domingo, 4 junio 2023

Un día sin química

Al azar

Ana López Rodríguez »

Levantarse de la cama a las seis y media de la mañana no es fácil para nadie. No es una excepción María, la protagonista de esta historia, que con sueño y pereza trata de llegar, tambaleándose, al baño, para darse la ducha de rigor y ser una persona de nuevo, mientras Arthas, su perrito, la persigue a saltos con la energía que a ella le falta.

Algo más despejada, tras acabar de vestirse, María se va a la cocina para prepararse el desayuno. Las Navidades ya han pasado y el verano está a la vuelta de la esquina, así que mejor se hará algo sano y ligero: un zumo de naranja, café con leche edulcorado con sacarina y un trozo de pan tostado con aceite, por ejemplo. Después baja a Arthas a pasear, le da de comer, friega la taza y se va corriendo a terminar de secarse el pelo y maquillarse, porque en menos de una hora tiene que entrar a trabajar y el tráfico a estas horas se pone horrible. Y una mañana más, con el reloj encima, lo consigue. “Debería empezar a usar el transporte público para ir al trabajo” piensa, cada día, pero siempre tarda demasiado, y diez minutos más en la cama, se notan…

Tras llegar a su oficina, María se da cuenta de que tiene un montón de trabajo atrasado, así que decide tomarse otro café y ponerse manos a la obra: el papeleo no va a irse solo, por desgracia. Y después de una jornada laboral aburrida e intensa, con un breve parón para comer algún tentempié ligero, se va a tomar una merecida cerveza con sus compañeros de trabajo, y de vuelta a casa, a comer. Arthas la espera ansioso para jugar un ratito, que una mañana entera de soledad aburre hasta al perro más vago. Cuando nuestra protagonista llega a casa, aunque se alegra de ver a su mascota, con la hora que es, prefiere comer algo que ponerse a lanzar palos para entretener al chucho. El estómago ruge como si llevase un altavoz incorporado, así que se pone manos a la obra. La operación bikini sigue en pie, pero tiene un hambre atroz, así que la pospone: eso sí, comiendo algo de pescado para no sentirse demasiado mal. ¿Qué tal merluza? Con mayonesa, por ejemplo. Y de postre, un yogur.

Con la pereza típica de la siesta, María se tumba un poco a ver la televisión, tras encender la calefacción para paliar el duro frío de enero, pero sin darse cuenta, se queda dormida. Ay, la siesta. Qué mala es a veces. Cuando se despierta, tres cuartos de hora después, María tiene un dolor de cabeza preocupantemente intenso. “He quedado con Elisa en un rato para tomar un café, y así no puedo salir de casa… Tomaré un ibuprofeno, o algo así”. Y lo toma, claro.

Peripuesta de nuevo, sale a tomar un café con su amiga, a la que hace un par de semanas que no ve. Cuando llega a la cafetería, ve que ella ya ha llegado y está leyendo la prensa en una mesa al fondo del local. Se saludan, y empiezan a hablar, como siempre. Cotillean, comentan anécdotas del trabajo, hablan de alguna noticia que les ha llamado especialmente la atención… Hoy toca comentar un artículo acerca de la contaminación que llevaba el Arga hace no demasiado.

– Qué cosas, María. Lo que hacen las industrias, y los coches, y toda esta sociedad en la que vivimos. Cuánta contaminación. Estamos viviendo en ciudades que nos matan, poco a poco.
– Ya será menos, mujer, todo ese tema está muy controlado ahora, y todos los niveles de contaminación se han reducido.
– Claro, pero no del todo. ¿Vas a decirme que es vivir en Pamplona tan sano como en un pueblecito perdido en el monte?
– No hombre, claro que no… Supongo que algo de razón llevas.
– ¡Pues claro que la llevo! Si viviésemos como nuestros abuelos estaríamos mucho más sanos. Sin polución, sin industrias que destrocen los paisajes, sin humo, sin productos químicos…
– ¡Jaja! No me cuentes tonterías, que ambas sabemos que sin televisión te aburrirías…
– Bueno, vale. La televisión se queda. Pero el resto…

Y a lo tonto, la tarde se ha ido, y María debe volver a casa. No ha traído coche, así que se pone su mp3 y, escuchando su canción favorita, empieza a andar, y a pensar sobre su conversación con Elisa. “La verdad que tiene razón. A saber cuántos productos químicos tenemos en la comida, o respiramos, o, incluso bebemos con el agua que sale por el grifo. Hay cosas que todos sabemos, o imaginamos: conservantes de los alimentos, pesticidas, contaminantes que salen de los coches, productos químicos en el agua… Pero seguro que hay un montón de cosas perjudiciales de las cuales no tenemos ni idea… Mejor no pensar en ello. Ya se sabe, ojos que no ven…” Y caminando distraída, llega a casa. Juega con Arthas, le da de cenar, se hace su propia cena (una ensalada, para acabar sin remordimientos el día), revisa su correo, se entretiene un poco en el ordenador, y se va a dormir, por fin.

Y aquí se acaba su historia (por hoy, claro, no entra en los planes de nadie que algo terrible le pase esa noche). Probablemente sea la misma historia que la de mucha gente (aunque espero que no la de demasiada, porque ha sido un día bastante rutinario y aburrido). Mismas costumbres, mismas reflexiones, mismas rutinas… También es probable que alguien se pregunte por qué cuento la vida de esta pobre chica, que qué pinta en un texto que, se supone, iba a hablar sobre química, y no a convertirse en un reality show. Pero paciencia, ¡todo llega!

Analicemos algunos puntos claves sobre el día de María. Cuando digo analicemos, digo, en gran parte, critiquemos. Y no me refiero al poco caso que le hace a su pobre perro, aunque también podría comentarlo, sino a algunos tópicos bastante frecuentes en el día a día de cualquier persona que reflexione sobre el tema de la química y que, sobre todas las cosas, debemos eliminar.

Empezaré comentando una experiencia personal que, aunque no sea la de María, está relacionada. Por curiosidad a la hora de plantearme este escrito, le hice la misma pregunta a unas cuantas personas de mi círculo de allegados. Amigos, familia, ya se sabe. Esas personas que, cuando tiene usted que hacer algún artículo divulgativo para una asignatura en la universidad, tienen el deber moral de ayudarle.

Si te digo que pienses en la química, qué es lo primero que se te viene a la cabeza? “ Las respuestas fueron bastante parecidas, la verdad. Quizá la gente más joven fue algo más acertada, pero casi todas las respuestas se fueron a grandes industrias que fabrican cosas enormes privándonos de nuestro derecho a respirar aire limpio. Alguno que otro se fue a pensar en algún cerebrito de bata blanca hacinado en un laboratorio, un doctor premio nobel, otros a un Doctor Bacterio, haciendo experimentos complicadísimos. Con nanopartículas, por lo menos.

Es curioso. Muy curioso, de hecho.

He sacado, principalmente, tres conclusiones de estas contestaciones. Supongo que podrían sacarse muchas más, pero mi capacidad deductiva no ha sido capaz de encontrarlas.

La primera, es que nadie es realmente consciente de toda la química que hay en su día a día. A lo sumo, como María, pensarán en cosas más o menos obvias: medicamentos, productos de limpieza, conservantes artificiales en las comidas, cosméticos… Pero nadie piensa de primeras, por ejemplo, en cosas comunes y útiles, como la combustión de las cerillas o las baterías de sus reproductores de música.

La segunda, es que mucha gente tiene totalmente demonizada la química. “Contamina”, piensan. “Altera los paisajes”, dicen. “Perjudica a los animales y a nosotros mismos”, discuten.

La tercera, pero no por ello menos importante, es que nadie, ni por asomo, piensa en la química “natural”, aquella que nuestros abuelos también tenían presente (y utilizaban con total impunidad). Esa que forma parte de nosotros mismos, y gracias a la cual, vivimos, sin ser casi conscientes de ella.

Desarrollando la primera conclusión, con atisbos de analizar la tercera, pensemos en cuánta química tenemos en nuestros días rutinarios. Para ejemplificarlo mejor, voy a usar a la pobre María como sujeto de pruebas. Aunque a estas alturas, tras destripar su intimidad, dudo que le importe.

Cuando se levantó, fue a la ducha. Supongo que es obvio pensar en los jabones que usó para ducharse, el desodorante que, esperemos, se echó después, o las cremas que, probablemente, haya usado. Pero poca gente piensa, por ejemplo, en la caldera que calienta el agua para que María no se congele cada vez que quiera asearse. Las calderas usan un combustible (por lo general gases licuados de petróleo, como el butano o el propano), para calentar el agua por una reacción química bastante común (combustión), que irá por las tuberías hasta el grifo de la ducha. Bastante útil, como ven. No voy a meterme en los procesos químicos necesarios para elaborar la silicona que impermeabiliza la ducha, o en los polímeros plásticos que han hecho falta para elaborar la mampara. Pero podría, y tendría para otras tres hojas. O más.

Pero voy a volver a María, y a su aburrido día. Supongamos que se calienta el café en una vitrocerámica, con sus respectivos quemadores que combustionan el gas. O pensemos, incluso, en la leche, pasteurizada, para reducir la cantidad de microbios malignos que pueda tener. Ya hemos encontrado más de una decena de productos químicos o tratados con química, ¡y sólo son las 7 de la mañana!

Pasemos ahora, al viaje en coche. El coche… Por dónde empezar. La verdad que es un conjunto totalmente integrado de electrónica y química. Empezando por la química del combustible, de manera diferente si es gasolina o gasoil, empezando en las bujías, si el coche es de gasolina, y terminando todo el proceso expulsando los restos y filtrándolos en el imprescindible para el medio ambiente, catalizador. En este último elemento, se limpia, en varias fases, por medio de reacciones químicas catalizadas (quien le pusiese el nombre al aparato no se comió demasiado la cabeza), los productos de la reacción de combustión del combustible.

Cuando María llega al trabajo, con la pereza típica de las mañanas frías, ve que necesitará algo de energía extra, y recurre al café. La cafeína actúa como un antagónico de un neurotransmisor. Es decir, atraviesa la barrera hematoencefálica y se adhiere a unos receptores específicos del cerebro. Tras varios procesos (bioquímicos, por supuesto) la cafeína aumenta el pulso, estimula el sistema nervioso y hace que María pueda seguir trabajando sin quedarse dormida en el intento. Vamos que, probablemente sin darse cuenta, ha introducido en su organismo un reactivo para conseguir un producto tras varias reacciones: energía.

Tras acabar el papeleo, María se va a tomar una cerveza con sus compañeros. Fermentada, claro está, como todas las cervezas. Otro proceso químico. Las levaduras, al fermentar los cereales iniciales, lo convierten en lúpulo, componente fundamental de la refrescante bebida.

Seguramente si, a la hora de comer, le preguntásemos si ha estado en contacto con algo químicamente tratado o elaborado, contestaría que sí. Que los jabones, y el lavaplatos, para fregar la taza del desayuno. Puede que, si diésemos con ella en un día “espabilado”, pensase en el combustible del coche, o en el coche en general. Pero poco más. Y la verdad es que me gustaría ver su cara si le quitásemos, por ejemplo, el calentador.

Come, y se hace una mayonesa. Una emulsión de aceite, yema de huevo, y sal. A veces con un chorro de vinagre, para que no se corte (otras con un chorro de limón, o directamente, sin nada. Dejo esto al libre albedrío de quien lo lea, porque llegado a este punto no quisiera ofender a ningún cocinero).

Y tras la comida, encender la calefacción (bendito calentador de nuevo), y a dormir. La pastilla tras la siesta es, quizás, lo más químicamente obvio de todo aquello con lo que haya podido estar en contacto en su día.

¿Por qué, entonces, si para casi todo lo que ha hecho ha usado la química, comenta con su amiga Elisa lo perjudicial que es para nosotros? De hecho, cuando vuelve a casa pensando sobre el tema, sólo se le ocurren cosas perjudiciales relacionadas con el tema.

Y aquí llegamos al punto dos de mis anteriores conclusiones: el por qué de esa visión negativa sobre esta ciencia por parte de mucha parte de la sociedad.

Es por todos sabido que es frecuente temer o rechazar aquello que desconocemos. Nadie nos habla de por qué son necesarias las reacciones de pasteurización de la leche, o por qué son necesarios los conservantes en la comida. Supongo que, por esa razón, basándonos en experiencias malas de cosas relacionadas, creemos que todo es dañino. Aprovecho este punto para manifestar mi total convencimiento de que la educación científica debería ser reforzada por el sistema educativo desde que somos micos de 4 años. O menos, si me apuran. Pero como me estoy yendo del tema, vuelvo a lo que me ocupa.

Imaginemos por un momento que los conservantes, hoy por hoy no dañinos para el cuerpo, no existiesen. La función de un conservante es impedir que se produzcan reacciones de putrefacción en la comida. Si un elevado porcentaje de la comida que compramos viene de fuera de nuestra propia comunidad autónoma, ¿cómo podríamos estar abastecidos de todo tipo de comidas sin que estas se pudriesen por el camino? Está claro que hay granjas ecológicas y comida de propio cultivo que son igual de válidas, e incluso ofrecen comida mucho más sabrosa, pero ¿qué pasa si no tengo un huerto en mi patio trasero?

Volviendo al tópico de las grandes industrias, es entendible que se vea la química como algo contaminante. Pero lo que se desconoce es que ella misma tiene los medios para “autoneutralizar” su contaminación, por medio de otras reacciones. Igualmente, la contaminación, aunque debe ser tenida en cuenta casi como una prioridad, es un pequeño precio a pagar en comparación con todos los beneficios que esas industrias nos reportan.

El mayor ejemplo de reparo a la química son las centrales nucleares: Chernobyl, Fukushima… Muchísima gente se opone firmemente al desarrollo de este método de obtención de energía. Lo que, probablemente no sepan, es que, a la larga, es la energía más limpia, siempre y cuando se encuentre la manera de tener los desechos radiactivos a buen recaudo, como es el caso en los respectivos contenedores utilizados. ¿Sabía usted que todos los teléfonos móviles también liberan una pequeña radiación? ¿Sabía usted que la fabricación de ciertos medios de energía “limpia”, contamina más que una central nuclear en el mismo tiempo¿ Y ya ni hablo de cómo deshacerse de los materiales cuando, por ejemplo el molino, termina su vida útil.

Supongo que debería ir resumiendo lo que quiero decir, porque reconozco que a veces me explayo demasiado. Hace poco escuché una frase de un doctor químico que trabaja en el CSIC, que decía que no se puede predecir el futuro, y tampoco el de la química. Lo que está claro, es que no habrá futuro sin química. Y le suscribo, totalmente. Y espero que, tras leer este artículo, lo hagan ustedes también.

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