María Cegarra Salcedo, nacida en la localidad minera murciana de La Unión en 1899 y fallecida en 1993 en Murcia, fue la primera perita química de España, obteniendo su título en la Escuela Politécnica Superior de Alcoy en 1928. Posteriormente, en 1946, obtuvo la licenciatura en Ciencias Químicas por la Universidad de Murcia.
Entre los años 1921 y 1924 prestó servicios como ayudante técnica en un laboratorio de análisis industriales. Luego, desde finales de los años veinte y durante varias décadas, estuvo al frente de su propio laboratorio de análisis químicos y mineralógicos orientado a la explotación minera.
También fue profesora de Ciencias Químicas en la Escuela de Peritos Industriales y Maestría de Cartagena, así como en otros centros de Formación Profesional y Bachillerato como la Escuela Superior de Trabajo de Cartagena. Hoy, un instituto de enseñanza secundaria de La Unión lleva su nombre.

Pero no solo destacó en la química, sino también en la literatura. Según la Wikipedia, su poesía es “humana, profunda, de exquisita verbalidad pero despojada de preciosismo, con temática afín al espíritu trascendentalista de las generaciones de los años 1940 y 1950”. Fue muy amiga de Carmen Conde, primera mujer en la Real Academia Española, y del gran poeta Miguel Hernández, que a menudo se desplazaba a La Unión para visitarla desde la cercana localidad de Orihuela. Quizá la amistad de ambos se enfrió a raíz de la Guerra Civil por su militancia en bandos opuestos. María Cegarra publicó su Poesía completa en 1987. También fue pintora. Tuvo un hermano (Andrés) que igualmente destacó en la literatura y que fue director de un Liceo de Obreros en La Unión.

Su triple faceta de química, poeta y docente se manifestó en sus actividades culturales, como una conferencia que pronunció en 1934 en la Universidad Popular de Cartagena titulada “Perfume, Ciencia y Poesía”.
Fue la primera concejala del Ayuntamiento de su pueblo en la década de 1960.
Seguidamente presentamos algunos textos de su autoría y relacionados con las distintas facetas de su vida y personalidad: química, social, pedagógica y literaria.
Química
Este es un texto profesional relacionado con la catálisis y los catalizadores que publicó en el número 355 de la revista Algo de Barcelona, el 30 de mayo de 1936 (página 14).
FENÓMENOS CATALÍTICOS
Las substancias denominadas catalíticas no son cuerpos que tengan una composición determinada que permita clasificarlas como tales. Substancias catalíticas son los ácidos diluidos en la transformación del almidón en dextrina y azúcar; el negro de platino en la descomposición del agua oxigenada; el bióxido de manganeso en la combinación del anhídrido sulfuroso y el oxígeno para llegar a la obtención del ácido sulfúrico; el mismo ácido sulfúrico en la fabricación del éter de las farmacias; los cloruros metálicos en ciertas síntesis orgánicas; los óxidos metálicos. Se las llama catalíticas porque activan las reacciones antes señaladas, actuando únicamente por presencia.
Al final de la combinación entre los otros cuerpos, el catalizador permanece intacto, en la misma cantidad y estado que se colocó, sin ceder ni apoderarse de nada. Empleando un símil literario podemos decir que son la autoridad química inconmovible que obliga a los otros elementos a cumplir bien y rápidamente su ley de combinación. Ostwald los compara a los lubrificantes, que, al disminuir los rozamientos, aumentan la velocidad de las máquinas. Pero estas comparaciones, aunque hacen comprensivos los fenómenos catalíticos, no son una interpretación que defina su causa. Se la atribuye a la gran presión que se desarrolla en el nuevo medio que se forma en la superficie de los agentes catalíticos.
En el «endurecimiento» de las grasas, por ejemplo, operación que se verifica tratándolas con gas hidrógeno a presión sobre la masa caliente, ha de efectuarse imprescindiblemente en presencia de metales finamente divididos, eligiéndose de entre ellos el níquel —también el paladio—, obtenido por calcinación de trozos de piedra pómez impregnadas de nitrato de níquel. Sin el contacto de los óxidos metálicos no se verifica la reacción.
Las putrefacciones y fermentaciones también se realizan merced a la influencia de las «enzimas, catalizadores orgánicos cuya estructura molecular es aún desconocida», debiendo su origen a la actividad vital de células, principalmente seres vegetales y animales de las familias de las bacterias y hongos. Estas enzimas son capaces de transformar grandes cantidades de materia. Así, por la acción de las enzimas que segregan los hongos «sacaromyces» se convierten los azúcares en alcohol, influyendo en ello la temperatura y la presión. El almidón que existe en las plantas se transforma en azúcar en virtud de ciertas enzimas que fijan el anhídrido carbónico del aire con el agua.
A la catálisis orgánica, cada día más numerosa, se le concede tal importancia, que se la cree un fenómeno universal, pues determinados catalizadores son los que influyen en el proceso biológico de la vida y la muerte.
Ana María CEGARRA SALCEDO
Profesora de la Escuela de Trabajo de Cartagena
Sociedad
El siguiente texto, publicado en la revista Luz el 22 de diciembre de 1933, refleja sus preocupaciones sobre el trabajo en las minas de su región:
PAISAJE MINERO
LOS POZOS MUERTOS
LA CIUDAD SE ACABA
En todos los labios la misma queja. En todos los rostros, en todas las miradas, el mismo desaliento mustio, desesperanzado, en torsión seca, interminable. Hasta el clima dorado, resonante como un cobre bruñido, da más días grises, extraños, apagando su azul de pupila dulce con el indefinido tono de las nubes persistentes –humo antiguo–, rebeldes de agonía.
Es como una vena rota, de fluir empobrecido, casi agotado.
Primero, los hombres, aun sucios de plomo, de carbón; callosos y calientes de tierra honda, aguardaron apoyados en el sol de la calle –amplia, con resabios de riqueza súbita– que les avisaran de las minas. Pero se olvidaron de ellos, tan sin ademanes, tan sin voz, sorprendidos de la vaguedad de fiesta con hambre, empujados unos hacia otros con angustiosa mudez.
ESPERARON MÁS
Los días vacíos les enseñaron a mirar los horizontes. Y disimuladamente anchurosos, lentos, se perdieron por las carreteras –galerías desconocidas de luz– lejos de las minas con visión de mar, el pecho cerrado en un sufrir aterido de miseria.
Las montañas no pueden seguirlos y tienen nostalgia de sus hombres. Altos de valor, crecidos de olvido, eran su paisaje alegre sobre el rocoso panorama externo, como enfriado después de una fuerte calcinación. Ni árboles ni agua. Casi metales sus entrañas mordidas. Y en todo, silicatos de aristas insolubles.
Sube el hombre a la sierra y se mete en el silencio atronador de los montes perforados. Es el minero, que no puede separarse de las cuestas y los barrancos, imanes para el hierro de su sangre. Cuida de los pozos, como si los ordenara; se asoma a los brocales y cree ver al cielo en el fondo; araña la superficie; recuenta, coloca piedras en las terreras, descansa, sigue, suspira. Así un día y otro, en las noches de luna recia, en las mañanas encalmadas, o en los atardeceres revueltos en un disgusto de viento sin camino.
Piensa que todo volverá a agitarse; que se tenderán cables potentes; que los motores desencadenarán el dormido relincho de sus caballos prisioneros; que habrá un nuevo chirriar de ruedas, molinos, martillos, mientras los hombres cantan y la muerte acecha.
Al bajar las sendas retorcidas como nervios enfermos, siente que no tiene fuerzas, que envejece por momentos, que se agota antes que retorne la dicha, y se golpea –para estar despierto– en una desesperación de ceniza que no puede renacer.
Regresa condensado de ansias, caídas las manos, adelgazado de pena y de fatiga, soñando en balsas espesas de barro metálico.
A nadie habla de su dolor de minero, ni nadie se entera que lleva astillado el corazón, no sabe si de odio o de ternura.
Al pasar por la ciudad cierra los ojos por no ver cómo se devora, royéndose las casas, que desaparecen como decoraciones inservibles, quedando un mutismo de escombros enyesados.
Intenta apagar su llama, desgarrarla, con el recuerdo de las vidas que enfermaron, de los huérfanos –luceros sin brillo–, de las madres ciegas de lágrimas. Y sonríe, removiéndose en un gozo cruel –¡aquello era trabajo!–, dando su esperanza afilada, como un inmenso cuchillo que hiriera.
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Cuando vengan unas nuevas generaciones de frentes iluminadas y calentura en los pulsos vírgenes, los mineros tendrán laureles de acero y sus manos, hoy en garra, no mendigarán el pan. Marcharán delante –por rezagados ahora–, heraldos de si mismos, firmes de confianza cumplida, llenos de serenidad; porque habrá cuajado el cáliz de amor que la humanidad necesita para ser feliz.
María Cegarra Salcedo
La Unión, diciembre 1933.

Pedagogía
Su compromiso con la enseñanza lo manifestó en escritos como este, publicado en la revista Luz de Madrid el 7 de octubre de 1933 (p. 10), en el que manifiesta su apoyo a la formación profesional:
Una enseñanza olvidada
“…pero en vez de Institutos, lo práctico es retenerlos hasta
los dieciséis años, especializándolos para la vida cultural
en Escuelas de Trabajo, que tan pocas hay en España…”
(Miguel de Unamuno.)
El ilustre rector de la Universidad de Salamanca cita la falta de Escuelas de Trabajo. Y esta enseñanza, por afectar a una clase modesta, y numerosa por tanto, merece especial atención. Tal vez ese punto que el Estado descuida sea uno de los que más directamente le atañen, puesto que de las Escuelas de Trabajo salen obreros especializados, auxiliares eficaces de la industria, cuyo beneficio redunda principalmente en la economía nacional.
Tan necesarias como las escuelas primarias son las Escuelas de Trabajo, que habilitan al individuo de una cultura práctica que difícilmente puede adquirir por sí solo.
La extendida profesión de mecánico se forma, en su mayor parte, sin pasar por las Escuelas de Trabajo, ignorando los más elementales principios. Porque resulta caro estudiar, y dichas Escuelas no son la enseñanza complementaria de los muchachos que no han de cursar estudios de Institutos ni Universidades.
Del colegio, cuando todavía no saben bien leer ni escribir, van directamente a los talleres, a trabajar torpemente, sin hábito, sin noción de lo que desempeñan, con el deseo de aprender un oficio que nunca han de llegar a dominar, ya que les falta la base fundamental que no les permite salir de la medianía aun a los más aprovechados. Hoy las empresas mecánicas producen en serie, especializándose su personal en un solo menester. Ello es un perjuicio para las clases trabajadoras, que únicamente se hacen competentes en construir tomillos o taladrar planchas, sin que sepan fabricar piezas distintas ni acoplarlas hasta dejarlas en un completo funcionamiento. Así existe un número crecido de mecánicos de un solo mecanismo, fuera del cual no son nada.
Desde la enseñanza primaria debe hacérseles conocer las ventajas del trabajo científico-manual fomentado por las Escuelas de Trabajo. Los jóvenes que, por vocación o por necesidad, no han de ser oficinistas ni hombres de estudio pueden facultarse para una colaboración acertada con las distintas ramas de la industria.
Hacen falta muchas Escuelas de Trabajo con una enseñanza más asequible a las clases humildes, rebajando el precio de la matricula, prodigando becas, protegiendo el Estado también la admisión del personal capacitado por las Escuelas de Trabajo en arsenales y entidades oficiales.
A estas enseñanzas no se les concede en España la importancia que en otras naciones; por eso existe una mayor deficiencia en la técnica obrera. El más alto censo de niños es el que no tiene dónde aprender aquello que ha de serle necesario al enfrentarse con la vida, elevándose sobre el maquinismo.
Hay una laguna en nuestra enseñanza que es preciso llenar con Escuelas de Trabajo en número suficiente. Ellas son las que han de dar a España los trabajadores perfectos, legiones de hombres útiles que la engrandezcan más cada día.
María Cegarra Salcedo
Auxiliar de Física y Química
en la Escuela Superior de Trabajo de Cartagena
Literatura
Este poema fue publicado en el número 4 de la prestigiosa revista gaditana Isla (1933):

La mima revista Isla, en el número 7 (página 23) de 1935, publicó una encuesta titulada “La nueva literatura ante el centenario del romanticismo” en la que algunos destacados escritores de la época opinaban al respecto. Entre ellos estaban Carmen Conde, Eduardo de Ontañón, Guillermo Día-Plaja. Alfredo Marquerie, Rafael Laffón, Juan Gil-Albert, Ramón Sijé, José Ferrater Mora, María Luisa Muñoz de Buendía o nuestra María Cegarra. Su opinión era esta:
Resurrección al ansia y al puro amor. Es decir, a la poesía que es anhelo sobrehumano.
Los románticos, ambiciosos de sentimentalidad, tienen el aire emanado—fervor y fiebre— del enamoramiento. Y una pasión, cuando no ciega y enardece es porque se hace melancolía; pero siempre es llama de vida interior.
Romanticismo del que ama y padece y confía y espera. Que aunque se renueven y cambien las escuelas literarias, un poeta es siempre un romántico.
Salvemos la poesía—pensamiento y amor— vida del alma.
La sensibilidad desbordada de la Condesa de Noailles, le hace escribir: “Hay que creer a los poetas que lo saben todo mejor que nosotros; la poesía es la verdad del mundo”. Aun cuando mienta, porque entonces nos trae lo inexistente, primera pureza de la verdad.
Críticas de su obra literaria
La siguiente es una reseña de su obra “Cristales míos” que apareció en La Libertad (Madrid, 12 de marzo de 1935, página 5):

Otra crítica sobre el mismo libro la publicó Isla en su número 9 (1936):

Fuentes
- Prensa antigua: Biblioteca Nacional de España
- Web Poetas siglo XXI
- “María Cegarra Salcedo”. Wikipedia