viernes, 19 diciembre 2025

Reflexiones sobre ciencia medieval

Civilización y ciencia

Cada civilización se caracteriza por su manera global peculiar de pensar el sentido de la vida, de buscar una religación con lo supremo, de crear arte, de razonar sobre los fenómenos observados en la naturaleza, de producir mecanismos de control y gobierno, etc. En nuestra opinión, si las diversas formas de manifestarse el ser del hombre que definen una civilización concreta se dan en cierto grado de consonancia, integrada y complementariamente, esa civilización es pujante. Existe en ella un equilibrio, en el sentido de que las diferentes maneras de conducirse el hombre marchan en fase, reforzándose mutuamente. Así, cuando una forma concreta de religión va acompañada de una manera de filosofar lo humano, cuando el pensamiento y la actuación científica son ad hoc, cuando las instituciones existentes están basadas en el mismo tenor de esa ciencia, esa religión, esa filosofía, etc., cuando las leyes y los gobiernos los auspician, éstos a su vez se ven servidos por ese mismo estilo de vivir la religión, de hacer filosofía y ciencia… La interrelación constructiva es global. En esas condiciones ideales una civilización descuella. Efectivamente, hemos de pensar que si en una época determinada la ciencia prosperó es porque armonizaba con las otras formas de comportamiento del hombre; si no, habría sido menoscabada.

No es nuestra intención hacer juicios de valor tratando de establecer cuáles pueden ser los rasgos que deben presidir una civilización “modelo”. En ocasiones han destacado –en el sentido de hacerse notar– en el curso de la historia civilizaciones plenas de valores positivos (amantes de la sabiduría y del arte, democráticas…), y en otros momentos han predominado otras con características negativas (guerreras, incultas, acientíficas…). (Por supuesto, usamos la palabra “civilización” en sentido lato, para incluir el segundo ejemplo; además, estamos empleando los calificativos “positivo” y “negativo” sin pretensiones valorativas.) En este sentido son muy distintas las civilizaciones griega y romana, la árabe y la mongólica, e incluso la musulmana que construyó la Alhambra y la actual.

Opinamos, pues, que en las civilizaciones que se han sobresalido en la historia, las distintas manifestaciones humanas que las conformaron convivieron en fase. Sus formas concretas de religión, de gobierno, de ciencia, de arte, de leyes, etc., fueron compatibles. En la civilización cristiana medieval la formas de hacer religión y ciencia marcharon de forma compenetrada, no se estorbaron. Y lo mismo cabe decir del mundo islámico medieval: la religión que allí se dio y su manera de entender la ciencia también fueron concordantes. Hablamos, por supuesto, en términos medios, generales, a la luz de lo que observamos ahora, a posteriori y en conjunto, de estos mundos de hace un milenio.

Creemos que el científico árabe practicó una ciencia acorde con su religión. Y opinamos que la forma islámica de entender la ciencia tiene más de erudita que de intelectual, a diferencia de la medieval cristiana, más cerca de nuestra idea actual (al menos la occidental) de qué es ciencia y de nuestra mentalidad científica. ¿En qué estriba la diferencia entre ambas civilizaciones en este sentido? Pensamos que el factor psicológico tiene una contribución importante en la explicación global. Las civilizaciones se manifiestan de forma muy parecida a las personas. Son como el “promedio” de todas las individualidades que las componen –hombre y civilización guardan una relación fractal, nos parece–. Así, las civilizaciones nacen, se desarrollan, aprenden, erran, reconstruyen, olvidan, mueren… Y, como cada hombre, tienen su propia forma de pensar religión y ciencia (así como tienen la de gobernar su vida o la de “adornar” su mundo con formas de arte particulares, de modo parangonable a como un hombre administra o engalana su casa). Por lo tanto, de la misma manera que hay hombres religiosos y ateos, hay civilizaciones religiosas y ateas, como las hay científicas y acientíficas, introvertidas y extravertidas, etc.

Pensamos que la ciencia tal como la entendemos ahora (un sistema con capacidad lógica de explicar y predecir los fenómenos del mundo, prácticamente infalible) y la religión tal como la entendían los árabes medievales son incompatibles. Por eso, a la pregunta que se hace Cohen (Cohen, ap. 6.2.5) de si pudo haber surgido un Galileo en el mundo árabe, responderemos que puede que sí, pero a su segunda cuestión: ¿prevalecería su magisterio?, diremos que probablemente no. La psicología, la forma de vivir la vida árabe medieval (y quizá también la actual), no constituía un caldo de cultivo para la ciencia como hoy la entendemos, cuyos fundamentos sí pudieron fraguarse en el mundo medieval cristiano porque ahí la religión sí era compatible. No queremos decir que no haya acuerdo entre ciencia y religión en el mundo islámico: lo hay entre la forma propia en que entendieron la ciencia y su manera de ser religiosos. Pero esa ciencia no es la base de la actual.

Para que se pudieran establecer los fundamentos de la ciencia actual se requería una mentalidad especial. Se necesitaba concebir la ciencia no como un instrumento al servicio de supuestas verdades reveladas, sino como una herramienta autónoma para llegar, en algunos sentidos, precisamente a metas semejantes a las pretendidas por la religión tal como ésta se vivía en el medievo cristiano, con una fuerte componente filosófica de búsqueda de las causas del mundo (entre otras facetas, naturalmente, pues otro ingrediente fundamental de cualquier religión es la necesidad de religación con un ser supremo, de trascendencia). Ciencia y religión, pues, en el mundo cristiano medieval son bastante compatibles. Insistimos en que también lo son en el islámico, pero ahí hablamos de otra ciencia y de otra religión. La ciencia musulmana está más al servicio de la religión (y así, se desarrollan las ciencias que más pueden servir a la religión (Sabra)); la ciencia cristiana va más pareja a la religión en su esencia y en sus fines. Ambas civilizaciones, cristiana y árabe medievales, sobresalen en sus épocas respectivas. Sus manifestaciones van en fase, pero son distintas manifestaciones.

Una explicación del decaimiento de las civilizaciones puede encontrarse en el desfasamiento de sus diversas facetas, bien por evolución interna o por influencias externas. No queremos decir que una civilización decaiga porque pierdan vigor algunas de sus formas de manifestarse (aunque ello también puede influir); tales manifestaciones pueden seguir siendo robustas, e incluso algunas adquirir nueva fuerza, pero si dejan de estar en fase con otras, se estorban entre sí. Así, si en una sociedad inicialmente socialista y atea empieza a surgir o a renacer un espíritu religioso y capitalista, mientras que otras manifestaciones que antes estaban en fase con éstas (el sistema bancario, las leyes, el gobierno) no se modifican, pueden producirse interferencias destructivas (permítasenos continuar con el símil óptico) y entrar la civilización en declive (¿Rusia?). Todas las civilizaciones están condenadas a sufrir desfases –o al menos es lo que ha demostrado la historia hasta ahora– ya sea por evoluciones internas o por factores externos, o por ambos. Pues bien, ciertos desfases pueden afectar a la mentalidad científica.

Ciencia erudita y ciencia intelectual

Saunders (Cohen, ap. 6.2.4) ha defendido que las invasiones bárbaras pueden explicar en parte por qué decayó la civilización islámica. Lo que a nuestro juicio no explicarían estas irrupciones violentas es por qué la ciencia musulmana no dio lugar a una revolución científica. La ciencia tal como la concebían los árabes medievales es cualitativamente diferente a como la entendían los cristianos coetáneos. Los árabes tuvieron el enorme mérito de reunir el caudal disperso heredado de griegos, hindúes y otros pueblos, de estudiarlo, elaborarlo, armonizarlo, sintetizarlo y aumentarlo, sin ninguna duda. Y además hicieron el trabajo de reunir los elementos perdidos que iban a necesitarse en occidente para ser fertilizados. Pero la ciencia islámica era erudita. No aspiraba ni por asomo a usurpar el terreno de la religión. Por el contrario, la ciencia occidental de la época es mucho más intelectual.

La ciencia en el sentido en que la entendemos hoy y la religión tal como la vivían los árabes son manifestaciones humanas incompatibles: la misma civilización no las puede albergar simultáneamente. Porque ambas tienen sentidos muy parecidos: tratan de explicar las causas del mundo; una recurre a Dios, la otra a la existencia de leyes universales; pero en definitiva ambas mentalidades buscan un “clavo ardiente” al que agarrarse para no caer en la nada, el caos, lo absurdo. (Hay muchos más aspectos coincidentes.) De modo que esas formas de entender la religión y la ciencia compiten, se rozan peligrosamente. ¿Acabó Cantor en el psiquiátrico por su afán de servir al mismo tiempo a la ciencia matemática y a la teología, por tratar de conciliar el concepto del infinito lógico con el teológico?

Una mente esencialmente científica razona que si una ley física obliga al sol a salir todos los días, mañana saldrá de nuevo el astro rey. Si no aparece, el científico buscará la explicación en otra ley física (o en la misma). Una mente esencialmente religiosa dará como explicación: “Dios no ha querido que salga el sol hoy”. Por supuesto hay grados intermedios. La civilización árabe es más en esencia religiosa que científica.

Una persona esencialmente científica apenas necesita a Dios en su aspiración de el primer motor del mundo. Y la civilización actual (al menos la occidental) se pone más con toda su fe en manos de la ciencia que en las de Dios (excepto en casos desesperados, en que la idea de Dios surge incluso en tierras en que el ateísmo ha florecido). No hay conflictos serios de la religión occidental actual con la ciencia actual del Oeste, porque esa religión está sumamente desespiritualizada. En el mundo árabe la situación es muy distinta. Una operación quirúrgica puede curar un cáncer, pero la mano del cirujano está dirigida por Alá. El hombre occidental actual tiene fe en la ciencia; el cristiano medieval ya empezaba a pensar así; la fe del árabe medieval es fundamentalmente religiosa.

El decaimiento de la ciencia árabe

¿Por qué pudo decaer la ciencia árabe? Lo que decae es una ciencia erudita, más que intelectual, y partiendo de esa consideración creemos que es más fácil entender el fenómeno. Cualquier causa externa puede afectar a una ciencia erudita. Por ejemplo, si se quiere, la invasión por pueblos bárbaros. A un erudito cuya biblioteca es destruida, ¿qué ciencia le queda? La ciencia intelectual, por el contrario, es más difícil de expoliar porque no reside fuera del hombre, sino dentro de él. Es una forma de entender la vida y de vivirla; es una fe. Una invasión bárbara no puede acabar con un Newton, un Arquímedes o un Galileo tan fácilmente. Podrán quitarle sus libros, pero no sus creencias, y en el fundamento de éstas está su mentalidad científica en el sentido expresado más arriba. Y a la inversa: la llegada de hordas bárbaras puede hacer cambiar la religión de una civilización que no tiene esa manifestación entre sus cimientos fundamentales, pero no podrá alterar las convicciones espirituales de pueblos más esencialmente religiosos que los invasores, porque entre los sometidos el sentido de la vida lo sustenta su creencia en lo trascendente.

Hasta ahora hemos hablado en general. En particular, por supuesto, hubo árabes con una noción de la ciencia equiparable a la cristiana contemporánea, y califas, imanes y cadíes de mente tan abierta o más. Sin duda surgieron instituciones que en algún momento auspiciaron la ciencia, como hubo mecenas. Pero no hay que olvidar que la ciencia no la hace el grueso de una sociedad, sino una parte relativamente pequeñas de individuos, aunque, eso sí, necesitan de la anuencia social. Puede que en la época árabe medieval se dedicara a la ciencia, en términos relativos, el mismo número de personas que en la cristiana, pero estaban solos. Tenían que estudiar solos, y enseñar a discípulos de forma individualizada; su sociedad no creó universidades al estilo de las cristianas. Y un científico que no siente en los demás la fe en la ciencia que él tiene, ve como la propia flaquea.

Recepción, armonización y perfeccionamiento

La labor de los árabes al recibir la herencia griega, interpretarla, ordenarla, armonizarla, incrementarla y transmitirla es impagable. Hace falta mucho amor al conocimiento, mucha dedicación, para llevar a cabo la tarea que emprendieron y culminaron, dejando a los occidentales un solar desbrozado y ordenado donde poder levantar el edificio de la ciencia.

            Contra lo que pudiera parecer, recibir de pronto de otra civilización el conjunto de sus saberes no tiene por qué ser una vía rápida para acceder a su nivel cultural. Cuando se ha sido ajeno a la producción y desarrollo de una serie de logros, no es fácil asimilarlos. Además, una civilización inferior que entra en contacto con otra superior in situ tiene la oportunidad de asimilar de forma más o menos veloz y efectiva el acervo de esta última, gracias al contacto con los maestros y sus saludables influencias. Así, las dudas pueden resolverse, no permitiendo la aparición de lagunas; el discípulo se incorpora inmediatamente al discurso de una determinada disciplina de la mano de su preceptor, se familiariza con la nomenclatura empleada, que a veces es ilógica y otras compleja e incluso hermética (pensemos en la alquimia y en lo difícil que es trabajar en esta disciplina sin ser iniciados por un maestro). Los romanos, por ejemplo, pudieron recibir la herencia griega en esos cómodos términos; los árabes, no.

            La situación de los árabes de hace trece siglos quizá puede parangonarse a la del siguiente ejemplo. Supongamos que actualmente recibiéramos un conjunto de documentos sobre cierta avanzada teoría a la que nuestra ciencia no ha llegado (viaje en el tiempo, por ejemplo) procedente de una civilización mucho más evolucionada que la nuestra (digamos, de otro planeta). Pensemos en las dificultades que encontraríamos para asimilar esa información.

            Admitamos que pudiéramos traducir los textos y que hubiéramos decidido trasladar a nuestra idioma los contenidos recibidos para ponerlos a disposición del resto de los seres humanos y poder estudiarlos entre todos. Evidentemente, surgirán palabras específicas que no sabremos traducir porque toda ciencia nueva crea términos nuevos; además, algunos vocablos pueden ser comprensibles, pero no serlo el significado que se les da en ese contexto. Para colmo, cabe la posibilidad de que los redactores hayan empleado voces poco afortunadas, como ocurre a menudo con nuestra ciencia: a menudo, en los primeros estadios del desarrollo de una teoría se han empleado términos que luego se han revelado poco útiles y hasta desorientadores, pero los hemos mantenido por la fuerza del hábito.

            Con esas circunstancias pudieron toparse en principio los árabes al recibir la “herencia griega”. Por ejemplo, al examinar textos latinos sobre la scientia de ponderibus helena encontraron, para referirse a un cuerpo pesado, los términos pondus y grave, que tienen cierta relación con lo que hoy llamamos masa inerte y masa gravitatoria. Si estos textos dan al lector por avisado y no explican las sutiles diferencias entre ambos conceptos, el traductor puede entenderlos como sinónimos, y si al verterlos a su lengua usa indistinta y arbitrariamente sinónimos equivalentes, la confusión ulterior estará servida. (Recordemos que los árabes tuvieron un grave inconveniente: no pudieron recurrir al autor para despejar dudas.) Sólo si les llegó por azar algún libro que explicara la diferencia entre pondus y grave podrían haber trasladado las ideas con fidelidad. También está el problema de los errores en las copias, que podrían desconcertar a los lectores.

Sigamos con el símil. Por proceder de una civilización más evolucionada la documentación que recibimos la reputamos de verdadera y completa en sí misma, como un corpus unificado, por la reverencia que profesamos a lo que viene de seres superiores. No nos cabe considerar que se hayan podido equivocar. Supongamos, sin embargo, que después de mucho esfuerzo de interpretación comprobamos que la información que se nos ha brindado contiene teorías aparentemente dispares. Inicialmente, desde luego, no veremos este defecto como tal, sino que más bien pensaremos que está en nosotros el problema de no saber casar ideas; luego, cuando después de mil esfuerzos por tratar de conciliar llegamos a la conclusión de que hay realmente incongruencias, o nos sentimos defraudados y abandonamos el estudio (si las teorías discrepan, no todas son verdaderas, y, en ese caso, ¿por qué alguna de ellas lo iba a ser?) o emprendemos una ardua tarea de armonizar el legado porque intuimos que después de todo éste contiene mucho que enseñarnos.

Algo parecido les pudo ocurrir a los árabes. Éstos deben vérselas, por ejemplo, con cuatro teorías diferentes sobre cómo se produce el fenómeno de la visión. En principio, un admirador de la cultura griega difícilmente podría sospechar de la existencia de desacuerdos en una sociedad que se ha mostrado repetidas veces tan objetivamente superior. La intención inicial es, por tanto, armonizar más que buscar las discontinuidades, de forma parecida a como estudia la Biblia un creyente (Lindberg, p. 186). Cuando, después de mucho esfuerzo, se constata la incongruencia, caben dos medidas: analizar las cuatro teorías y quedarse con la más completa o, como hicieron los árabes, tratar de conciliarlas, con la intención de, si fuera posible, no llevar la contraria excesivamente a ninguna de las autoridades griegas, tan respetadas. Esta actitud, al menos en el caso de la ciencia de la perspectiva, se reveló finalmente la más productiva, pues Alhacén fue capaz de armonizar todas las tradiciones en una nueva teoría que facilitó en alto grado el resto del trabajo a los protocientíficos cristianos medievales.

Vayamos más allá en el símil del legado recibido de una civilización superior. Supongamos que a nuestro alrededor no existe un entusiasmo demasiado generalizado sobre lo que de positivo pueda tener estudiar la documentación recibida porque se considere un empeño ocioso o, quizá, poco pío. Si no se nos apoya, permitiéndonos el sustento mientras nos dedicamos a nuestra labor, ¿cómo podremos proseguirla? Peor aún, si no creen nuestros semejantes que podamos sacar ningún provecho, ¿no hará falta una gran fe individual para seguir estudiando los contenidos que nos han enviado?

Ese es otro inconveniente con el que se encontraron los árabes. A diferencia de, por ejemplo, los romanos, los árabes –permítase la expresión– “estudiaron a distancia” y en una sociedad poco favorable a mantener sus estudios. Los esfuerzos, las personas que emprendieron la labor, estaban aislados. Las instituciones de enseñanza no admitían en su currículo las disciplinas ajenas o extranjeras (awail). Se dependía del mecenazgo particular. En esas condiciones, el tiempo necesario para digerir lo que se recibió por escrito pudo alargarse. Además, la escasez de discípulos a los que transmitir la labor probablemente hicieron vanos muchos esfuerzos, que se perdieron. El científico musulmán, en definitiva, no vivía en una sociedad propicia, y eso lo desanima, porque las personas necesitan el acuerdo de sus semejantes, que éstos reconozcan su papel (su rol). Evidentemente, no todo son inconvenientes; el estudio “a distancia” –en el caso de los árabes, distancia en el espacio y en el tiempo respecto a sus maestros los griegos– fomenta el que cada alumno se convierta en su propio profesor, madurando de distinta forma que cuando los conocimientos se reciben de forma directa.

            Agotemos el símil suponiendo que los conocimientos que la civilización superior nos va ofreciendo nos llegan no en el orden cronológico en que fueron logrados por esa civilización, sino más o menos al azar. ¿No provocaría esto un enorme desconcierto? Imaginemos también que la información no la recibe una sola persona sino varias, distribuidas por distintas partes.

Pues bien, estas situaciones las vivieron los científicos islámicos en muchas ocasiones. Pero, sin desanimarse, ordenaron con paciencia el material recibido. Y si cada uno recibió una información distinta, trataron de encontrar una síntesis. En resumen, llevaron a cabo una labor digna de encomio y propia de una civilización con aspiraciones de erudición muy acendradas.

Logros en óptica, ciencia de los pesos y astronomía

            Mencionaremos seguidamente algunas aportaciones en las ciencias de la perspectiva y los pesos y en astronomía para ilustrar el esfuerzo armonizador de tradiciones antiguas aparentemente incompatibles que hicieron los islámicos. En general, hubieron de conciliar dos interpretaciones básicas, la física y la matemática. La existencia de estas dos vías es un hecho recurrente en la historia de la ciencia; uno de los más conocidos ejemplos contemporáneos es la doble interpretación de la mecánica cuántica: la matemática de Heisenberg y la física de Schrödinger, ambas completamente equivalentes.

En óptica los árabes encontraron cuatro interpretaciones de la ciencia griega sobre el proceso de la visión: la atomista (los objetos emiten una cutícula de átomos –eidola– que entra en el ojo, “encogiéndose” si es necesario para conseguirlo); la euclidiana-tolemaica (del ojo sale un cono de radiación que al incidir sobre un objeto lo “percibe”), la aristotélica (el objeto modifica el medio transparente existente entre él y el observador, lo que a su vez provoca una modificación en los humores del ojo) y galénica (un espíritu visual transforma el aire, el cual percibe al objeto con el que está en contacto, devolviendo la percepción al nervio óptico). La segunda teoría es la única que da una explicación geométrica de la visión y las leyes de la perspectiva, pero adolece de contenido físico. La teoría galénica trata más de satisfacer los requerimientos de la disposición anatómica del ojo. Las otras dos dan explicaciones físicas en principio plausibles (aunque criticables) sobre cómo las cualidades visibles de los objetos se transmiten al órgano de la visión, pero no explican la perspectiva.

            En el Islam, Al-Kindí defendió la teoría de Euclides-Tolomeo, Hunaín la de Galeno, y Racés, Al-Farabí y Avicena la de Aristóteles. Pero fue Alhacén (siglos X-XI) quien pudo conciliar las distintas interpretaciones y ofrecer una que es la base de nuestras ideas actuales. Los defensores de la teoría matemática criticaron la aristotélica porque si varios objetos en el campo de visión modifican el medio, el ojo percibiría una mezcolanza de esas alteraciones; y atacaron la atomista porque ¿cómo podían los eidola comprimirse para entrar en el ojo, y cómo podía un cuerpo emitir eidola hacia, digamos, “10.000 personas” que lo estuvieran contemplando? (Hunaín).

Al-Kindí hizo entonces una aportación fundamental al argumentar que la radiación no la produce un cuerpo luminoso como un todo, sino que cada punto de su superficie irradia luz en todas las direcciones independientemente de los demás. Este análisis puntiforme de la radiación sirvió para que Alhacén emitiera una teoría integradora. Frente al inconveniente de que la radiación de todos los puntos produciría confusión en el ojo, Alhacén postuló que sólo excitarían el órgano visual aquellas radiaciones que incidieran perpendicularmente a la superficie convexa del ojo, de modo que las demás se refractarían, debilitándose y perdiendo su capacidad de estimular. Además, Alhacén explicó que la anatomía del ojo es tal que permite una correspondencia biunívoca entre cada punto emisor de radiación de un objeto y un punto dentro del ojo, de manera que la radiación total en forma de cono procedente del objeto da lugar a una imagen idéntica en el órgano visor. En la Europa cristiana Roger Bacon adoptó esta teoría, mejorándola, pero fue Kepler quien consiguió dar una explicación completa, dando cuenta incluso de cómo los rayos refractados podrían estimular la retina sin interferencias con otros rayos, permitiéndose así la formación de una imagen nítida. Los árabes también hicieron una aportación importante respecto al color, tratado insuficientemente por los griegos. Avicena explicó que los objetos sólo tienen color cuando se los ilumina (algo aceptado completamente hoy) y cuando se los observa.

            En la ciencia de los pesos los griegos estaban divididos en dos tradiciones, una estática y otra dinámica. En general, suponían que los estados de equilibrio y reposo eran esencialmente distintos –hoy se trata el reposo como un caso especial del movimiento–. La versión aristotélica, dinámica, apreció la idea del movimiento compuesto, utilizada actualmente (por ejemplo, un movimiento circular puede entenderse como la superposición de dos lineales, uno tangencial y otro centrípeto), que contiene los rudimentos de la teoría vectorial del paralelogramo de fuerzas; un intento de geometrizar el fundamento de la balanza “romana”, y un reconocimiento del principio de las velocidades virtuales a partir del que se dedujo la ley de la palanca. Los resultados son en general válidos, pero muchas demostraciones son erróneas. Buena parte de la culpa de que no se progresara más es la consideración incorrecta de que pesos diferentes caen a distintas velocidades. La otra versión, la estática, se debe a Euclides y Arquímedes. Este último proporciona una demostración elegante y formal de la ley de la palanca basada en dos abstracciones matemáticas: la balanza ideal y el concepto de centro de gravedad.

            En el Islam, Zabit ben Curra admite la aproximación dinámica de Aristóteles, pero sus demostraciones no contienen los errores geométricos cometidos por este último. Además, mezcla partes significativas de la tradición estática arquimediana, comprobando que los pesos distribuidos en los brazos de una balanza equivalen a un solo peso situado en el centro de gravedad. El esfuerzo de Zabit sirvió a los cristianos medievales. En el Oeste también hubo buenos armonizadores primitivos, el mejor de los cuales fue Jordanus de Nemore, quien mejoró la doctrina aristotélica de las velocidades virtuales. Un “redactor” que probablemente es el mismo Jordanus da las primeras explicaciones de los planos inclinados. Pero los cristianos medievales no fueron capaces de producir una síntesis total de las tradiciones estática y dinámica, entre otras razones por mantener una idea de los pesos tal que la velocidad de caída libre de un cuerpo es proporcional a su peso. No obstante, el esfuerzo de unificar estática y dinámica tanto por los árabes como por los cristianos fue un acicate que permitió importantes avances en mecánica.

            En astronomía, mientras que en el mundo latino se usaban teorías descartadas como la platónica del Timeo, los árabes tuvieron acceso a contenidos más ricos, lo que permitió que desarrollaran una poderosa ciencia de los cielos; incluso inventaron nuevos instrumentos que se revelaron utilísimos, como el astrolabio, la esfera armilar, relojes de agua, el torquetum, el astrocompás, etc. Además, tomaron numerosísimas anotaciones en útiles tablas y crearon la institución del observatorio.

Los árabes comprobaron la existencia de dos teorías: la física de Aristóteles y la matemática de Tolomeo. El primero pensaba que por ser el universo una entidad material, su comportamiento debería deducirse de las leyes de la física. En el centro del mundo estaba la tierra inmóvil rodeada de esferas elementales de agua, aire y fuego; circunscrito, había un sistema de esferas compuestas de un quinto elemento o éter rotando alrededor de varios ejes con un centro común, cada una con una velocidad angular constante. Por su parte, los instrumentos geométricos usados por Tolomeo (deferentes, epiciclos, excéntricas, etc.) violaban las leyes físicas, pero daban más precisas explicaciones de los movimientos de los cielos. Averroes consideró los dos sistemas incompatibles, y Al-Bitruyí trató de armonizarlos eliminando epiciclos y excéntricas. Todo esto condujo a debates sobre si las matemáticas pueden o no explicar el mundo desde su característico punto de vista abstracto. Tanto árabes como cristianos contemporáneos trataron de introducir la teoría cinemática de Tolomeo en la de las esferas materiales de Aristóteles, y aunque no consiguieron resultados definitivos, sí pusieron los cimientos para que algunos siglos más tarde se consiguiera reconciliar ambos puntos de vista.

Bibliografía comentada

            Las reflexiones anteriores son el fruto de la lectura de los siguientes libros o artículos:

  • H. F. Cohen, The Scientific Revolution, Capítulo 6.2 (“The Decay of Islamic Science”) The University of Chicago Press, 1994

Ofrece un interesante resumen de las opiniones de Von Grunebaum (cuya tesis es que los valores de la civilización islámica eran tales que la ciencia y la filosofía no podrían aparecer nunca); Saunders (que se centra en el efecto de las invasiones bárbaras) y Sayili (que considera que fracasó la reconciliación entre ciencia y religión). De este último hemos leído:

  • Sayili: “The Causes of the Decline of Scientific Work in Islam”, apéndice II de su libro The Observatory in Islam, Ankara, 1960, Nueva York, Arno Press, 1981.
  • I Sabra, “Science, Islamic”, en J. R. Strayer (ed.), Dictionary of Middle Ages, Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1988; vol. XI: 81-89.

El autor ofrece una desapasionada panorámica de la civilización árabe y su ciencia, aunque defiende que la recepción de la cultura árabe no fue pasiva. Comenta las distintas instituciones creadas por la cultura árabe, como los observatorios y las madrasas. Resume en términos muy claros los logros de la ciencia musulmana y aborda el “carácter de la ciencia islámica”, que considera más relacionada con la transmisión que con la invención. Este autor rechaza las explicaciones esencialistas que deducen características de la forma de hacer ciencia de otros atributos de la civilización islámica (nuestra tesis, defendida aquí, no es que la ciencia árabe derive de otras manifestaciones del ser árabe, sino que todas las manifestaciones, incluida la ciencia, están interrelacionadas y marchan juntas, y, en el caso de la civilización islámica medieval, lo hacen en fase). Considera que la explicación del declive hay que buscarla por medio de los métodos empíricos de la historia.

  • T. E. Huff, The Rise of Modern Science, Capítulos 2 (“Arabic science and the Islamic world”) y 3 (“Reason and rationality in Islam and the West”), Cambridge University Press, 1993

Este autor valora la influencia de las instituciones particulares existentes en el mundo islámico (patronazgos, madrasas, observatorios, etc). Entiende que las diferencias con las instituciones cristianas (universidades) es fundamental para entender la ciencia árabe y por qué declinó. Huff cree que hay “patrones institucionales identificables y fuerzas culturales operando en el Islam medieval que impidieron el desarrollo de esferas legalmente autónomas de discurso y participación. Incluyen la dominancia de la familia extendida tradicional, un sistema de valores secretista en los asuntos intelectuales, una resistencia a la formulación de normas universales generalizadas, así como normas legales muy particulares”. No estamos muy de acuerdo; pensamos que las instituciones y la ciencia están interrelacionadas, que avanzan juntas o no avanzan, que cada civilización se dota de las instituciones compatibles con su forma de pensar la ciencia (y la religión, la ley, etc.). La “familia extendida” no es una “imposición extraterrestre”; ese tipo de familia la constituyen hombres, y hombres árabes, los mismos que pueden o no hacer ciencia, si quieren, si creen en ella. Huff destaca también supuestas diferencias entre la forma de entender la racionalidad y la conciencia entre árabes y cristianos como causa de sus diferencias en cuanto a idea de la ciencia.

Finalmente, para estudiar los logros de la ciencia árabe y la dificultad para integrar las distintas tradiciones griegas hemos leído:

  • D. C. Lindberg, “The Science of Optics”, en Science in the Middle Ages, D. C.
    Lindberg (ed.), The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 1994, p. 338-368
  • J. E. Brown, “The Science of Weights”, en Science in the Middle Ages, D. C.
    Lindberg (ed.), The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 1994, p. 179-205
  • O. Pedersen, “Astronomy”, en Science in the Middle Ages, D. C. Lindberg (ed.), The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 1994, p. 303-337

19 de marzo de 1999

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