiga en el centro de Europa según algunas hipótesis (Vernet (1982), 26). Con el fin del Califato (año 1031) las capitales taifas se convirtieron en centros intelectuales (Vernet (1982), 64) alimentados, muchos de ellos, por discípulos directos de sabios cordobeses del siglo anterior. Toledo, en particular, fue “el paraíso de los científicos” a mediados del XI (como Sevilla lo fue de los poetas) (Vernet (1999), 66).
Así, en matemáticas y astronomía, Ibn al-Samh e Ibn al-Saffar continuaron desarrollando lo aprendido de Maslama, huyendo de Córdoba, respectivamente, hacia Granada y Denia. En Toledo, descolló una de las principales figuras de la ciencia española de la época, Azarquiel, que luego, ante el peligro cristiano, se puso a buen recaudo en Córdoba y Sevilla; en 1087 se sabe que aún realizaba observaciones astronómicas a orillas del Guadalquivir. En Zaragoza nació y vivió Avempace, que entre otras muchas ocupaciones se dedicó a la astronomía y también fue médico. En esta última rama del saber, así como en ciencias naturales, destacaron asimismo Ibn al-Bagunis, que volvió a Toledo después de estudiar en la capital del Califato, y Avenzoar, quien estuvo en Sevilla, como médico de Mutamid, y en Córdoba. En agronomía se distinguió en tierras toledanas a mediados de siglo el trabajo originalísimo de Ibn Wafid y su discípulo Ibn Bassal, éste último al servicio, más tarde, del rey Mutamid (Vernet (1999), 66-75). En matemáticas brilló Al-Mutamán, rey de Zaragoza entre 1081 y 1085.
La península ibérica en el siglo XI disfrutó de muchas mejoras introducidas por los árabes. Por ejemplo, las comunicaciones, tan importantes para transmitir el conocimiento, estaban muy desarrolladas: con el sistema de hogueras, un mensaje podía ir de Alejandría a Trípoli en cuatro horas. Las palomas mensajeras y el servicio oficial de correos, que cubría toda la cuenca del mediterráneo, completaban el servicio postal (que no era caro; los correos privados, sin embargo, costaban 50 veces más). La red de estafetas no sólo contribuyó a elevar el nivel cultural, sino también el de vida; así, sirvió de base logística para el comercio de la nieve y el hielo, un lujo en tierras cálidas (Vernet (1982), 128, 129).Nos referiremos en lo que sigue a distintos aspectos de la ciencia árabe del siglo del Cid; de la cristiana de la época no cabe apenas hablar, si bien siempre existieron relaciones entre los creyentes de ambas religiones, y por tanto muy probablemente los menos cultos recibieron y aprovecharon desarrollos científicos de los más adelantados. (Según Vernet, se establecían lazos tan fuertes entre ambos bandos que, a título de ejemplo, “durante la fugaz conquista de Barbastro (1064) por los catalanes y los señores de allende el Pirineo, éstos [los cristianos] se arabizaron de tal modo que soltaban las lágrimas al oír una melodía árabe aunque no la entendieran” (Vernet (1982), 67). Haremos un repaso de las principales aportaciones de científicos andalusíes del siglo XI en matemáticas, astronomía, medicina y agronomía.
Las matemáticas
La aportación española a las matemáticas en el siglo XI fue fundamental. Vernet afirma que “la trigonometría como ciencia –en especial la esférica– nace en España y el Próximo Oriente entre los años 975 y 1039”, pasando a Occidente a mediados del siglo XII (Vernet (1982) 100). Desde luego, antes de esa época apenas existían en Al-Ándalus personajes con suficientes conocimientos aritméticos como para que pudieran ostentar el título de faradí o partidor de herencias (Historia de España Gallach, 311).
Uno de los principales maestros de los matemáticos andalusíes del siglo XI fue el madrileño Maslama al-Mayrití (Maslama de Madrid), que destacó en el periodo califal y también fue astrónomo. Se encargó de revisar y mejorar el ziy (un manual de astronomía acompañado de tabla) de Al-Jwarizmí (S. IX) y de adaptar estas tablas al meridiano de Córdoba. (El ziy de Jwarizmí es el tratado de astronomía árabe más antiguo que se conoce actualmente.) Maslama hizo también un Epítome de las tablas de Albatenio y tradujo el Planisferio de Ptolomeo. También destacó coetáneamente Abderrahmán ben Ismaíl, tan buen geómetra que fue llamado el Euclides español, pero que fue perseguido por Almanzor y hubo de expatriarse (Historia de España Gallach, 312).
Ya en pleno siglo XI, los tres matemáticos andalusíes más descollantes fueron Al-Mutamán ibn Hud, Abd al-Rahmán ibn Sayyid y Abú Bakr ibn Bayya.
Al-Mutamán fue el tercer rey de la dinastía de los Banu Hud (Zaragoza 1039-1146), gobernando entre 1081 y 1085. Debe su interés por la ciencia a su padre Ahmad al-Muqtádir (conocido por Almoctádir), quien jugó un importante papel como mecenas de sabios. Los primeros datos que se tienen de la obra de Al-Mutamán se deben a Said al-Andalusí, y datan de 1068. Según este crítico ya en esa época el futuro rey zaragozano había publicado sus primeros estudios sobre matemáticas, física y filosofía.
La obra fundamental de este sabio pretendía ser un proyecto original y ambicioso, que recibió el nombre de Kitab al-Istikmal (Libro del perfeccionamiento, traducido otras veces por Enciclopedia de las ciencias), en el que el autor quiso reunir todos los conocimientos existentes en la época sobre matemáticas, astronomía y física. Al-Mutamán divide su obra en dos géneros, que supuestamente se podrían corresponder con dos volúmenes, de los que parece ser que sólo acabó el primero. En este se incluyen los temas tradicionales de las matemáticas griegas: la teoría de los números, de las magnitudes irracionales, de las figuras planas, y la geometría de las figuras esféricas y las cónicas. Pero no sólo de este tipo de aportaciones se nutre el libro; también contiene contribuciones originales del autor, que resolvió cierto número de problemas antiguos utilizando procedimientos propios, destacando algunos en óptica geométrica, una disciplina de gran predilección de los árabes, muy preocupados por explicar los fenómenos relacionados con la luz, como el de la visión.
Ibn Sayyid e Ibn Bayya fueron dos geómetras andaluces poco conocidos. No son muchos los datos que se tienen sobre sus vidas, aunque sí se sabe que fueron maestro y discípulo. De Ibn Sayyid sabemos que su formación matemática se desarrolló en el círculo científico de Valencia, y que en esta ciudad fue considerado como uno de los sabios de su tiempo. Parece ser que se dedicó a la geometría entre 1087 y 1096 y tuvo entre sus discípulos a Avempace.
Las informaciones sobre Ibn Bayya son más numerosas. Su primera formación científica tuvo lugar en Zaragoza en el ambiente cultural que se había creado en torno a la dinastía de los Banu Hud. Acabados sus estudios en esta ciudad, vivió una temporada en Valencia, ciudad en la que realizó algunos de sus trabajos originales sobre geometría.
En general, la contribución de ambos a las matemáticas se centra, sobre todo, en la geometría. En este campo la tradición árabe descansa básicamente en los siete libros de las cónicas de Apolonio. En los trabajos de estos dos sabios se abordan el estudio de las propiedades de este tipo de curvas. Ibn Sayyid estudió las curvas alabeadas y las planas de grado superior a dos, y se dedicó a tratar de resolver problemas importantes heredados de la tradición griega como el de la trisección del ángulo.
La astronomía
Es bien conocido el interés que despertó la astronomía en la cultura islámica. Esta ciencia permitía determinar con la máxima exactitud la hora y la orientación geográfica, algo fundamental para los creyentes, que necesitaban rezar en un momento concreto del día y mirando en una dirección precisa. En la época que nos ocupa, se recurría a tres métodos para conocer rápidamente las posiciones de los astros: los ecuatorios, las tablas y los almanaques; los comentamos más abajo.
En el siglo X la cultura científica de Al-Ándalus había asimilado las principales aportaciones astronómicas existentes en el mundo conocido, es decir, las indopersas (tablas de Sind Hind) y las griegas (el Almagesto de Ptolomeo). Hasta este momento todos los avances provenían de Oriente, pero en el siglo XI se va a producir en ocasiones, y sobre todo en astronomía, el fenómeno inverso, convirtiéndose Al-Ándalus en un centro fundamental de investigaciones científicas de Europa y Oriente.
Instrumentos y tablas astronómicas andalusíes
Una de las mejoras principales aportadas por la ciencia de Al-Ándalus se dio en el terreno de las tablas astronómicas. Éstas resultaban ser un material imprescindible de trabajo para el astrónomo, ya que permitían hacer cálculos muy precisos sobre la posición de las estrellas y los planetas en cualquier latitud, así como cálculos aritméticos y trigonométricos para resolver problemas horarios o relacionados con los ortos y los ocasos del sol, la luna y los planetas. Según North, estos estudios “comprendían movimientos medios, ecuaciones planetarias, los puntos estacionarios en las órbitas de los planetas al moverse hacia delante y hacia atrás en el zodíaco, y latitudes planetarias”. De acuerdo con Vernet, con tablas astronómicas adecuadas un experto podía tardar dos horas en calcular la posición de cada planeta (Vernet (1982), 111).
El cadí Abú Abad-Allah ibn Muad al-Yayyan compiló un ziy, llamado Tablas de Jaén, del cual se conserva una traducción hecha al latín. En esta obra aparece la división de las casas astrológicas. Para levantar los horóscopos se utilizó el método que North clasifica como “ecuatorial de límite fijo”. North afirma que este método suele asociarse con el erudito renacentista Regiomontano (1436-1476).
Pero más importantes fueron las Tablas Toledanas, obra colectiva dirigida por el cadí Ibn Saíd en la que destacó la colaboración del cordobés Azarquiel, que vivió en Toledo entre 1061 y 1080 y que está considerado como uno de los mayores astrónomos árabes por la exactitud de sus observaciones. Mucho de lo que se sabe de Azarquiel lo debemos a los libros de Alfonso X el Sabio y sus astrónomos, que hicieron uso del Libro del horizonte universal y las Reglas para construir un astrolabio universal, entre otras obras del hispanomusulmán.
Las Toledanas suponen mejoras sobre tablas anteriores, al hacer una serie de correcciones relativas a los movimientos medios de los planetas y de éstos alrededor del epiciclo, movimientos del centro del epiciclo alrededor de su círculo deferente, etc. Para realizar estas investigaciones se tomó el meridiano de Toledo como base. Tanto estas tablas como las de Al-Jwarizmí fueron traducidas y difundidas por Europa durante todo el periodo medieval. Vernet asegura que en su época fueron las más importantes que se transmitieron al continente (Vernet (1982), 112). Este hecho propició que hoy las Tablas Toledanas sean muy conocidas, ya que existen más de 100 manuscritos relacionados. Fueron en su momento de gran interés para adaptar los meridianos locales en muchas ciudades de Europa, y se tradujeron incluso a otras lenguas como el griego.
El mencionado Azarquiel destacó también por fabricar astrolabios e inventar otros aparatos como la azafea. El astrolabio había sido desde la época griega un instrumento imprescindible para navegar, ya que con él se media la altura de los astros y la hora desde cualquier punto de la tierra. Se basa en una representación plana de la esfera celeste según un sistema de proyección estereográfica. En el siglo X surgió en Córdoba un núcleo de científicos muy interesados en los astrolabios, escuela conocida como de los discípulos de Maslama de Madrid. La afición por estos instrumentos favoreció su desarrollo, consiguiendo los diseños más originales y creando nuevos tipos como los llamados instrumentos universales (que permitieron su uso en cualquier latitud), y los cuadrantes horarios.
Los astrolabios andalusíes tienen características propias en comparación con los orientales, como la inclusión de láminas de coordenadas horizontales cuyas latitudes responden a los valores medios atribuibles a los siete climas de la antigüedad clásica. En el dorso de los instrumentos españoles suele aparecer el cuadrante de sombras, o gráfica de tangentes y cotangentes, y el calendario zodiacal. Además, el astrolabio andalusí del siglo XI estaba, normalmente, firmado por su constructor en la parte superior del dorso siguiendo la forma circular del aparato. Fueron muy famosos, además de los de Azarquiel, los astrolabios construidos en esta época por Muhammad ibn al-Saffar, así como los de Ibrahim ibn Saíd al-Sahh, Muhammad ibn Saíd al-Sabban y Muhammad ibn Saíd al-Sahlí.Pero el astrolabio presenta la dificultad de que hay que usar una lámina distinta en cada latitud. Para evitarlo, el andalusí Alí ben Jalaf ideó una “lámina universal”, y Azarquiel inventó su azafea poco después, y también un astrolabio con engranajes, que, perfeccionado luego por él mismo y por el también español del siglo XI Ibn al-Samh, pasó finalmente a Oriente y Europa con el nombre de “ecuatorio”. Si bien es cierto que con estos instrumentos en la época no podía alcanzarse una aproximación mayor de 10 minutos de arco, no lo es menos que se tardó mucho en conseguir mejores resultados (Vernet (1982), 109, 110). Este tipo de ingenios se llaman “universales”, y se caracterizan por tener sólo una lámina que funciona para cualquier latitud. La lámina de ben Jalaf y la azafea de Azarquiel, ambas aparecidas en Toledo en el siglo XI, se convirtieron en el prototipo de otros instrumentos universales realizados más tarde.
El ecuatorio tiene la ventaja de proporcionar una solución rápida aproximada a las posiciones de los planetas para una fecha concreta, permitiendo así, entre otros objetivos, levantar horóscopos. Se han clasificado los ecuatorios en geométricos, trigonométricos y mecánicos. El citado Ibn al-Samh, cordobés, fue el primer autor andalusí que realizó un tratado sobre estos aparatos, el Libro de las láminas de los siete planetas.
Los almanaques también permiten fijar rápida y fácilmente la posición de los astros. El más antiguo que se conoce es el de Azarquiel, aunque la invención del sistema es sin duda muy anterior (Vernet (1982), 112)
Otro artilugio usado con fines astronómicos era el cuadrante solar, con el que se podía leer la hora del día y medir la posición del sol. Los cuadrantes solares andalusíes son característicos por presentar, junto a las horas temporales, los momentos de la oración. Además, contienen a menudo un mihrab indicando la alquibla o dirección sagrada hacía la Kaba en la Meca. Entre los más conocidos cabe destacar el de Córdoba, que lleva el nombre de Ahmad ibn al-Saffar, un astrónomo que trabajó en la ciudad en el siglo XI. Junto al mencionado se conservan los cuadrantes solares del alcázar de Córdoba, Almería, tres encontrados en el patio de los relojes de Medina-Zahara, y los de Sagunto y Granada.
Los libros de anwa o naw son una especie de calendario solar cuyo cómputo se efectúa en periodos de trece días en vez de treinta, y servían además para predecir el clima. El sistema está compuesto por veintisiete periodos de trece días más uno de catorce, que hacen el total de 365 días al año. Dentro de cada ciclo de trece hay otro período más corto (de uno a siete días) que constituye un naw. El libro de anwa de Abú-l-Hasán Alí ibn Muhammad ibn al-Husayn ibn Al-Kattaní, conocido como Al-Katib al-Andalusí, es quizás el más completo que se conoce. En él aparecen consejos dietéticos y prescripciones médicas. También contiene una amplia información de carácter agrónomo. En el calendario aparecen versos de Abú Nuwa, un párrafo de Al-Fazarí por cada mes y asimismo unos versos de Ibn Muqaffa que describen las características del mes. También se incluye un texto de carácter mágico y adivinatorio fundamentado en la Radiyya (procedimiento adivinatorio basado en el momento del mes en el que se produce un trueno) y efemérides árabes y judías junto a las cristianas.
Azarquiel
Azarquiel fue el máximo exponente de la astronomía hispanomusulmana. Hacia 1085 escribió un tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas, recogido en las famosas Tablas Toledanas. También estudió y divulgó unas tablas con los grados de la declinación del sol a lo largo del año, que fueron bien conocidas en Europa hasta la época de Copérnico, y que posibilitaron entre otros avances el perfeccionamiento del astrolabio.
Tenía ideas nuevas sobre las estrellas fijas y el movimiento elíptico de los planetas, postulando una órbita ovalada para Mercurio (lo que muestra un paralelismo con la evolución del pensamiento de Kepler en el caso de Marte (Vernet (1982), 101)), e incluso sostuvo doctrinas contrarias a las de Ptolomeo. Así, sus observaciones le llevaron a corregir el hasta entonces modelo en vigor (ptolemaico) de los movimientos de la luna, afirmando que el centro del movimiento de nuestro satélite no coincidía con el centro de la tierra sino que se encontraba sobre una línea recta que unía el centro de la tierra con el apogeo solar. Estudios sobre los equinoccios, modelos solares con excentricidad variable, correcciones al modelo ptolemaico, etc., que abordó desde distintos puntos de vista Azarquiel, ejercerán una notable influencia en los siglos posteriores y reaparecerán en toda una serie de ziyes andalusíes y norteafricanos.
Este destacado científico andalusí ingenió una clepsidra (un reloj de agua), muy perfeccionada y de gran precisión (40 segundos, parece ser), formada por estanques que construyó a orillas del Tajo, en Toledo. Estaba adecuada al mes lunar de 28 días, de manera que indicaba las horas del día y de la noche y las fases de nuestro satélite. Unos estanques se iban llenando durante la primera mitad del ciclo lunar mediante un sistema de tuberías, y vaciándose durante la segunda. Esta clepsidra parece que incluso contaba con un sistema que detectaba posibles faltas de flujo de agua, provocadas o fortuitas. Su mecanismo estuvo funcionando hasta 1134 “en que Alfonso VII autorizó al mago y astrónomo judío Hamir b. Zabara a que desmontara uno de ellos, para ver cómo funcionaba, y éste ni supo averiguarlo ni reconstruirlo” (Vernet (1999), 162).
La medicina
Desde el principio de los tiempos en que los árabes comenzaron a interesarse por la medicina intentaron estudiarla como si fuese una ciencia exacta. Predominaron de forma general dos tendencias; una, más teórica, intentaba deducir los tratamientos de principios apriorístico; la otra basaba los diagnósticos en la observación y la experiencia. La ciencia médica en Al-Ándalus fue pródiga en conocimientos y tratados durante los siglos IX y X, destacando la ciudad de Córdoba. De la época de Abderrahmán III es la introducción del libro de Dioscórides (que marcó un hito), traído por una embajada especial como regalo del emperador bizantino.
El mejor cirujano de finales del siglo X y principios del XI fue Abulcásim el Zahrawí (936-1013), conocido por Abulcasis y Albucasis. Sus técnicas se difundieron por Europa, gracias a las traducciones, en el siglo XII. La cirugía de Abulcasis dio a conocer a la cristiandad técnicas especiales, como las siguientes, de sutura:
Algunos médicos de la secta empírica han referido el siguiente procedimiento para tratar heridas intestinales poco extensas: se cogen hormigas de cabeza grande, se unen los bordes de la herida y se aplica una hormiga que tenga la boca abierta sobre los dos labios de la misma; cuando haya cerrado la boca, aproximando las mandíbulas, se le corta la cabeza, que queda clavada uniendo la herida. Se toma una segunda hormiga, que se coloca cerca de la primera, y se procede de idéntico modo, y así sucesivamente a lo largo de toda la herida (…). Estas cabezas quedan clavadas en el abdomen hasta la cicatrización total sin que acaezca ningún inconveniente al enfermo (…). También pueden suturarse los intestinos con hilos finos que se sacan de los intestinos de los animales (…). Los dos métodos de sutura, el de las hormigas y el de los filamentos intestinales, están aún en el estadio experimental. (Vernet (1982), 125, 126)
En Zaragoza destacaron durante la primera mitad del siglo XI dos médicos judíos: Abul-Walid Marwan ibn Yanah, que fue un magnífico conocedor del léxico aplicado a las drogas; e Ibn Buklaris, que escribió un libro con información sobre los medicamentos, detallando su nombre, naturaleza, grado según Galeno, sustitutivo que puede aplicarse en caso de falta, preparación, valor terapéutico y uso de la droga en cuestión.
En Toledo sobresalieron los médicos Ibn al-Bagunis y Abú-l-Mutarrif Abd al-Rahmán ibn Muhammad al-Lajmí ibn Wafid. Ambos habían estudiado en Córdoba. Más conocida es la labor del segundo que la del primero gracias a su biógrafo; se sabe que era reacio a recetar medicamentos compuestos y que reducía la terapia a seguir un régimen dietético. De entre sus obras destaca un tratado de balneología conservado en latín, el Libro de los medicamentos simples y el Libro de la almohada, un recetario ordenado para los males del cuerpo, de la cabeza a los pies. En gran número de recetas se indica el régimen alimenticio para cada caso.
En Valencia destacó Abú-l-Salt Umayya ibn Abd al-Aziz, quien compuso varias obras médicas, aunque sólo nos ha llegado un tratado sobre medicamentos en el que describe 630 remedios simples contra las enfermedades de los órganos corporales.
Un documento fundamental para la ciencia médica es el escrito anónimo conocido como “manuscrito árabe 887” de El Escorial. Fechado a finales del siglo XI contiene una colección única en su género de relatos clínicos en los que narra la relación médico-enfermo en la época. A través de este documento se puede apreciar también cómo era el proceso de aprendizaje del discípulo con su maestro.
En el siglo XII destacaron algunos médicos nacidos en el XI, como Abenwalid y Avempace, junto a otros posteriores como Averroes.
La agricultura
La llegada de los árabes a la península marco el inició de una verdadera “revolución agrícola”. Contando con un suelo muy fértil y un clima benigno perfeccionaron con gran rapidez las técnicas y sistemas agrícolas vigentes (hispano romano y visigodo), aportando una serie de conocimientos de botánica aplicada, que dieron como resultado una gran riqueza agrícola. Los conocimientos científicos agrícolas que los árabes poseían procedían de diversas fuentes: en primer lugar, de la tradición greco bizantina; en segundo, de la latina, y en último, de los saberes autóctonos.
El siglo del asentamiento de estos conocimientos es sin duda el décimo, cuando se fundó la escuela agronómica andalusí, que se originó en el entorno cultural de los califas Abderramán III y Al-Hakem II. En el siglo XI, esta escuela, asentada en Córdoba, se traslada a Toledo en un principio y posteriormente a Sevilla, originando un gran número de tratados agrícolas; destacaron en este sentido Ibn Wafid, Ibn Bassal, Abú-l-Jayr, Ibn Hayyay, Al-Tignarí, e Ibn al-Awwam (Ibn Wafid escribió también obras médicas como el De simplicium medicinarum virtutibus). Los dos primeros crearon y desarrollaron el jardín botánico de la Huerta del Rey, en Toledo, con intentos de aclimatar plantas exóticas; sus aportaciones en este sentido pasaron al resto del mundo árabe y a Europa.
En los tratados agrícolas andalusíes se suelen abordar, en sus primeros capítulos, los tipos de tierras, aguas y abonos; a continuación se refieren a temas de lo que hoy llamaríamos fototecnia, seguidos de otros de zootecnia y veterinaria. También suelen aparecer en ellos calendarios de tareas agrícolas, astronómicos y meteorológicos. Normalmente ofrecen una visión práctica, narrando experiencias de los campesinos, transmitiendo tradiciones locales, etc. Por último, habitualmente recogen normas de economía doméstica, control de plagas, enfermedades de los cultivos, etc.
Las innovaciones agrícolas van profundamente unidas a la tecnología, ya que la aplicación de ésta fue la que produjo la revolución agrícola andalusí. La contribución más importante de los ingenieros andalusíes a la tecnología aplicada a la agricultura se hizo en el campo de la ingeniería hidráulica. Efectivamente, muchos cultivos introducidos desde Oriente necesitaban grandes cantidades de agua. La irrigación y la captación del líquido elemento se conseguía desviando los ríos a través de sistemas de canales, mediante conducciones subterráneas y con el uso de máquinas elevadoras.
Al-Ándalus conocía tres sistemas principales de irrigación: el qanat (técnica iraní consistente en una canalización de agua bajo el subsuelo, conectada a un conjunto de pozos de succión), la alsaqiya (acequia), y la elevación mediante norias para extraer el líquido de ríos o pozos. Entre los aparatos utilizados estaban el saduf o cigüeñal, la noria, la saqiya (consistente en una cadena de recipientes que se mueven por tracción animal) y el molino de agua.
La construcción de estos sistemas revela el nivel de la ciencia y la técnica andalusí. Para hacer un qanat se requería el saber de agrimensores expertos, que debían examinar los flujos aluviales, buscando posibles filtraciones y, en general, indicios o posibles inconvenientes antes de decidir dónde realizar las excavaciones. Si las prospecciones tenían éxito, había que determinar con suma precisión el curso, la pendiente y la desembocadura exacta del qanat. Los conductos fabricados eran de aproximadamente 1 metro de ancho por 1,80 de altura, y cada 50 metros se construían pozos verticales para garantizar la ventilación y poder evacuar residuos.
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