lunes, 2 octubre 2023

La enseñanza de la Química en España entre 1800 y 1936

Al azar

Parte 1
Necesidad de enseñar Química

Desde los albores de la civilización el ser humano ha reducido y aleado metales, ha extraído colorantes, ha convertido tierras y arenas en vidrio, ha destilado perfumes y ungüentos, ha elaborado cremas de maquillaje, drogas, blanqueantes para la ropa, conservantes para momificar, etc. Es decir, ha pergeñado miles de transformaciones sobre la materia, cometido que se considera el principal objeto de esa disciplina científica llamada Química.

Dicho objeto abarca un campo no sólo inmenso sino también muy complejo, y eso justifica que la Química sea necesariamente una ciencia más empírica que la Física y que su fundamentación teórica haya tardado tanto en fraguar. El hombre no ha dedicado a la elucidación de los conocimientos que hoy se adscriben a la Química ni más ni menos esfuerzos que los consagrados a la Física, pero en general los “fenómenos químicos” están sometidos a más variables que los “físicos”. ¿Cabe comparar, por ejemplo, la sencillez relativa de las leyes del movimiento parabólico de una bala de cañón, que permiten con un alto grado de certeza predecir dónde llegará esa bala, con la aparente aleatoriedad del producto que se puede obtener al mezclar tierras en busca de vidrios coloreados? ¿No les ha resultado más inmediato a los científicos obtener las leyes matemáticas que explican los distintos tipos de movimiento que dar justificación teórica a fenómenos que obedecen en la mayoría de los casos a causas ultramicroscópicas, como son las reacciones químicas[1]?

Quizá estas razones expliquen por qué la Química ha sido reconocida tan tardíamente como disciplina en los currículos educativos. No hace mucho era imposible tratar de enseñar a los escolares con un mínimo de sistema lo que no era sino un conjunto de procedimientos refractarios a todo encuadre teórico de los que se ocupaban más bien los artesanos y que se transmitían mayormente por vía oral. Sólo cuando ciertos conocimientos químicos demostraron su coherencia lógica pudieron ser integrados dentro de cuerpos ya consolidados como la Farmacia, la Medicina o la Física.

La Química logró su emancipación de estas otras ciencias en el siglo XIX. Es en ese momento cuando se reparó en que la ejecución de determinadas operaciones químicas de producción generaban considerables beneficios económicos. Ello suscitó la necesidad de formar académicamente a investigadores que exploraran nuevos métodos de síntesis y a operarios que llevaran a cabo de la forma más eficiente posible su producción industrial. Poco a poco la figura profesional del químico fue siendo socialmente reconocida[2].,

En España se empezó a enseñar Química “oficialmente” bastante más tarde que en otras naciones (retraso que también sufrieron otras ciencias; el químico Ángel Vian Ortuño lo atribuye a que los gobiernos mantenían que “la transmisión de la cultura [era] una forma de la beneficencia social que correspondía ejercer a las instituciones eclesiásticas” (Vian: 432, 433)). Es cierto que a lo largo del siglo XIX el Estado promulgó planes de estudio como los de Gil de Zárate (1834), Pidal (1845) y Moyano (1857) con el objetivo de modernizar la enseñanza de las ciencias, pero al menos la de la Química no experimentó ningún avance significativo probablemente porque no existió la necesaria continuidad en este empeño.

En ocasiones se proyectaron excelentes planes educativos que no llegaban a ver la luz legislativa. Otras veces lo que unos gobiernos hacían otros lo deshacían. Por ejemplo, a finales del siglo XVIII los Borbones habían propiciado un considerable desarrollo de la ciencia española que se vio arruinado durante el reinado de Fernando VII. Por ello, cabe afirmar que no fue el Estado sino ciertas instituciones privadas (como la Sociedad Vascongada de Amigos del País) las que pusieron los cimientos de la enseñanza de la química en España, e incluso las que contribuyeron decisivamente a su desarrollo (por ejemplo, la Institución Libre de Enseñanza).

Es en el ecuador del siglo XIX cuando se empieza a notar en España una atención oficial específica hacia la Química. Hasta ese momento la disciplina se había considerado propedéutica de los estudios de Farmacia y Medicina. Andando el siglo la Química fue incrementando su participación en el currículo de estas carreras, pero, al tiempo, se fue independizando paulatinamente, aunque haciéndolo al principio siempre de la mano de la Física.

Es a partir de la creación de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales cuando “la Física y Química se empiezan a enseñar con modernidad e independencia, por profesores muy motivados, en general” (Vian: 434). A pesar de ello, “igual que en las etapas anteriores, la contribución creadora española en Física y Química sigue siendo insignificante si se compara con lo logrado, entre tanto, en Europa y Norteamérica por tantos hombres de genio” (Vian: 434). En el primer tercio del siglo XX la Química española vivió unos momentos muy brillantes bajo el impulso de la Institución Libre de Enseñanza y otras entidades, pero las consecuencias de la guerra civil (sobre todo, la emigración de muchos científicos) fueron nefastas en este sentido.


[1] Salviati, el alter ego de Galileo, se muestra “sumido en angustias” cuando trata de explicar la causa de la ligazón de las partículas que forman el material de una cuerda, y sin embargo, razona brillantemente sobre los aspectos macroscópicos relacionados con la resistencia de esa cuerda (Galileo: 90).

[2] Antes del siglo XIX la profesión de químico no estaba reconocida; lo más parecido que había en el siglo XVIII a un químico actual era un farmacéutico –es significativa la palabra inglesa para farmacéutico: chemist–. Mason (p. 163) afirma que “hasta el siglo dieciocho, los oficios específicamente químicos principales eran los del boticario, que preparaba compuestos a pequeña escala para su uso en medicina, y el de los fabricantes de alumbre a escala comparativamente grande para el tratamiento y teñido de pieles, papel y tejidos. [Más tarde se] produjo un aumento tan considerable de bienes textiles que los problemas químicos de blanqueado y luego de teñido de los tejidos se hicieron considerables. Este problema tan simple disparó la espoleta de la industria química, y la necesidad de un producto químico llamaba a otro” (Mason, 164).



Parte 2
La importancia de la iniciativa privada en la introducción y desarrollo de la enseñanza de la Química en España (1)

De acuerdo con el político y pedagogo del siglo XIX Antonio Gil de Zárate (dcha.), España, tras una primera mitad del siglo XVIII poco propicia para el desarrollo de la Química reaccionó con los Borbones, siendo con Carlos III cuando la “verdadera química” comenzó a introducirse en nuestro país (Gil de Zárate: 72, 74). En general, a finales del siglo XVIII la Corona dio un gran impulso a la enseñanza de la ciencia en España, pero quizá lo hizo más por vía de favorecer y apoyar iniciativas de entidades privadas que legislando adecuadamente para mejorar instituciones públicas como las universidades.

La Química española experimentó un gran avance gracias al empeño de sociedades como la Vascongada de Amigos del País o la Real Junta de Comercio del Principado de Barcelona, instituciones de las que, en palabras de Vian Ortuño, “salieron los pocos éxitos que España puede aportar a las ciencias físicas desde el Siglo de Oro hasta finales del XIX”. En ellas destacaron como alumnos o docentes grandes figuras como las de Orfila[1], Elhuyar, Del Río, Proust y Chavaneau (Vian: 432, 433).

Tras un primer tercio de siglo XIX pésimo para la ciencia nacional, durante el resto de la centuria el Estado dio leyes que pretendieron mejorar la enseñanza, pero de nuevo fueron grupos particulares los que estuvieron en la vanguardia. Nos referimos a los colegios preparatorios y a la Institución Libre de Enseñanza. Y la misma pauta se mantiene en el siglo XX hasta la guerra civil, época durante la cual la Junta para la Ampliación de Estudios, emanada de la Institución Libre, constituyó la punta de lanza del desarrollo de la mayoría de las ciencias, y sin duda cabe afirmar esto respecto a las ciencias fisicoquímicas.

Esfuerzos personales pioneros

Antes de revisar las principales aportaciones de las instituciones aludidas mencionaremos algunos intentos de fomentar la ciencia española, de poca trascendencia pero simbólicos, protagonizados por algunas personalidades de la Corte a finales del siglo XVIII y principios del XIX.

El marqués de Santa Cruz había convertido su casa en un “santuario” para la ciencia, instalando en ella un gabinete de física experimental. Su hijo, el marqués del Viso, junto con su ayo, José de Viera y Clavijo (dcha.), habían estado aprendiendo en Francia y a su vuelta trajeron los aparatos que habían aprendido a usar[2].

Por su parte, el infante Don Antonio estableció en su propio cuarto una cátedra de Química a cargo del profesor Juan Mieg, para la cual, según Gil de Zárate, “no perdonó aquel señor gasto alguno, conservándose todavía [se refiere a mediados del siglo XIX] en palacio el rico gabinete de instrumentos que llegó a reunir”. Más tarde, el infante Don Sebastián también protegió la enseñanza de la Química, destacando en su gabinete el químico Antonio Moreno (Gil de Zárate: 75; Moreno González: 109, 203). También fundó un gabinete de física el conde de Peñaflorida (Moreno González: 102).

El Seminario de Vergara

En 1777 la Sociedad Vascongada de Amigos del País, que se había fundado doce años antes bajo los auspicios del conde de Peñaflorida, creó el Seminario Patriótico de Vergara, entidad que representó un decidido impulso a las enseñanzas de Física y “Chímica” y ciencias “útiles” en general en la España de la época. Uno de sus objetivos secundarios era evitar “que los nobles españoles mandasen a sus hijos a Colegios y Casas de pensión de Francia, donde pueden perder el patriotismo”, si bien el propio conde de Peñaflorida envió al suyo, Antonio María de Munibe, y a Javier José de Eguía, a estudiar ciencias naturales en París y, en Alemania, Química, Metalurgia y Mineralogía, “ciencias las más necesarias en el País Vascongado”, por cuyo fomento las familias vascas no habían sentido ningún interés hasta entonces[3] (Moreno González: 116, 117).

En Vergara, la enseñanza de la Química, que siempre había sido –y lo seguiría siendo durante muchas décadas del siglo XIX– una disciplina tributaria de la Física, adquirió gran protagonismo. Allí “no sólo las explicaciones fueron ya en un todo conformes a los principios de la química pneumática, que a la sazón se hallaba en auge, sino que además se hicieron de ella extensas aplicaciones a la metalurgia; y allí se logró por primera vez fundir la platina” (Gil de Zárate: 72).

Para poder ofrecer una enseñanza a la altura de la vanguardia europea, el Seminario contrató como profesores a los franceses Louis-Joseph Proust y Antoine Chavaneau. Se ha discutido mucho, y hay opiniones contrarias, sobre si aportaron realmente algo. El químico y farmacéutico Juan Fagés Virgili consideraba que la contratación de estos científicos supuso un fracaso y un enorme gasto, criticando el supuesto atraso de la química de Chavaneau respecto a la de Lavoisier. El también químico José Rodríguez Carracido es de criterio igualmente poco favorable, criticando que estos científicos estuvieron pagados en demasía[4]. Pero estas opiniones son a la luz actual injustas desde el punto de vista científico. No se puede negar la trascendencia del trabajo de Proust en España, donde hizo los descubrimientos básicos que condujeron a la formulación de una de las leyes de la estequiometría (la de las proporciones definidas). Proust tuvo eminentes discípulos y publicó libros de texto como Introducción al curso de Química y numerosos artículos de investigación en revistas extranjeras como el Journal de Physique o los Annales de Chimie y españolas como los Anales de Historia Natural olos Anales del Real Laboratorio de Segovia (Moreno González: 109, 115-118; Gil de Zárate: 73; Gago, 132)[5].

El Seminario tuvo una conciencia premonitoria de la utilidad social de la Química y luchó por convencer al gobierno de la importancia de esta disciplina. Atribuyendo la escasa asistencia de alumnos a las clases de Matemáticas, Física, Química, Metalurgia y Ciencias subterráneas a que “no presentan carrera o destino” como la ciencias cultivadas en las universidades, el Seminario dirigió una solicitud (Representación) al Rey para que los tres cursos de Filosofía exigidos por la Universidad para graduarse en Medicina pudieran convalidarse por dos cursos de ciencias estudiados en Vergara (Moreno González: 118)[6].

En Vergara, después de Proust, enseñó química el profesor Jerónimo de Mas (que también impartía matemáticas). Siguió planes modernos y, por primera vez en España, usó la nueva nomenclatura química de la escuela francesa, tanto en el Seminario como en el Instituto Asturiano de Gijón (del que hablamos más abajo), en el que estuvo luego (Moreno González: 120). Entre los alumnos de Vergara cabe destacar a Fausto de Elhuyar, que descubrió el wolframio junto a su hermano Juan José.

La Junta de Comercio de Barcelona

Otra institución pionera en impartir estudios de Química en España fue la Real Junta de Comercio del Principado de Cataluña, fundada en 1763. En 1803 esta entidad creó una cátedra de Química aplicada a las artes “destinada a impulsar la industria que ya empezaba a desarrollarse en la capital del Principado” (Gil de Zárate: 74). Construyó un laboratorio y adquirió aparatos adecuados.

Esta escuela, que tenía carácter público y gratuito y aplicación a las artes y a la agricultura, fue “tal vez la que ha producido más numerosos y aventajados discípulos” hasta mediados del siglo XIX, según Gil de Zárate. En ella estudió el posteriormente médico prestigioso en Francia Mateo José Buenaventura Orfila (izqda), que recibió un pensionado (Moreno González: 98-99) y que en 1815 rechazó hacerse cargo del laboratorio de Proust (destruido por las tropas francesas), que el gobierno había ordenado restablecer. “Arraigado ya en la capital de Francia, [Orfila] no pudo aceptar, y no parece que el Gobierno pensara en reemplazarlo con otro” (Gil de Zárate: 75)[7].

De la enseñanza de Química en la cátedra de la Junta de Comercio de Barcelona se hizo cargo inicialmente Francisco Carbonell y Bravo, que había estudiado la disciplina en Madrid, con Proust, y en Montpellier (Francia), con Chaptal, cuya Química Aplicada a las Artes tradujo. Había conseguido los grados de farmacéutico por Madrid y médico por Huesca y trabajado en 1802 y 1803 con Proust y Herrgen (Vernet: 244). Este científico catalán defendía la importancia de la figura del químico profesional en la industria. Siguiendo a Fourcroy definió la Química como la ciencia que “se ocupa en descubrir, rectificar, extender, perfeccionar y simplificar las operaciones químicas peculiares de las artes y manufacturas”, frente a otras concepciones coetáneas más académicas (Portela y Soler: 91, 92). Carbonell dejó temporalmente la cátedra barcelonesa en 1808 debido a la guerra –el catedrático emigró a Palma de Mallorca, donde dio cuatro cursos de química y mineralogía– para retomarla en 1814 (Gil de Zárate: 74). Su influencia y su magisterio llegaron a toda España gracias a sus muchos discípulos, entre los que se cuentan su hijo, Francisco Carbonell y Font, José Camps y Camps y José Roura y Estrada; estos ocuparon cátedras en distintas ciudades del país (Vernet: 244)[8].

La figura de Francisco Carbonell constituye un ejemplo patético del esfuerzo y hasta el sacrificio personal que hubieron de realizar algunos ilustres científicos en la España de la época para, asumiendo la labor que debería haber correspondido al Estado de transmitir el amor a la ciencia y fomentar su cultivo. En una de sus numerosas demostraciones públicas de ciencia[9], el 8 de junio de 1805 Carbonell perdió un ojo debido a una fuerte explosión en un experimento de la síntesis del agua, por descuido de un mozo auxiliar de laboratorio. Algunos asistentes resultaron también heridos, lo que asustó al público y desde entonces sólo concurrió gente realmente interesada. En 1824 sufrió otro percance grave que disminuyó aún más sus capacidades físicas (Vernet: 244; Portela y Soler: 91).


NOTAS

[1] Del químico y médico balear Mateo José Buenaventura Orfila se ha conservado una sabrosa carta dirigida a su padre de la que por su interés sobre el estado de la universidad de la época reproducimos el siguiente extenso fragmento tomado de Gago (pp. 139, 140):

Vuestra merced sabe que don Hemández me dijo que la Universidad de Valencia era la mejor de España y quizá “de Europa”. Yo, como inocente me lo creí. ¡Ah, padre! ¡Sólo tengo aliento para decirle que primero morir que quedarme diez días más en esta Universidad; primero hacerme zapatero, sastre, tejedor; primero morirme de hambre que quedarme, perdiendo mi juventud entre bárbaros que son los que aquí habitan! En esta Universidad donde algunos amigos y yo hemos sacado el cómputo, del que resulta que al año se dan de cincuenta y cinco a cincuenta y seis clases, y si no, saque usted del diez de mayo al cuatro de noviembre que la puerta permanece cerrada, saque un mes en derredor de Navidad, saque usted un mes por Pascua, saque quince días por Carnaval, saque usted los jueves, fiestas de misa y de precepto, todos los días de un poco de frío y de agua y verá lo que queda de año. Los días de clase se tendrán tres cuartos de hora a lo más; los unos fuman, otros hablan, otros cantan, y lo que quieren los maestros es que los estudiantes sigan tan burros como ellos mismos. La lección es un folleto muy pequeño y en ocasiones se ha de repetir tres o cuatro días y aún así queda la mitad que no lo saben. El autor que dan para estudiar es lo más indigno que se ha escrito, y la razón es por ser fácil, pues si fuera difícil no sabrían explicarlo, y esto no les viene a cuenta. Los catedráticos todos, del primero al último, son unos pedantones, como toda España sabe, que no saben sino liar cigarrillos y fumar, hacer visitas, si las tienen, pues de otro modo se morirían de hambre, porque la Universidad no les da bastante para merendar. En estas circunstancias, nosotros infelices nos quedamos sin aprender ni una palabra.

[2] Viera, “para perpetuar más bien esta época de la introducción en la Corte de España del estudio de la Física Experimental, y de la Química” escribió el “poema filosófico” Los Ayres Fixos, donde trata del dióxido de carbono (CO2, “aire fijo”, en la época) y habla de Priestley entre otros científicos (Moreno González: 109).

[3] En realidad, la costumbre de enviar a jóvenes a formarse en el extranjero fue práctica habitual durante todo el siglo XVIII. El hijo de Peñaflorida, a su regreso, inició en España la enseñanza de la Mineralogía metalúrgica (Moreno González: 116, 117).

[4] Los dos franceses ganaban 15.000 reales anuales, además de “casa y mesa en el Seminario”, sueldo bastante superior al de profesores españoles con cargos equivalentes (Moreno González: 117).

[5] Tras su paso por Vergara Chavaneau y Proust prestaron servicios en otros centros de investigación y enseñanza españoles. El primero estuvo encargado del laboratorio de química de la Casa-almacén de vidrio y cristal, dependiente del Ministerio de Hacienda. Este laboratorio, junto al que dirigía el catedrático de Química del Museo de Historia Natural Pedro Gutiérrez Bueno y uno que a la sazón dirigía Proust en Segovia “fueron reducidos a uno solo en 1799 [dirigido por Proust] porque ninguno produjo los beneficios esperados, ni de ellos salieron alumnos aventajados, a pesar del gasto muy superior al de los laboratorios de la Universidad” (Moreno González: 119). Proust (que había ocupado la cátedra de Química de Vergara durante un solo curso), recomendado por Lavoisier, entró en 1785 al servicio de Carlos III encargándose de un laboratorio en el Colegio de Artillería de Segovia entre 1788 y 1799, año en que empezó a dirigir el laboratorio de Madrid mencionado, perteneciente a la Real Escuela de Química, donde enseñó Química y Metalurgia durante cuatro meses al año. Era éste “un magnífico laboratorio en la casa de la calle del Turco (…) con cuantos medios y aparatos requería la más perfecta enseñanza. Adquirió ésta [la enseñanza de Proust] gran celebridad, e hizo eminentes servicios a la ciencia, continuando hasta la invasión francesa, durante la cual todo se destruyó, sin que apenas quedase rastro alguno del establecimiento” (Gil de Zárate: 73; Gago, 132). El ilustre científico francés dio también clases de Química en la corte de Madrid, aunque según Mateo Orfila, al que se le ofreció más tarde la cátedra de Proust, de aquel auditorio no salió ni un solo discípulo, pero hay que tener en cuenta que “la mayor parte de los oyentes eran gente de mundo, que asistía a las lecciones como hubieran asistido a un espectáculo” (Portela y Soler: 91). Proust regresó a su país en 1806 o 1807.

[6] Mencionaremos anecdóticamente que Chavaneau, para demostrar la importancia que la Química tiene para la Medicina, acompañó a la petición un procedimiento para “hacer caldo con los huesos”, “demostrando” que dicho caldo es “a lo menos equivalente al de carne” (Moreno González: 118).

[7] Orfila llegó a ser el toxicólogo más famoso de su época, pero ejerció siempre en Francia, de cuya Universidad de la Sorbona llegó a ser decano de Medicina (Sánchez Ron, 1992: 69). El hecho de que uno de los científicos más celebres de España tuviera que darse a conocer y prosperar en Francia es, para Portela y Soler, “un buen ejemplo de la incapacidad del español para la práctica científica” (Portela y Soler: 105).

[8] Camps y Camps, que fue catedrático de la Universidad Central, heredó la “riquísima” biblioteca de Carbonell, la cual cedió luego a la Facultad de Farmacia de Madrid, en donde se encontraba antes de 1936. Roura y Estrada sucedió a Carbonell en la cátedra de la Real Junta de Comercio de Barcelona; este químico introdujo más tarde el alumbrado por gas (1826) y la pólvora sin humo (1848) (Vernet: 244).

[9] Estas demostraciones eran típicas en la época; en Valencia a finales del XVIII y principios del XIX la universidad también las dio a industriales y público en general.En Inglaterra fueron famosas las de Humphrey Davy; asistiendo a ellas se despertó el interés por la ciencia en el químico y físico Michael Faraday. José Rodríguez Carracido opinaba que en la España de la época estas demostraciones no sirvieron para nada, y pone como ejemplo las de Proust.



La importancia de la iniciativa privada en la introducción y desarrollo de la enseñanza de la Química en España (1)

El Instituto de Gijón

A principios del siglo XIX también destacaron las enseñanzas de Química en el Instituto Asturiano de Gijón y varios Seminarios de Nobles. El Instituto de Gijón, ideado y auspiciado por Jovellanos, empezó a funcionar en 1792, a pesar de que se opusieron a ello el ayuntamiento gijonés y la Universidad de Oviedo. Se valoró su utilidad en que “aunque ahora, por ser las minas nuevas y superficiales se saca de ellas carbón en abundancia, no sucederá lo mismo cuando se profundice y sea imposible beneficiarlas sin los auxilios del arte”. Jovellanos opinaba que

el Instituto no se establece para adelantar las ciencias físicas sino para enseñarlas (…); que la enseñanza debe ser experimental; que el fin principal es aplicar el conocimiento al socorro de las necesidades del hombre; que siendo muy peligroso para estas ciencias elevar las opiniones al grado de verdades, no debe ser dado por cierto sino lo que se haya demostrado por observaciones y experimentos constantes e irrefragables.

En cuanto a la Química, se trató de que siempre tuviera aplicación y relación con la Mineralogía (Moreno González: 122-126).

En el Instituto de Gijón enseñaron Física y Química Chavaneau y Proust (después de dejar Vergara) y Jerónimo de Mas, que antes había sido becado por el Seminario de Vergara para estudiar en París con Lavoisier y Fourcroy, entre otros. De Mas introdujo en España la Química de Lavoisier, que eliminaba la teoría del flogisto y usaba una nomenclatura moderna mucho más eficaz. Esa modernidad la exigían los reglamentos del Instituto, en los cuales también se especificaba qué método (el de Morveau, Maret y Durande, publicado en español en 1788) había de seguirse en los experimentos de laboratorio. Al respecto, se dio mucha importancia al instrumental químico y a la calidad de la enseñanza que se derivaría de la adquisición de las máquinas adecuadas. Entre los aparatos necesarios, según las ordenanzas del instituto, figuraba un “calorímetro de Lavoisier” y un “termómetro de Fahrenheit o Réaumur” (Moreno González: 122-126).

Los colegios preparatorios

Además de las sociedades mencionadas y otras, en el siglo XIX tuvieron mucha importancia para la enseñanza de las ciencias los colegios particulares, sobre todo las llamadas Escuelas Preparatorias. Afirma Moreno González que “la Institución Libre de Enseñanzafue la culminación de este tipo de centros privados” (Moreno González: 258), refiriéndose muy en particular al que fundó Vicente Santiago de Masarnau, que constituyó una punta de lanza de la enseñanza de la Química a mediados del siglo XIX.

Con el objetivo de dar más calidad a la docencia en su “Colegio preparatorio para todas las carreras, incorporado a la Universidad Central como de 1ª clase”, Masarnau viajó al extranjero “para proporcionarse todo lo necesario para enseñar con fruto Física experimental, Química, Historia natural en sus tres ramas de Mineralogía, Botánica y Zoología, Geografía astronómica, física y política, Aplicaciones de las Matemáticas a las operaciones geodésicas, etc.”, adquiriendo máquinas, aparatos e instrumentos de física y dotando un laboratorio de química, incluida una buena colección de reactivos “para que en esta enseñanza pudiera unirse a la teoría la práctica tan necesaria”. En el examen de las escuelas preparatorias “abundan las cuestiones relativas a los fluidos imponderables y a elementos químicos (oxígeno, hidrógeno y metales)” (Moreno González: 254-256).

Academias y ateneos

Aparte de las instituciones mencionadas y otras[1], relacionadas exclusivamente con la enseñanza, otras con fines más generales prestaron también considerables servicios a la divulgación del saber científico. Un ejemplo precoz es la Academia de Ciencias de Barcelona, donde ya por el año 1816 se enseñaba Química (Moreno González: 423-425).

Pero la de Barcelona puede considerarse una excepción dentro de la pauta general de escasa influencia que ejercieron las academias en España. De acuerdo con Portela y Soler, la de Madrid llegó muy tarde: creada a mediados de siglo, con nada menos que dos centurias de retraso sobre la Royal Society y la Académie des Savants, en una época en que “los países adelantados habían desarrollado ya una segunda generación de instituciones científicas mucho más específicas”, tuvo “escasa repercusión sobre la química y sobre la ciencia en general” ya que, además, “no podía por sí misma dotar de un alto nivel a científicos que no lo tenían” (Portela y Soler: 101).

El Estado recurrió precisamente a esta excusa para no apoyar la creación de una academia de ciencias hasta 1847. Así, en 1834, una comisión del Consejo de Gobierno, analizando los propósitos del ministerio en este sentido, emite un informe contrario a tal proyecto, argumentando la inmadurez de la enseñanza de la ciencia en las universidades españolas y, a su juicio, la necesidad de mejorar la enseñanza antes de crear academia alguna (Peset, Garma y P. Garzón: 156):

(…) entre las atenciones del Gobierno relativas a la ilustración general, la primera, la más urgente, la más digna por ahora de su solicitud, es la rectificación de la enseñanza. Esta debe preceder en el orden natural a la fundación de las Academias, así como la siembra debe preceder a la recolección del fruto. Haya sabios de todas clases, y entonces podrá formarse la Academia general fácilmente y sin esfuerzos: lo mejor sería que estas cosas exigiesen pocas diligencias del Gobierno, y que se hiciesen con la menor intervención suya que fuese posible.

El informe se pregunta si no sería posible fundir en una “las Academias de la Corte que hace un siglo ya están dando lustre a la Nación y al Gobierno con sus tareas, y que gozan crédito y reputación en Europa”, incorporando a ella a “tantos jóvenes instruidos, tantos pensionados que bajo la protección y a expensas del Gobierno han salido a adquirir conocimientos en los países extranjeros”. El documento reconoce que:

Pero es menester no engañarse: sin perjuicio del mérito de nuestras actuales Academias, y de lo que han contribuido al lustre de nuestra literatura en sus respectivos ramos, en orden a ciencias naturales y exactas no ha correspondido hasta ahora el fruto a los esfuerzos que el Gobierno está haciendo de medio siglo a esta parte para naturalizar su conocimiento en España. Su enseñanza, reducida casi exclusivamente al ámbito de la Corte y a pocas materias, es incompleta y lánguida: apenas tenemos uno u otro individuo que en punto a las referidas ciencias figure con honor de la nación en el teatro europeo; y aún esos pocos, los más, impelidos de ominosas circunstancias, habían dejado ya de pertenecer a la Nación. La juventud, es cierto, muestra deseos y conatos; pero ¿nos contentaremos con formar una Academia no de sabios, sino de aprendices, de discípulos aprovechados cuando más, que no pueda alternar con otros cuerpos científicos de Europa? ¿Cómo hemos de presentar al mundo culto sin una especie de inconsecuencia, una Academia de Ciencias, cuando todavía no tenemos cátedras de Astronomía, ni de Química general, de Anatomía comparada, ni aún de la verdadera Física en la misma Corte?

De esta dura realidad considera el informe que fueron responsables el absolutismo y la Iglesia (Peset, Garma y P. Garzón: 156-158)

Además de las academias, otras instituciones que velaron por el desarrollo de la ciencia en España, aunque sólo fuera testimonialmente, fueron los ateneos literarios. Estos dedicaron una pequeña cuota de su actividad a la divulgación de la Química. Por citar un ejemplo, en el de Madrid se leyeron conferencias sobre Mecánica Química (Carracido, en 1880), el fósforo (Mourelo, 1881), alquimia y alquimistas (Úbeda, 1881, y Carracido, 1884) o se debatió sobre las relaciones entre fuerzas físicas y químicas (1885) (Moreno González: 418-419).

La Institución Libre de Enseñanza

Pero el gran impulso privado a la enseñanza de la ciencia y la investigación científica españolas así como a la pedagogía lo dio, a partir del último tercio del siglo XIX, la Institución Libre de Enseñanza. Esta entidad, claramente favorable al cultivo de las ciencias positivas, fue fundada por Francisco Giner de los Ríos y otros “adelantados” en 1876 “ante la imposibilidad de conseguir desde dentro una Universidad propia de su tiempo”, según Vian Ortuño, quien afirma que a la Institución “se deben las iniciativas más originales y fecundas para la puesta al día intelectual de la sociedad española” (Vian Ortuño: 435).

Su quehacer en el mundo de la enseñanza tuvo un carácter casi global; la Institución Libre de Enseñanza fue el tronco de un frondoso árbol de instituciones que mejoraron la educación y la investigación en prácticamente todos sus niveles. Contamos entre sus ramas la Junta para la Ampliación de Estudios, los Laboratorios, el Instituto-Escuela, la Residencia de Estudiantes y la Residencia de Señoritas. Además, pensionó a alumnos en el extranjero e intensificó los contactos con destacadas personalidades foráneas. Según Vian Ortuño, la Institución no llegó a culminar la creación de una “Universidad libre”, pero sus hechos y su espíritu se dejaron notar dentro de las aulas de la Universidad oficial, a la que aportó efectivos humanos preparados y bocanadas de aire fresco. Los niños y jóvenes que se formaron bajo el amparo de este verdadero árbol de la ciencia fueron unos privilegiados, ya que recibieron siempre una instrucción de calidad dentro de un proyecto didáctico que no por ser un experimento dejó de ser un éxito[2]. La mujer no quedó marginada de este proceso: la Residencia de Señoritas contaba, entre otros recursos, con laboratorio de física y química y de historia natural (Vian: 435, 444-445).

La enseñanza práctica fue fundamental en unos planes de estudio que siempre contemplaron debidamente a la Química; en 1877-78 se impartía en la Institución la asignatura de Química en segunda enseñanza, Química Orgánica e Inorgánica en estudios preparatorios, y Química Orgánica Sintética en estudios especiales (Baratas, 1993: 624, 625). La Institución dispuso de un laboratorio de química que contaba con reactivos, instrumentos y material de vidrio muy adecuados; en sus clases de Física y Química destinaba tres lecciones semanales a trabajos de laboratorio (Baratas, 1993: 66, 67).

La Junta para la Ampliación de Estudios

Según Vian Ortuño, “la creación de mayor calado” de la Institución Libre de Enseñanza fue la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, en 1907, presidida durante muchos años por Santiago Ramón y Cajal. La Junta creó instituciones científicas y educativas de primer orden, como el Laboratorio de Investigaciones Físicas, la Residencia de Estudiantes y el Instituto-Escuela, estas dos últimas mencionadas más arriba. Sánchez Ron está de acuerdo en que en los centros de la Junta “investigaron los mejores cerebros de la ciencia española de aquella época”, aunque considera que la Institución “estaba absolutamente centrada en el fomento del conocimiento básico. La ciencia ‘aplicada’, la tecnología, estaba ausente de sus intereses”, afirma el historiador, sin que por ello deje de reconocer que fue “la institución que más hizo por el desarrollo científico español” entre 1907 y el estallido de la guerra civil (Sánchez Ron, 1998a: 32, 33; Sánchez Ron, 1998b: 126).

El Laboratorio de Investigaciones Físicas, creado por Real Decreto en 1910 gracias a gestiones de la Junta para la Ampliación de Estudios, se integró, junto al Museo de Ciencias, el Jardín Botánico, el Laboratorio de Investigaciones Biológicas y otros centros, en el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales. Los pensionados de estas instituciones, entre los que figuran los mejores físicos y químicos de la época, encontraron el mejor ambiente para estudiar e investigar. Respecto al propio Laboratorio de Investigaciones Físicas, tenía cuatro secciones: Espectrometría y Espectrografía, Química y Física, Electricidad y Metrología, siendo su producción científica cuantiosa. La institución sirvió de base para la fundación, en 1932, del Instituto Nacional de Física y Química (hoy Instituto Rocasolano) gracias a fondos aportados por la estadounidense Fundación Rockefeller.

La Junta para la Ampliación de Estudios dio también un impulso fundamental a la Bioquímica, ciencia en la que España tendría una aportación notable a lo largo del siglo XX gracias a estos cimientos. De la Junta dependía un laboratorio de Química Biológica que estuvo dirigido por José Rodríguez Carracido, aunque encabezado en la práctica por el también químico Antonio Medinaveitia. Durante sus primeros años se estudiaron procesos fermentativos, entre otros. Entre 1920 y 1930 se orientó hacia la Química Orgánica, de modo que en 1929-30 ya era llamado Laboratorio de Química Orgánica y Biología, constituyendo luego la sección de Química Orgánica[3] del Instituto Nacional de Física y Química (Baratas, 1993: 255).

Buena parte de las pensiones concedidas por la Junta para la Ampliación de Estudios desde 1907 hasta 1935 se dedicaron a estudios de Química biológica en institutos alemanes y franceses y otros extranjeros (Baratas, 1993: 271-279). Por citar un ejemplo, el bioquímico Miguel Prados Such estudió Química fisiológica a Londres en 1921 con una beca de la Junta (Baratas, 1993: 424, 425).

Otras instituciones

Otra institución educativa privada que destacó en España el siglo XX fue el Centro Científico de Roquetas, de los jesuitas, creado en 1905. Dentro de él, y junto al Laboratorio Biológico y el Observatorio Astronómico, estaba el Instituto Químico del Ebro, regentado por el químico Eduardo Victoria. Esta última entidad se trasladó a Barcelona en 1916 con el nombre de Instituto Químico de Sarriá, fundado también por la mencionada congregación religiosa, quedando constituido como un centro docente público, de base experimental, para la enseñanza de la Química. Según Vian Ortuño, esta institución, que quiso conectarse con el muy vanguardista sector químico industrial catalán, formó hasta 1936 a más de trescientos ingenieros que contribuyeron “a la modernización y ampliación de la actividad químico industrial de España”. En 1931 el Instituto Químico de Sarriá fundó la revista Afinidad (Vian: 448-449; Sánchez Ron, 1998a: 33).

En Barcelona también destacó un Patronato para la fundación de una Escuela Industrial. En 1916 dicho patronato controlaba varias escuelas relacionadas con la Química Técnica, como las de Industrias Textiles, de Directores de Industrias Químicas, de Blanqueo, Tintorería, Estampación y Aprestos o de Tenería (Sánchez Ron, 1998: 33).

Otra institución muy influyente fue la Sociedad Española de Física y Química, creada en 1903 y que posteriormente se desgajó en dos ramas: Física y Química. Se fundó después de la inglesa (1841), francesa (1857), alemana (1867), rusa (1868), danesa (1879), sueca (1883), belga (1887), finesa (1891), búlgara y noruega (1893, ambas); y al mismo tiempo que la holandesa.


NOTAS

[1] Aquí sólo se están citando las más relevantes, pero hubo otras muchas, como por ejemplo los Colegios de Humanidades, fundaciones privadas dirigidas por un eclesiástico secular. Un decreto de 1825 establecía impartir en ellas también Elementos de Química (Moreno González: 224, 225).

[2] En el Instituto-Escuela no había libros de texto para los estudios de Física y Química pero los profesores contaban con algo mejor: una excelente guía didáctica escrita por los renombrados científicos Miguel Catalán y Andrés León. Por la Residencia de Estudiantes, creada en 1910, pasaron Curie y Schrödinger, entre otros, visitas que sin duda constituyeron el empujón definitivo a más de una vocación (Vian: 444, 445).

[3] Las otras eran Física y Espectroscopía, Electroquímica, y Química Física y Química Inorgánica. El enfoque del Instituto era fuertemente químico, como lo demuestran los títulos de varias de las lecciones pronunciadas el día de su inauguración (Vian: 438).



Parte 3
La iniciativa pública: evolución de los planes de estudio y su influencia en la mejora de la enseñanza de la Química (1)

Según Portela y Soler, a finales del siglo XVIII la química española presentaba un estado “aceptable”. Durante buena parte de esa centuria esta ciencia había sufrido una situación de grave retraso respecto a su estado en Europa. Así, no se habían fundado sociedades ni había revistas como en otros países europeos. Pero los Borbones contribuyeron a mejorar la situación, favoreciendo, como ha quedado dicho, el reclutamiento de científicos extranjeros como Proust y Chavaneau, para investigar y enseñar, y otros para dirigir fábricas como la de Almadén o siderurgias, enviando al mismo tiempo a personal español a estudiar fuera, como Aréjula[1], Del Río y los hermanos Elhuyar, y creando laboratorios y escuelas (Portela y Soler: 90-95).

De acuerdo con estos historiadores, si no hubieran ocurrido las circunstancias de la primera década del siglo XIX la química española hubiera seguido a la europea (Portela y Soler: 96). Consideran que aunque debe huirse de la simplificación y no achacar a la guerra de la Independencia todos los males, pues otros países europeos también sufrieron guerras[2], sí hay que tener en cuenta que la situación que se vivía se unió a otras. Así, “la crisis colonial, la ruina económica y la situación de las estructuras sociopolíticas creaban una situación poco propicia para el desarrollo científico y técnico”. Las crisis políticas, además, habían provocado que “el incipiente grupo de químicos españoles que había alcanzado cierto brillo no pudo superar el ambiente, y el exilio o el ostracismo acabó con la labor de las figuras destacadas del período anterior” (Portela y Soler: 96, 99).

Sean cuales fueren las razones, lo cierto es que las autoridades educativas del Estado se encuentran tras la primera década del siglo XIX con una Universidad desarticulada y la inexistencia de sistema de enseñanza que pueda merecer ese nombre, lo que hace que la transmisión de la ciencia fomentada desde las instituciones oficiales sea prácticamente nula. En lo que sigue comentaremos los hitos principales de las empresas reformadoras acometidas por los gobiernos correspondientes para remontar este pobre estado de cosas y mejorar la situación a lo largo del siglo. Seguiremos, en particular, el proceso de incorporación de la Química a los currículos de la segunda enseñanza y la Universidad en España aproximadamente entre 1800 y 1936.

El nefasto primer tercio de siglo

El reinado de Fernando VII no fue feliz para la ciencia española y su enseñanza, en buena parte debido al exilio de muchos científicos durante la segunda parte del gobierno de este rey[3] (Peset, Garma y P. Garzón: 4). Los hermanos Peset aseguran crudamente que “Los esfuerzos de los Elhuyar, del seminario de Vergara o del instituto asturiano no repercutirían en la universidad” (Peset y Peset, 1974: 244).

Poco antes de la invasión francesa se enseñaba Química más o menos precariamente dentro de la Facultad “menor” de Filosofía[4], como estudio previo y propedéutico para los estudios de la facultades “mayores” (las auténticas) de Medicina, Leyes, Cánones y Teología. En 1807, concretamente, encontramos un plan de estudios que contempla la Química (mediante una cátedra de Física y Química y una ayudantía de Química) en Filosofía. El plan establecía que la asignatura de Química se daría “por la tarde en el teatro, con asistencia de una hora por lo menos; debiéndose detener además [el catedrático] todo el tiempo que lo exija la necesidad de ejecutar análisis o experiencias sin las cuales es imposible conseguir la instrucción que se desea en esta materia”; también se indica que “a esta cátedra [de Física y Química] concurrirán por la mañana todos los que han de seguir la carrera de Teología[5] y Medicina, y por la tarde los últimos solamente a la enseñanza de Química”. En su época, este plan era relativamente avanzado en lo que a la enseñanza de la Química se refiere, pero la guerra impidió prácticamente que se pusiera en marcha (Moreno González: 32, 151-153).

El conflicto armado sin duda colapsó el sistema universitario español, pero los mismos franceses (desde luego más avanzados en ciencia) durante su gobierno trataron de paliar la penosa situación en que había quedado la ciencia española. En 1811, el general Thièbault, a instancias oficiales, emitió un informe sobre la Universidad de Salamanca y un proyecto para restablecerla y mejorarla, dado que los estudios estaban allí prácticamente abandonados desde 1810. En su informe proponía una facultad de Filosofía en la cual cabría, de un total de nueve cátedras, una de “Chímica” (junto a otras de Matemáticas, Física Experimental, Astronomía, Historia Natural y algunas de “letras”). Esta facultad tendría un fuerte contenido científico, y según Moreno González, sus planes coinciden con los que tuvo la facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales mediada la centuria; es decir, representaba un adelanto de unos 40 años. Pero desgraciadamente no tuvo prácticamente implantación, si bien influyó en los planes de estudio liberales posteriores (Moreno González: 177, 183-185).

El mismo año de 1811 la Junta Central de Cádiz trataba de ordenar el estado de la instrucción pública en todo el territorio nacional aún no conquistado por los franceses. El llamado informe Quintana proponía el estudio de las Matemáticas junto al de Física general, Historia natural, Botánica, Química y Mineralogía y Mecánica elemental, las tres últimas aplicadas al uso de la agricultura, las artes y los oficios. El documento consideraba evidente que “los beneficios de su aplicación [de estas ciencias] a los usos de la vida son tan palpables como intensos; y los filósofos que siguen la marcha de sus progresos prevén ya la revolución que su influjo práctico y directo va a causar en las artes, y hacen todos sus esfuerzos para que su conocimiento se difunda por todas las clases de la sociedad, a fin de acelerar esta época tan feliz” (Moreno González: 185, 190).

El informe Quintana dio lugar en 1814 a un “Dictamen sobre el proyecto de arreglo general de la enseñanza pública” que no llegó a Decreto. En él se plantea la enseñanza de Química y Mineralogía aplicada a las artes y oficios en la sección de Ciencias físicas y matemáticas de la segunda enseñanza, aunque no era necesaria para acceder a la tercera enseñanza (universitaria). Se proyectaba también una cátedra de Ampliación de Química en su mayor extensión para la Universidad Central. Se reclamaban laboratorios (Moreno González: 190, 194-196). Otro proyecto durante el reinado de Fernando VII que apenas pasó de eso fue el de crear en 1815 una gran Universidad de la Ciencia donde se integraría el ya existente Laboratorio Químico junto a otras instituciones. Lo que en realidad se fundó así fue el Real Museo de Ciencias Naturales, que impartía enseñanzas científicas y entre ellas Química (Moreno González: 199, 200)[6].

Otro proyecto que acabó en prácticamente nada fue el Reglamento General de Instrucción Pública de 1821 por el que se creaba la Escuela Politécnica, a semejanza de la francesa aunque un cuarto de siglo más tarde. Allí estaba previsto impartirse enseñanzas de Física y Química aplicadas a las artes de construcción, contando con un laboratorio de química, pero la escuela no llegó a abrirse (Moreno González: 234, 235).

En 1824 se establece que dentro de la Facultad menor de Filosofía se impartiría Química sólo “donde hay establecidas cátedras de Física experimental con máquinas competentes para su enseñanza”. Es decir, sería el mismo catedrático de Física el que daría Química, “procurando la universidad proporcionarle un pequeño laboratorio”. Para esos “Elementos de Química” se establecía como texto uno de Mateo Orfila (Puelles: 67-68).

Hasta esa fecha la Química se estudiaba en mayor o menor grado en distintos centros privados y universidades, pero no en todas. Es en 1825 cuando se establecen cátedras de Química en todas las universidades españolas, aunque, recordemos, esta disciplina aún tenía carácter propedéutico para carreras como Medicina (Moreno González: 95, 96).

En 1836 vio la luz un nuevo plan, el del Duque de Rivas, que tampoco significó mejoras relevantes para la ciencia. Se establecieron seis facultades mayores: Jurisprudencia, Teología, Medicina, Cirugía, Farmacia y Veterinaria, y algunas escuelas especiales. Las ciencias (Matemáticas, Física, Química, Historia natural, Mecánica y Astronomía) quedaron relegadas a la segunda enseñanza, en los institutos, como preparación para las facultades mayores. Esta enseñanza secundaria fue dividida en dos, elemental y superior, figurando en ambas como asignatura Física y Química. Pero el plan fue efímero. El mismo año se puso en marcha un “Arreglo provisional de Estudios” que devolvió la denominación de estudios de Filosofía, repartiendo éstos en tres bloques, uno de ellos de Física experimental con nociones de Química y Geografía físico-matemática (Moreno González: 244-246, Peset y Peset, 1992: 26).

En resumen, en este periodo la ciencia universitaria es mísera. El mismo gobierno lo admite. En el informe de 1834 sobre la idoneidad de creación de una Academia (mencionado en el apartado Academias y ateneos) el Consejo de Gobierno admite que

todavía se conserva la división del Peripato y el sistema o círculo de ciencias que se estableció hace seis siglos. Alguna vez como por excepción y a hurtadillas se enseñan en ella los primeros elementos de las Matemáticas, nunca la verdadera Física, ni la Química, ni las demás ciencias naturales, ni la Astronomía (…). ¿Cómo han de nacer y criarse rosas en un campo cubierto de maleza y espinas?

No solo se confiesa la pobreza de la enseñanza oficial, sino que se reconoce que

si se encuentran algunas instituciones menos imperfectas de enseñanza, se deben a las sociedades económicas, a los consulados, a esfuerzos aislados del Gobierno de la Corte, pero sin trascendencia a la enseñanza general del Reino.

(Peset, Garma y P. Garzón: 156).

Filosofía, facultad mayor

Próximo el ecuador del siglo XIX la educación en España deja mucho que desear en términos absolutos[7], si bien se van produciendo mejoras relativas. En 1843 un decreto, aunque de breve vigencia, dispuso la creación de una facultad completa de Filosofía en Madrid con rango de facultad mayor. Ofrecería tres años con enseñanzas semejantes a las de los institutos y las facultades menores de Filosofía, cuatro más para la Licencia y dos para el Doctorado. Se proyectó que reuniera todas las cátedras relacionadas dispersas, más las del Museo de Ciencias Naturales y del Observatorio. No trazaba una clara separación entre ciencias y letras. En el tercer año se daría Física experimental con nociones de Química, en el quinto Química inorgánica, y en el sexto Química orgánica[8]. Se designó para profesores de Química a Vicente Santiago de Masarnau (fundador de un Colegio Preparatorio, como ya se ha mencionado) y Andrés Alcón[9]. El proyecto estuvo en vigor sólo meses, dejando de existir con la caída de Espartero (Moreno González: 248, 249, 277; Peset, Garma y P. Garzón: 178-180; Peset y Peset, 1992: 28).

En 1844 otro proyecto constituye una maduración del anterior y la preparación definitiva del Plan Pidal, de 1845, que veremos seguidamente. El de 1844 reforzaba la idea de una Facultad de Filosofía y ofrecía una Licenciatura en Ciencias; entre siete clases de asignaturas que se establecían a efectos de “obtenerse en ellas el magisterio por los candidatos, regentes o catedráticos” una de ellas era Ciencias Físico-Químicas (Moreno González: 248, 249, 277; Peset, Garma y P. Garzón: 178-180).

Inmediatamente antes del plan Pidal encontramos que aunque en los institutos y universidades la química apenas empezaba a entrar, las asignaturas Química y Física y Química ocupaban los puestos 1º y 3º en número de alumnos en el Conservatorio de Artes[10], y en el Museo Nacional de Ciencias Naturales Química era la segunda más cursada de seis (sólo después de Botánica)[11] (Moreno González: 262, 263).

Poco antes del plan de estudios de 1845 se trasladó la cátedra de Química del Museo de Ciencias Naturales a la Universidad de Madrid. Según Gil de Zárate, ésta sirvió de base para las cátedras que se crearon en la reforma de aquel año (Gil de Zárate: 76)

El plan Pidal supuso un hito importante en el sistema de enseñanza al poder implantarse adecuadamente, sirviendo de base firme a proyectos posteriores más avanzados. Establecía en la segunda enseñanza elemental (cinco cursos de duración, iniciada a los 10 años de edad) Elementos de física experimental con nociones de química[12]. Una vez aprobada esta primera fase el alumno obtenía el título de Bachiller en Filosofía. Dos años más de estudios otorgaban la Licenciatura, donde figuraba una Química general. El Doctorado duraba dos años, y en el de Ciencias encontramos las asignaturas de Ampliación de la química y Análisis químico y práctica de medicina legal, si bien no eran precisamente obligatorias para doctorarse en Filosofía (rama Ciencias) sino en Medicina o Farmacia (Moreno González: 270-272).

En 1847 se realizó una modificación del plan Pidal. Definitivamente se eliminó la denominación de “facultades mayores” y se dio a la Filosofía el mismo rango que a las demás, quedando bien diferenciada en dos partes: Ciencias y Letras, cada una con dos secciones: Ciencias Físico-Matemáticas y Ciencias Naturales; Literatura y Ciencias Filosóficas, respectivamente. Para graduarse como licenciado en Ciencias en la sección físico-matemática había que seguir estudios en los que figura la Química, incrementándose las asignaturas de Química en el doctorado: para graduarse como doctor eran necesarios dos años al menos dedicados a estudiar Ampliación de la Química, Análisis química (sic), Astronomía física y matemática y Griego (Moreno González: 316, 317; Peset y Peset, 1974: 626). Por esta época, las ciencias “han alcanzado su reconocimiento en las universidades españolas, y en los planes siguientes se completan y despliegan las asignaturas (…)” (Peset y Peset, 1992: 31).

En 1850 fue reformada de nuevo la Facultad de Filosofía, configurándose ahora en las secciones de Literatura (que incorporaba Ciencias Filosóficas), Administración, Ciencias Físico-Matemáticas y Ciencias Naturales (Moreno González: 319). La Química tenía una contribución al currículo algo superior que antes: ahora, para obtener el grado de Licenciado, además de la Química General se incluía la Ampliación de la Química, parte Inorgánica, quedando para el Doctorado Ampliación de la Química, parte Orgánica y Análisis Química, junto a Física Matemática y Astronomía física y de observación. En Ciencias Naturales también se estudia Química, siendo esta disciplina de las pocas que se contemplan en ambas secciones científicas de Filosofía (Moreno González: 320-321, Peset y Peset, 1992: 31).

Sólo han de pasar dos años (1852) para constatar un nuevo incremento en la importancia de la disciplina que estamos siguiendo en los programas de estudios. En el segundo período –hay dos, de tres años cada uno– de la segunda enseñanza se imparte ahora una asignatura en cuyo título la Química ha sido librada del mísero sustantivo “nociones”[13], que hasta ahora la acompañó; así, la materia pasa a denominarse Elementos de Física general y experimental y de Química general. Por su lado, en la facultad de Filosofía la sección correspondiente pasa a llamarse de Físico-matemáticas y Químicas, impartiéndose Química general (en tercer curso), Química inorgánica (4º), Química orgánica (5º) y Análisis química (6º). (Moreno González: 322).

En este periodo efectivamente la Química empieza a mostrar los primeros indicios de su próxima “independencia”. Según Moreno González, en los exámenes para ingresar en la Escuela Normal de Ciencias “serían preferidos ‘los que tuvieren mayor instrucción en Matemáticas, en Química, o posean conocimientos de Historia natural’”. Moreno se sorprende de la omisión de la Física y conjetura que se valoraba más la Química en el acceso a la Normal “ por el hecho […] de que la Química desde principios del XIX empieza a adquirir bastante consideración y presencia en los planes de estudio, incluso se nota una tendencia de algunos catedráticos de Física a escribir obras de Química, como ocurre con Fernando Santos de Castro, Juan de Dios de la Rada y el conocido Juan Chavarri, coautor de libros de texto con Venancio González Valledor” (Moreno González: 310, 311).

Según Puerto Sarmiento:

el mejor asentamiento de los estudios de Química y su ampliación a la Facultad de Filosofía coincide con la aparición de nuevos focos de industrialización en el País Vasco, Málaga, Alicante, Castellón, Baleares y Valladolid y con el despegue de la industria textil catalana (1840-1853), y también con el pensamiento de muy destacados tratadistas como Casares Gil, Magín Bonet o Torres Muñoz de Luna, formados en Francia y Alemania, que llegan a asimilar bienestar social de las naciones con adelanto científico y muy preferentemente de la química. como si esta ciencia fuera capaz, por si misma sin el acuerdo de los financieros, de hacer bienestar y regenerar la nación (Puerto Sarmiento: 173, 174).

Por otro lado, y de acuerdo con Peset, Garma y P. Garzón, en esta época, “aunque con escaso resultado, fue constante la preocupación por convertir la enseñanza universitaria en práctica y experimental”. Por ello se dispuso por Real Orden en 1846 “proveer a las universidades del reino de los instrumentos y aparatos de Física y Química que les faltan, a fin de dar en la enseñanza de estas ciencias toda la extensión que requiere el Plan de Estudios vigente (…) considerando este asunto de la mayor importancia para el progreso de las ciencias, la ilustración del pueblo y los adelantos de la industria”. Se ordenó, concretamente,

la adquisición de los instrumentos y aparatos que son necesarios para completar los gabinetes de Física y Química de las Facultades de Filosofía, Medicina y Farmacia en las universidades del reino (…). [Estos aparatos,] destinados, no solamente a las explicaciones en la cátedra, sino también a los experimentos y trabajos que han de hacer los Profesores para los adelantos de las ciencias, deben ser de primera calidad y tomados a prueba.

Fueron comisionados para efectuar las adquisiciones Antonio Gil de Zárate y Juan Chavarri, que en París contaron con el asesoramiento de Mateo Orfila. Sánchez Ron afirma que la iniciativa no tuvo continuidad, produciéndose quejas años más tarde por la existencia de aparatos rotos que no se reponían[14] (Peset, Garma y P. Garzón: 180, 181; Sánchez Ron, 1992: 69; Sánchez Ron, 1998b: 118).

Este período coincide con una época de transición en cuanto a la producción de libros, que empezó a tener importancia frente a las meras traducciones[15]. Prueba del interés del gobierno en procurar autonomía nacional en este terreno es el concurso convocado en 1854 para premiar con 20.000 reales el mejor libro dedicado a la Química aplicada a la agricultura, que quedó desierto (Moreno González: 438). Es una época, desde luego, aún de inmadurez, y en los libros se da más importancia a glosar otros que a verter resultados de investigaciones propias, sencillamente porque éstas apenas existían (Moreno González: 303; Sánchez Ron, 1998b: 125, 126).

Un libro de la época que resultó muy usado fue el Compendio de Física experimental y algunas nociones de Química (Granada, 1849), del moderado Francisco de Paula Montells y Nadal[16]. En la “Advertencia a modo de introducción” se muestran ideales quizá típicos de la época a la hora de redactar un libro de texto: sencillez, uniformidad, oficialidad. Montells señala en ese libro que al escribirlo no tiene “pretensiones de ninguna especie”. Considera que

la instrucción pública ha recibido notables mejoras de algunos años a esta parte, los establecimientos universitarios ya no son escuelas destinadas exclusivamente a la enseñanza de ciencias especulativas; sino que provistas de suntuosos gabinetes y bien montados laboratorios, se recibe en sus aulas una instrucción sólida, al par que útil y provechosa para todas las clases de la sociedad, pues su tendencia es la de desenvolver en beneficio de la riqueza pública todos los ramos del saber humano. Por otra parte, cada provincia tiene un Instituto competentemente dotado de personal, y surtido de aparatos, máquinas y cuanto se necesita para que la educación sea simultánea y uniforme; de suerte que la regeneración social se verifica en España por una bien entendida y sólida instrucción.

El autor, tan optimista, sostiene que para desarrollar los programas de la ley de 1847

faltan aún obras elementales para completar aquel pensamiento; obras de texto arregladas a estos programas, pero en armonía con los progresos y adelantos de la ciencia; libros, en fin, escritos con claridad, capaces de ser bien comprendidos de los jóvenes a quienes se destinan, y donde el autor, no haciendo alarde de pomposas teorías y de grande sublimidad, presente la ciencia con el atractivo de la naturaleza, y solo haga uso de aquellas teorías y cálculos que pueden ser bien comprendidos de sus alumnos.

(Peset, Garma y P. Garzón: 182, 183).

Peset, Garma y Pérez Garzón (p. 109) han relacionado el estado de la enseñanza en España en esta etapa con la revolución burguesa que se produjo. Según estos autores en la época destacan:

Por un lado, la falta de institucionalización científica con que amanece la revolución liberal. Por otro, la instrumentalización y utilización en pro de un lucro a corto plazo que la nueva clase dominante [la burguesía] hizo de la ciencia y la técnica, así como de la instauración de un aparato escolar adaptado a sus intereses exclusivistas. Consecuencias de estas condiciones sociohistóricas fueron la rápida colonización científica de nuestras aulas (reflejo de la dependencia económica), la discutible calidad del profesorado y de los libros de texto, así como el mayor nivel de las escuelas técnicas que iban a servir de apoyatura al despegue económico de la burguesía moderada


NOTAS

[1] Juan Manuel de Aréjula fue catedrático de Química en el Colegio de Cirugía de Cádiz a finales del siglo XVIII. Probablemente siguió a Lavoisier en sus lecciones, con alguna salvedad; por ejemplo, refutó la errónea teoría de la acidez del francés (y fue el primero en hacerlo), que establecía que los ácidos se caracterizaban por la presencia de oxígeno (Gago, 134).

[2] Al fin y al cabo, también los franceses salieron malparados de esa guerra, e incluso años antes habían decapitado a Lavoisier, y no por eso dejaron de ser la primera potencia en Química de la época. Estimamos que la causa del retraso hay buscarla en más factores. Ramón Gago considera que la guerra de la Independencia sí fue la responsable en gran parte del truncamiento del proceso de institucionalización de la Química en España iniciado por Carlos III (Gago: 130).

[3] Resulta significativo, no obstante, que aunque hubo exiliados que pudieron hacer ciencia de vanguardia en el extranjero (como Mateo Orfila),otros no, quizá por su escasa preparación. Así, exiliados de Fernando VII fundaron en Londres en 1829 el Ateneo Español pero no se dedicaron apenas a la Física y Química (Moreno González: 198).

[4] En esa época por filosofía (y más en particular filosofía natural) se entendía lo más parecido a lo que hoy llamamos ciencia.

[5] No debe sorprender que se consideraran útiles las ciencias para la Teología; en el imprimátur de un libro de Física del siglo XVIII el abogado Josef Nebot i Sans ya defendía la utilidad de esta ciencia para discernir supuestos milagros de sucesos puramente naturales, considerando que algunos fenómenos tenidos por milagrosos puede explicarlos la Mecánica. En general, la Física se consideraba “útil para todos los que profesan las buenas Artes y Ciencias. El Teólogo, el Jurista, el Médico, el orador, y cuantos practican las Artes, que se ejercitan, aplicando las cosas activas a las pasivas necesitan algunas veces del conocimiento físico de la naturaleza”, en palabras de Andrés Piquer, autor de un libro de Física Moderna Racional y Experimental del siglo XVIII (Moreno González: 33).

[6] Otra institución educativa importante en esta época fue la Real Casa de Pajes, de carácter elitista, que inició sus estudios en 1818 pero no contempló la Química (Moreno González: 204).

[7] Para constatar el escaso interés del Estado en fomentar la educación de todos sus ciudadanos, baste el siguiente texto, extraído del Reglamento Orgánico para las Escuelas Normales de Instrucción Primaria del Reino, de 1843:

[En las escuelas normales para la formación de maestros de instrucción primaria] El carácter de esta enseñanza tiene que ser esencialmente popular (…). Este objeto es formar maestros de escuela, y más que todo maestros de aldea: cuantos conocimientos adquieran éstos, han de ser sólidos, prácticos, capaces de transmitirse a hijos de gente sencilla y pobre, los cuales destinados a un trabajo continuo y material, no tendrán el tiempo necesario para la reflexión ni el estudio (…). Importa tener presente que las enseñanzas prescritas en el reglamento son de dos clases: las unas necesarias, indispensables; las otras de adorno (…). Así, pues, la lectura, la escritura, la gramática, la aritmética, la geografía, y en los aspirantes la práctica de la enseñanza, son estudios que no deben dejarse de la mano hasta adquirir la mayor perfección en ellos; pero la física, la química, la historia natural han de tocarse ligeramente y limitarse a una conferencia semanal, suficiente para que en los dos años que dura el curso adquiera el alumno un leve conocimiento de los principales fenómenos del universo (…). Lo mismo sucede con la retórica y poética, que tienen que reducirse a muy leves nociones, pues sería ridículo querer convertir en oradores y poetas a pobres campesinos, cuando no es ésta su vocación. Pero de todas las enseñanzas, la principal, la que más cuidado merece, es la moral y religiosa. Todas podrían suprimiese excepto ésta (…)

(Peset, Garma y P. Garzón: 122-123)

[8] La Química Orgánica se estaba tratando de introducir en esos años. La dirección General de Instrucción Pública dirigió una carta al ministro el 1 de diciembre de 1847 insistiendo sobre la necesidad de crear en la Facultad de Filosofía una cátedra de Química Orgánica. En el plan de estudios de 1850 ya aparece esta asignatura (Puerto Sarmiento: 172, 173).

[9] En 1836 el gobierno había querido contar con Alcón para que ocupase la cátedra de Química del Museo de Ciencias Naturales, “mas los apuros de la época no permitieron suministrarle los medios necesarios para la enseñanza, y ésta fue casi ilusoria en las pocas lecciones que se dieron” (Gil de Zárate: 76).

[10] Las cátedras del llamado Conservatorio de Artes se habían fundado en 1832 en Madrid y varias provincias, y entre ellas la de Química. Según Gil de Zárate “la falta de protección y de alumnos hizo, sin embargo, decaer con el tiempo la mayor parte de estas escuelas” (Gil de Zárate: 75, 76).

[11] Poco antes del plan de estudios de 1845 la cátedra de Química del Museo de Ciencias Naturales fue trasladada a la Universidad de Madrid. Según Gil de Zárate, ésta sirvió de base para las cátedras que se crearon en la reforma de aquel año (Gil de Zárate: 76).

[12] La Química, una vez más, tenía en la enseñanza elemental un contenido minúsculo: sólo la octava parte del temario de Elementos de Física experimental con nociones de Química la ocupaban esas “nociones de Química” (Moreno González: 291-299). El temario relativo a Química en 5º curso de la segunda enseñanza en el curso 1846-47 era el siguiente:

· Cuerpos simples; Cuerpos compuestos; Enumeración y clasificación de los cuerpos simples; Principios en que se funda la nomenclatura química; Afinidad química: su diferencia de la cohesión; Análisis y síntesis; Equivalentes químicos

· Diferencias entre metales y metaloides; Propiedades del oxígeno, hidrógeno, carbono, fósforo, azufre, cloro, etc.

· Composición del aire atmosférico; Acción del aire en la combustión y respiración

· Del agua: sus elementos, sus descomposición y composición; Papel que representa el agua en la naturaleza

· Caracteres que permiten reconocer los metales más útiles: propiedades de estos

· De los óxidos y de los ácidos: caracteres que los distinguen; Propiedades más notables de los óxidos y de los ácidos

· De las sales; Sales neutras, ácidas, alcalinas; Sus caracteres principales; Propiedades de algunas de las sales más usuales como la sal marina, el salitre o nitrato de potasa, el yeso o sulfato de cal, la alúmina, el carbonato de cal, el fosfato de cal

· Elementos de las materias orgánicas; ¿Cómo sucede que un corto número de elementos produce tan gran número de materias orgánicas?

(Moreno González: 298, 299)

[13] Incluso en 1846, para ingresar en la llamada Escuela Normal de profesores de Ciencias (que resultó una nueva “frustración”) había que examinarse de, entre otras asignaturas, Elementos de Física y algunas nociones de Química, lo que revela que la segunda seguía considerándose un accesorio de la primera (Moreno González: 307, 310).

[14] Treinta años más tarde (1877) el estado empezó a aplicar derechos a los alumnos para poder realizar prácticas de laboratorio y luego se incautó de ellos para aplicarlos a otros fines como hacer frente al incremento del presupuesto debido al aumento de catedráticos (Sánchez Ron, 1998: 70).

[15] Vernet critica la escasez de monografías “en beneficio de los manuales, casi siempre traducidos o adaptados del francés, y en éstos son raros son los que incluyen los descubrimientos autóctonos” (Vernet: 243).

[16] Montells, en un discurso de 1846, muestra una actitud precursora de la que más tarde mantuvieron los llamados “regeneracionistas”: “La ciencia administrativa y la ciencia química son los dos centros de actividad sobre que gira en el siglo XIX la riqueza y felicidad de los pueblos. (…) la Química, poseyendo el conocimiento interior de cuanto nos rodea, es la palanca con la cual la administración impulsa sus grandiosos proyectos” (Peset y Peset, 1974: 632).



La iniciativa pública: evolución de los planes de estudio y su influencia en la mejora de la enseñanza de la Química (2)

La ley Moyano: la Facultad de Ciencias y el despertar de la Química

Según Sánchez Ron, en la segunda mitad del siglo XIX,

de la mano de los avances realizados en, fundamentalmente, la química orgánica y la física del electromagnetismo, la ciencia penetró con firmeza y amplitud en el mundo industrial y, subsiguientemente, en el político. Y, así, cambió radicalmente la manera –y atención– en que los estados más avanzados cuidaron la enseñanza superior en ciencias como la química y la física. La ciencia recuperó de esta manera su viejo papel de elemento modernizador de la sociedad (Sánchez Ron, 1998b: 115).

En España, a mediados del siglo XIX la Química académica estaba empezando a preparar su independencia de otras disciplinas. Según Juan Vernet en esa época trabajaba en España un grupo destacado de químicos entre los que cabe mencionar a Rafael Sáez Palacios, Manuel Rioz y Pedraja, Antonio Casares y Rodrigo, Manuel Sáenz Díaz, los hermanos Francisco y Magín Bonet yBonfill, su sobrino Baldomero Bonet y Bonet, y Miguel Bonet y Amigó. Vernet asegura que “es a este grupo de químicos isabelino a quienes se debe no sólo la puesta al día de la química española al dar a conocer los adelantos conseguidos por esta disciplina en el resto de Europa, sino el haber desbrozado los caminos de la futura investigación en España” (Vernet: 246, 247).

Los hermanos Peset no ven aquella época con óptica tan generosa: “La universidad de aquellos años no investiga”, afirman tajantemente (Peset y Peset, 1974: 513). Y Sánchez Ron, en parecida línea, etiqueta de “carencia de originalidad” la labor y productos de los matemáticos, físicos y químicos españoles del periodo. Éstos se movieron en general en el campo de la enseñanza, “de un carácter poco avanzado. Se trataba sobre todo de enseñar, y así las publicaciones de los físicos, químicos y matemáticos del siglo XIX se limitan en general a textos compuestos con materiales tomados de diversas fuentes”[1]. La otra actividad típica era informar sobre lo investigado por otros (Sánchez Ron, 1998b: 115, 116).

De acuerdo con Portela y Soler, entre 1840 y 1870 las reformas universitarias hicieron que los estudios de Química “tomaran carta de naturaleza y dejaran de estar tutelados por la medicina y la farmacia” (Portela y Soler: 99). Estos autores consideran, sin embargo, que había una dependencia excesiva de la Química francesa, lo que “resultó perjudicial para la química española” porque el país vecino no tenía entonces el monopolio de los conocimientos químicos y además su modelo “napoleónico” de universidad había dejado de ser adecuado para el buen desarrollo de la ciencia, a diferencia de Alemania, que empezó en esta época a liderar el campo de la Química gracias a un sistema de universidad que integró la industria, saliendo ambas beneficiadas (Portela y Soler: 99-102).

En los planes de estudio de la época se constata este paulatino despegar de la ciencia que nos ocupa. Un proyecto de 1855 que no llegó a discutirse hablaba por primera vez de “Ciencias Químicas” como una sección más, junto a Ciencias Físico-matemáticas y Ciencias Naturales, de una Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales que se proponía (otras seis facultades eran Literatura y Filosofía, Ciencias Políticas y Administrativas, Farmacia, Medicina, Jurisprudencia y Teología). Se estudiaría Química general, Ampliación de química en sus dos ramas de Inorgánica y Orgánica y Análisis químico. Los licenciados en Químicas saldrían de la facultad equiparados con los ingenieros químicos procedentes de las escuelas especiales (Moreno González: 336-339).

La que sí entró en vigor, y por mucho tiempo (con algunas modificaciones a lo largo de los años) fue la llamada ley Moyano, de 1857, que sí plasmó las nuevas corrientes creando realmente esa sección independiente antes mencionada dentro de la nueva facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (constituida con el mismo rango que otras cinco: Filosofía y Letras, Farmacia, Medicina, Derecho y Teología). Además de Químicas existirían las secciones de Físico-Matemáticas y Naturales[2]. Para ser bachiller en ciencias había que estudiar Química General, y para ser licenciado en Físicas las siguientes cuatro asignaturas: Tratado de los fluidos imponderables, Química Inorgánica, Química Orgánica, y Prácticas de laboratorio, lo que en realidad hacía que el licenciado lo fuera de facto en Químicas aunque no se contemplara una titulación con tal nombre. Y para ser doctor en Física habían de superarse dos asignaturas: Análisis químico y Laboratorio (por lo que del mismo modo bien podría haberse llamado este Doctorado “de Químicas”). En la sección de Naturales de la facultad de ciencias también se contemplaba la disciplina en este plan; concretamente, para el grado de bachiller se impartía Química general. Por su lado, en la segunda enseñanza quedó, dentro de los llamados estudios generales, la asignatura Elementos de Física y Química (no ya sólo “nociones de Química”, poniéndose así aparentemente esta ciencia a la altura de la Física). En 1866 se introduce una modificación a la ley Moyano que reduce a dos las secciones: Ciencias Fisicomatemáticas y Químicas, y Ciencias naturales (Moreno González: 350, 351, 359-361; Baratas, 1993: 33).

En esta época aún las ciencias se consideraban unos estudios “sin carrera”, por lo que contaban con pocos alumnos. Así, en el curso 1859-60 la Facultad de Ciencias tenía sólo 141 estudiantes frente a los 224 de Filosofía y Letras, 544 de Farmacia, 1178 de Medicina, 3755 de Derecho y 339 de Teología; la Escuela de Náutica tenía 663, la de Maestros de obras, aparejadores y agrimensores 258, y la de Veterinaria 863. Había 27 personas estudiando Ingeniería agrónoma; 489, Industrial, y 38, Arquitectura (Peset, Garma y P. Garzón: 148).

De 1873 data el “frustrado” plan Chao, un proyecto positivista, krausista, diseñado por Francisco Giner de los Ríos, un plan muy innovador pero virtualmente sin efecto por los acontecimientos políticos posteriores. Suponía un avance para el estudio de la Química porque proponía, para la segunda enseñanza, estudios de Química general, mineral y Orgánica, acompañados de experimentación, ejercicios, usos de aparatos y procedimientos. Para la tercera enseñanza se planteó transformar las tres secciones de la facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en tres facultades independientes: Matemáticas, Física y Química e Historia Natural. Se previeron las siguientes asignaturas universitarias de la disciplina: Prolegómenos de Química, Química mineral, Química Orgánica y una nueva asignatura, Química Fisiológica, así como estudios teórico prácticos de investigación en Química. Una Cristalografía matemática y químico-mineralógica se daría en la Facultad de Historia Natural con carácter optativo. Este plan tenía influencia alemana (Baratas, 1993: 35, 36; Moreno González: 373-375, Peset y Peset, 1992: 39).

En 1875 el catedrático de la universidad central Gumersindo Vicuña planteaba una sección de Físicas más moderna que incluiría Química y Termoquímica así como mucha experimentación y observación. También sugirió dividir la facultad en dos secciones: Físico-matemáticas y Químico-naturales, proponiendo seguir el ejemplo alemán (Moreno González: 387-390). Ese mismo año un nuevo plan proponía la Química general como común a las tres secciones, en tanto que en la llamada sección de Ciencias Fisicoquímicas se darían además Química Inorgánica, Prácticas de Química Inorgánica, Química Orgánica y Prácticas de Química Orgánica, y, en el Doctorado, Análisis química (sic) y Prácticas de análisis química (Moreno González: 393). En 1880 otro plan establece estas tres secciones para la Facultad de Ciencias: Físico-matemáticas, Físico-químicas y Naturales. En las tres secciones se estudia Química general (Baratas, 1993: 88-90, Peset y Peset, 1992: 43).

Estos planes de estudio dictaron el tipo de enseñanza de Química que se dio en la Universidad hasta fin de siglo, más bien precaria[3]. Según Portela y Soler después de 1868 y durante esa última etapa de la centuria la formación científica que se proporcionaba era más bien “libresca” por falta de consignaciones presupuestarias para los laboratorios universitarios (Portela y Soler: 101). Sánchez Ron estima que “a partir de la Revolución de 1868 (…) se logró alcanzar una cierta recuperación científica en España [pero] la física, la química y la matemática continuaban, sin embargo, claramente subdesarrolladas” (Sánchez Ron, 1998a: 27).

Refiriéndose a la penúltima década, aproximadamente, José Carracido diría más tarde de aquella educación (Baratas, 1993: 90):

Prescindiendo de la propia y personal experimentación, los profesores de aquellas ciencias [Física, Química y Fisiología], que sin este medio se reducen a indigesta palabrería, se vieron obligados a secundar el método de las enseñanzas especulativas, pronunciando también su discurso cotidiano, exornándolo a lo sumo con algunos experimentos practicados desde su mesa ante los atónitos alumnos, sin permitir a estos poner mano en nada, porque los aparatos no se estimaban como herramientas de trabajo.

El mismo Carracido, asegura que “desde el año 1887 hasta 1901 (…) se explicó la Química Biológica como si fuese Metafísica” y de sí mismo afirma que “al encargarme de esta enseñanza sólo disponía de la silla para la explicación oral de las pláticas (…)” (Josa Llorca: 110).

José Casares Gil, catedrático de Química en Barcelona y Madrid a primeros del siglo XX, afirmaba que “el alumno de Química en España [a finales del siglo XIX] no trabajaba en el laboratorio y nos encontrábamos (…) limitados a la enseñanza oral (…)” (Sánchez Ron, 1998b: 125).

Vian Ortuño extiende esta opinión fuera del dominio de la química exclusivamente académica:

A fines del siglo XIX la actividad química española consistía poco más que en discursos de academia y artículos de boletín en los que se especula y comenta la actividad científica extranjera, ciertamente con mucha erudición y no menos retórica, pero casi sin más preocupación creadora que alguna variante para perfeccionar los métodos docimásicos más al día. Siempre lo experimental muy próximo a lo utilitario, confirmando esa constante española de apego a lo inmediato y necesario, paralela a la despreocupación por lo verdaderamente teórico (Vian: 457).

Dentro de este panorama indudablemente existían excepciones. De acuerdo con Juan Vernet, Luanco, un químico destacado que ejerció en esos años se mostró interesado en “poder acompañar las explicaciones en clase de experimentos, para los cuales necesitaba subvenciones más crecidas que las habituales de la época”. En la última década del siglo se quejaba de la falta de hornos fijos de fusión para los ensayos docimásticos y de incineración y de copelación, etc. Pero, renuente al desánimo, trató de investigar aun con los escasos recursos que la Universidad le proporcionaba, y compró aparatos en el extranjero como un espectrógrafo. Vernet considera que esas actitudes anuncian los albores de la Química contemporánea española (Vernet: 246, 247).

El interés por la Química en la época se refleja también en los títulos de las tesis doctorales leídas entre 1851 y 1898. De la lista de ellas (Moreno González: 533-544) se constata que la tercera parte tienen que ver con la Química, a pesar de que figuran leídas en las facultades o secciones “físico matemática”, de “ciencias” o “físicas”. Así por ejemplo, en Físicas se leyeron las tesis Reseña historia de la Química (1864), Necesidad de la Química (1868) y Leyes de las combinaciones químicas (1881). En la sección de Físico-Matemáticas se defendieron La electricidad, única causa de las reacciones químicas (1851), e Importancia del análisis químico (1855). El título de tesis La influencia de la Química en las demás ciencias, leída en 1856 en la sección de Físico-matemática y Química, revela la importancia que por entonces había cobrado la Química como ciencia independiente.

Pero cantidad no significa necesariamente calidad. Hay que tener en cuenta que muchas tesis son disertaciones, no auténticos trabajos de investigación. Ya en 1885 la Sociedad Española de Historia Natural pidió que se reformara el mecanismo para obtener el grado de doctor exigiéndose al alumno para obtener el título “trabajos propios de investigación” (Baratas, 1993: 101)[4].

Por los libros de texto se puede seguir perfectamente la evolución de la Química que se enseñaba en la segunda mitad del siglo XIX. Según Vernet uno de los más usados inicialmente fue el Curso elemental de física y nociones de química, de Venancio González Valledor y Juan Chavarri (Madrid, 1854). Su Química es dualística, siguiendo a Berzelius; tiene en cuenta los isómeros de éste (1830) y aún tomaba como unidad el peso atómico del oxígeno (Vernet: 245, 246). Algo más tarde (1861) se publicó un texto muy superior, Lecciones elementales de química general (1861), de Ramón Torres Muñoz de Luna, en el que el autor demuestra estar al día en el terreno científico porque conoce los acuerdos del primer congreso de química (Karlsruhe, 1860). Utiliza la notación de Berzelius y considera el peso atómico del hidrógeno, siguiendo a Dalton, igual a 1 (Vernet: 245, 246) [5]. Otro manual famoso fue el publicado por primera vez en 1878 Compendio de las lecciones de química general, obra de José Ramón de Luanco y Riego[6]. Los libros de este autor, junto a la Química orgánica de Bonifacio Velasco y la Química inorgánica de José Soler y Sánchez, representan la introducción de la teoría unitaria de Gerhardt, de las fórmulas representativas de la estructura molecular y de la idea de valencia (Vernet: 245). El manual de Luanco

se presenta de modo mucho más metódico y desde el primer momento da la impresión de que nos encontramos delante de un texto científico contemporáneo, a pesar de que no se haga eco de la clasificación periódica de Mendeleyev (1869) –que, por lo que dice, debía conocer–, sino por querer agrupar los cuerpos por orden creciente de dinamicidad o valencia. Por otro lado, suprime en su obra las viejas sinonimias y refleja la labor de los químicos y metalúrgicos españoles del pasado. Si alguna vez expone teorías periclitadas, como la del flogisto, es como pura anécdota que sirve para aclarar los nuevos puntos de vista de la ciencia que cultiva.

(Vernet: 246). Este autor trató de poner a la Química española al nivel de la europea introduciendo las teorías atómico moleculares y de valencia (Puerto Sarmiento: 180).

Madurez de la Química española en el primer tercio del siglo XX

El cambio de siglo puede considerarse como un hito definitivo en la renovación de la Química española y su enseñanza. O quizá pueda situarse en la simbólica fecha de 1898 el punto de inflexión si atendemos a la opinión algo exagerada del químico y farmacéutico, que llegó a ser rector, José Rodríguez Carracido: el desastre tras la guerra hispano-norteamericana no le sorprende porque:

Replegada en sus lares solariegas el alma nacional hizo examen de conciencia y vio con toda claridad que había ido a la lucha y en ella fue vencida por su ignorancia de aquellos conocimientos que infunden vigor mental positivo en los organismos sociales. Refiriéndose a los títulos de las asignaturas de la segunda enseñanza, alguien dijo donosamente que nuestra derrota era inevitable, por ser los Estados Unidos el pueblo de la Física y la Química, y España el de la Retórica y Poética.

(Sánchez Ron, 1998a: 31, Moreno González: 336, 337)[7].

Sánchez Ron opina que la ciencia española de la época estaba claramente retrasada, y culpa de tal retraso a la pérdida del imperio colonial y a la falta de clara implantación de los dos elementos institucionalizadores de las ciencias físico-químicas en el siglo XIX: el capitalismo y la industrialización (Sánchez Ron, 1998a: 31, Sánchez Ron, 1992: 55). Este historiador opina que “el desarrollo de la química como ciencia está, al igual que ocurre con la física, estrechamente relacionado con la situación industrial. Por lo que sabemos, la industria química española no fue muy importante durante el siglo XIX” (Sánchez Ron, 1992: 54).

Según Portela y Soler, la situación precaria fue denunciada en repetidas ocasiones por algunos científicos. José Casares Gil, familiarizado con los sistemas alemanes, en la inauguración del curso 1900-1901 en la universidad de Barcelona pronunció un importante alegato sobre la necesidad de modernización de la Química, lo que “abrió una fuerte polémica, en la que intervinieron diversas universidades españolas, como consecuencia de la cual la química dio un significativo paso adelante” (Portela y Soler: 102; Puerto Sarmiento: 182). Así, aunque otras ciencias habían empezado a progresar tras la revolución del 68, la que nos ocupa se retrasó, y sólo el respaldo decidido de instituciones como la Junta para la Ampliación de Estudios o la Real Sociedad de Física y Química la sacaron del marasmo (Portela y Soler: 101).

El Estado también tomó conciencia de la necesidad de renovación. Las nuevas teorías atómicas y otros avances en el campo de la Fisicoquímica entraron con pujanza en el siglo XX y anunciaron una gran revolución cuyo tren no se podía perder[8]. La Universidad, pues, trató de adaptarse a estas marchas forzadas mediante cambios en los planes de estudio. En 1900 ve la luz uno nuevo e importante, conocido como ley García Alix, por ser éste el ministro que la promulgó. En su virtud, se pasa a cuatro secciones en la Facultad de Ciencias: Exactas, Físicas, Químicas y Naturales[9] (Baratas, 1993: 196, 200, Peset y Peset, 1992: 47, 48). La Química, pues, se desgaja de la Física. Moreno González considera que

La división de la Facultad de Ciencias en cuatro secciones, la distribución de asignaturas y, sobre todo, las disposiciones relativas al período de Doctorado, son pasos decisivos para la regeneración científica deseada. Son sin duda el reflejo de que el carácter de ‘ciencia inútil’[10] ha arraigado por fin en los medios legisladores que consideran la investigación científica un objetivo prioritario (Moreno González: 397).

En todas las secciones aparecen nuevas asignaturas; en Química, por ejemplo, la Mecánica química y el Análisis especial. Las licenciaturas duraban cuatro años. En Químicas, durante el primer curso se impartía Análisis matemático, Geometría métrica, Química general y Mineralogía y Botánica; en segundo: Análisis matemático (II), Geometría analítica, Física general y Zoología general; en tercero: Elementos de cálculo infinitesimal, Cosmografía y física del globo y Química inorgánica; y en cuarto: Química orgánica, Análisis químico general y Mecánica química. Las asignaturas de Doctorado eran Análisis químico especial, Cristalografía y Química biológica. Sorprende el exceso de geometría y la ausencia de Química biológica y fisiológica en la Licenciatura. Respecto a las otras secciones, también se impartía Química general en el primer curso de todas ellas, y Química biológica en el Doctorado de la de Naturales[11] (Moreno González: 399-400).

La renovación se produjo también en la enseñanza secundaria y en la formación profesional y la Química igualmente entró en sus currículos con fuerza desusada. Así, un Decreto de 1901 que organizaba los institutos generales y técnicos imponía la asignatura Química en el 5º (de seis) curso del Bachillerato –era obligada la dotación de cátedras de Física y Química en los institutos–; Química aplicada en los estudios elementales de maestro (en el 3º y último año), aunque no en los superiores de maestros (donde sí había, sin embargo, Ampliación de matemáticas y física). En los elementales de arquitectura se estudiaría Química aplicada; y Química general en los elementales de Industrias. En cuanto a las enseñanzas superiores técnicas, no se programó ninguna asignatura de Química para Mecánicos ni Aparejadores, pero sí para Electricistas (Electroquímica y Electrometalurgia y Química industrial Inorgánica (en el 3º y último curso)); para Metalurgistas Ensayadores (Química industrial Inorgánica y Docimasia. Ensayos y reconocimientos de minerales y metales, así como Prácticas de Química y Mineralogía (3º y último cursos)); y para Químicos, que sorprendentemente no tendrían su propia asignatura el primer año, pero sí Química industrial Inorgánica y Prácticas de Química en el segundo; y Química industrial Orgánica, Análisis químico, Electroquímica y Electrometalurgia y Prácticas de Química en el tercero. También se legislaban en el referido decreto de 1901 los estudios de la Escuela Central de Ingenieros Industriales, con Análisis Químico y Química industrial con detalles y fabricación de productos en el segundo año; Electroquímica, en el tercero, y Química industrial Orgánica con detalles de la fabricación de productos y Tecnología química en el cuarto. Había abundantes prácticas de laboratorio en esta carrera. Finalmente, también se estudiaban unos Elementos de Física, Química e Historia Natural aplicados al comercio en las escuelas superiores de Comercio, en el primer año. Y en las escuelas nocturnas elementales para obreros “se darán dos conferencias o clases practicas de una hora de duración por los respectivos catedráticos”, entre ellas unas dedicadas a Nociones y ejercicios de Química (Puelles: 123-156)

Una ley de 1903 modificaba el plan de estudios generales para obtener el título de bachiller. Física se daría en el 5º año y Química general en el 6º y último junto a una Agricultura y técnica agrícola e industrial. A título de comparación, 23 años más tarde se modificaba el Bachillerato de manera que se configuró en dos bloques, el elemental, que contenía unas Nociones de Física y Química en el segundo año, y el universitario, con dos ramas, Letras y Ciencias, en la segunda de las cuales se estudiaba Química en el tercer curso (Puelles: 179-182, 218-227).

En 1933 Fernando de los Ríos presentó un proyecto de ley de Instrucción Pública que hubiera supuesto “la plasmación legal del ideal universitario de la Institución Libre de Enseñanza”, pero “no llegó a ser discutido en un Parlamento abrumado por el exceso de proyectos legislativos” (Baratas, 1998: 161). Por ello no se pudo sustituir la vieja legislación universitaria, que databa de 1857, por una normativa modernizadora.

El esfuerzo de renovación tuvo frutos positivos. Vian Ortuño asegura que fue el sector universitario –y sobre todo las facultades de Ciencias y Farmacia– el que inició

(…) el despegue hacia la Ciencia, con vocación creadora, y fue su efecto de siembra el que puso en pocos años a la Química española en condiciones de incorporación al movimiento químico europeo. La actualización de los planes de estudio y la demanda de productos que no podían llegar de mercados extranjeros, por los inconvenientes de la guerra del 14-18, abrieron horizontes que financieros y empresas pudieron aprovechar. Estas actividades incitaban a los centros docentes, y así, por resonancia, mejoraron a un tiempo la enseñanza y la industria, sin olvidar, a estos efectos, el ámbito favorable que supuso, después, la política de aprovechamiento de las riquezas españolas apoyada por la Dictadura, en los años veinte .

(Vian: 459)

Ello no quiere decir que se hubiera conseguido lo mejor. Las críticas siguieron surgiendo, pero en estos años ofrecen un tinte menos descorazonador y más de necesidad de emular a las naciones extranjeras más avanzadas o de sana rivalidad entre los centros universitarios, sobre todo los de las provincias periféricas respecto a la capital. Por ejemplo, el catedrático de Geometría Analítica José M. Vijande y Fernández Luanco, en el discurso de apertura del curso 1917-18 en la Universidad de Oviedo, con el título La Facultad de Ciencias de Oviedo durante su primera época, consideraba que España padecía atraso científico y un “desconcierto” en los estudios de facultad y de escuelas especiales. Señala como error de la administración el no situar los centros de enseñanza en los lugares adecuados, quejándose de que en Oviedo se hubieran escatimado las enseñanzas de Química y Mineralogía y de que en Madrid se hubiera instalado una Escuela de Ingenieros de Minas en 1836 “donde es casi la única mina el presupuesto”[12] (Moreno González: 311).

Independientemente de si se gozaba de un nivel adecuado o no, la Química universitaria española era como un arbusto en vías de crecimiento a principios de siglo y a lo largo del primer tercio acabó completando sus ramas y un porte apreciable. Según Vian, la Química, “que desde 1873 ya había perdido su hibridación con la Física”, se diversificó claramente en tres secciones en 1902: Analítica, Inorgánica y Orgánica con Bioquímica, para completar su estructura (que hoy conserva aproximadamente igual) con la introducción en 1923 de la Química Física y la Química Técnica (Química industrial)[13]. Hacia 1928 se inició también la Electroquímica, que acabó incorporándose a la Química Física. Vian afirma que en esta etapa fue progresando la aplicación de los métodos experimentales en la Universidad, primero con prácticas de laboratorio obligatorias y bien regladas, y desde 1929, por iniciativa del gran químico Enrique Moles[14], con la introducción de la “Reválida experimental de Licenciado” o “tesina”[15] (Vian: 445, 446).

Según Vian, en Química Analítica destacaron en la época Juan Fagés Virgili, José Casares, Ángel del Campo y Fernando Burriel, entre otros. En Inorgánica y Química Física: Enrique Moles, José Rodríguez Moruelo, Eugenio Mascareñas, Antonio de Gregorio Rocasolano, Ramón de Izaguirre, Julio Guzmán Carrancia y Miguel Ángel Catalán[16]. En Orgánica y Bioquímica[17]: José Rodríguez Carracido, Obdulio Fernández, Antonio Medinaveitia, García Banús, González Gallas, Francisco García González, Luis Bermejo y Vida, Lora Tamayo, Pi Suñer. En Técnica[18]: Emilio Jimeno Gil y J. M. Fernández Ladreda.

Vian asegura que la productividad científica española de Química en el siglo XX es apreciablemente mayor que la de Física (Vian: 456), quizá porque su cultivo contó con mayor apoyo oficial e industrial, destacando en especial el análisis químico. Entre 1910 y 1935 se licenciaron en Química 190 personas y se doctoraron 44; en Física se licenciaron 22 y se doctoraron 10. Seguían siendo ambas ciencias minoritarias, en comparación con Farmacia (1783 licenciados en ese periodo) y Medicina (5280) (Vian: 457).

Vian valora enormemente la Junta de Ampliación de Estudios como institución puntera en el desarrollo de la Química. Comenta que en algunos casos la Universidad consideró suplantadas sus funciones por la Junta, lo que Vian rechaza[19]. Cuenta el siguiente hecho anecdótico. Uno de los primeros frutos de la Química Física (rama surgida a principios de siglo en la universidades alemanas) fue la síntesis directa del amoniaco (necesitado por los germanos en la primera guerra mundial). La Junta envió a Moles a estudiar este proceso y otros. Luego los enseñó en España en clases y seminarios durante doce años. En 1923 se solicitó la introducción de la Química Física en la Facultad de Ciencias y en 1936 ya estaban cubiertas varias cátedras previstas, momento en que “la Junta para la Ampliación de Estudios se desentendió de esta docencia” (Vian 441, 442).

Las instituciones que habían dimanado del tronco de la Institución Libre de Enseñanza no sólo no estorbaron a la Universidad sino que proporcionaron docentes bien formados[20]. La guerra civil, por desgracia, abortó esta producción de profesores[21]. Así, de las 156 personas que trabajaron en el Instituto Nacional de Física y Química en el primer lustro de los años treinta, 11 llegaron a ser catedráticos en 1936; de los restantes “cuyo destino más probable y deseado era la cátedra”, sólo 8 llegaron a ella después de 1939 (Vian: 440).

En 1938 el Gobierno de Burgos abolió la Junta para la Ampliación de Estudios acusándola de haber participado del espíritu que había conducido a España al “desastre” moral y social. Era considerada por los vencedores un organismo nocivo y muy peligroso. Sus activos fueron traspasados al nuevo Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Sánchez Ron, 1998a: 37, 38)


NOTAS

[1] El físico Blas Cabrera consideraba que en los libros de texto se observaba un síntoma de enfermedad de la ciencia española; para él había muchos más manuales que producción científica, por lo que “son casi siempre malos”. Afirmaba que en la literatura físico-química se confundía “lo elemental con lo anticuado” (Sánchez Ron, 1998: 111).

[2] En el Reglamento que desarrolló la ley Moyano un año más tarde las secciones se llaman Exactas, Físicas y Naturales (Moreno González: 350).

[3] Lo que no quita que se fuera consciente de la necesidad de la ciencia. Así, con los últimos planes de fin de siglo las universidades lucharon por ampliar sus enseñanzas científicas, dando interés a la Química, entre otras. La universidad de Barcelona, para completar las tres secciones de su Facultad de Ciencias hizo una solicitud en la que alegaba que de los estudios de ciencias naturales y los físico-químicos “saca gran provecho la agricultura (…)” (Peset y Peset, 1992: 46, 47).

[4] Años más tarde, Manuel B. Cossío, en sus propuestas pedagógicas Sobre la reforma de la educación nacional incidió en esta necesidad, como asimismo lo habían hecho antes otros institucionistas, pero el deseo no empezó a hacerse realidad hasta entrado el siglo XX (Baratas, 1993: 141, 192-193).

[5] Como anécdota, habla de un aparato de su invención, el espirómetro, que hace pasar por inglés para que sea aceptado. Ese autor publicó unos Estudios críticos sobre el aire atmosférico de Madrid (1860) “cuyos resultados son sistemáticamente erróneos” (Vernet: 245, 246).

[6] Tutor de Marcelino Menéndez y Pelayo durante los estudios de éste en Barcelona, fue autor también de una muy famosa La Alquimia en España (1897).

[7] El diputado Eduardo Vincenti proclamaba en el Parlamento que España debía inspirarse en

el ejemplo que nos han dado los Estados Unidos. Este pueblo nos ha vencido no sólo por ser más fuerte, sino también por ser más instruido, más educado, de ningún modo por ser más valiente. Ningún yanqui ha presentado a nuestra escuadra o a nuestro ejército su pecho, sino una máquina inventada por algún electricista o algún mecánico. No ha habido lucha. Se nos ha vencido en el laboratorio y en las oficinas, pero no en el mar o en la tierra (Sánchez Ron, 1974: 31).

[8] En general, el Estado reparó en la importancia capital de la enseñanza, y en 1900 se creó por primera vez un Ministerio de Instrucción Pública, aunque “los esfuerzos más importantes se centraron en la educación primaria y secundaria, no en la superior. Así, la educación universitaria no progresó demasiado, especialmente en lo que a facilidades materiales para realizar investigaciones científicas se refiere”, afirma Sánchez Ron (Sánchez Ron, 1998a, 32).

[9] Si bien sólo la de Madrid tuvo en principio las cuatro secciones, y Química, además de la capital del Estado, sólo Barcelona, Valencia y Zaragoza (Baratas, 1993: 200, 201). La reforma de la Facultad de Ciencias la diseñó el biólogo Ignacio Bolívar (Baratas: 519).

[10] Moreno usa esta calificación meliorativamente, parafraseando a Menéndez Pelayo, que hablaba “de la sublime utilidad de la ciencia inútil”, entendiendola como la ciencia por la ciencia, por el conocimiento puro, básico, independientemente de las mejoras prácticas que pueda significar (Moreno González: 445).

[11] Lo que, de acuerdo con Baratas, daba más cariz experimental en el currículo de la sección de Naturales (Baratas, 1993: 203).

[12] Quizá esas críticas coadyuvaron a la creación, años más tarde, del Instituto de Química Aplicada de Oviedo, organismo dependiente de la universidad asturiana y que fue la culminación de un proyecto de Instituto del Carbón diseñado por su conexión con la principal industria regional (Vian: 447).

[13] Sólo en 1936 pudo producirse la primera promoción de catedráticos de Química Técnica (Vian: 445, 446).

[14] Enrique Moles Ormella fue un químico excepcional. Vigorizó la Sociedad Española de Física y Química, consiguió reunir en Madrid el IX Congreso Internacional de Química Pura y Aplicada en 1934, mejoró las condiciones de enseñanza de la Química en la Universidad Central, fomentando los “coloquios” entre profesores y alumnos, registró más de doscientas publicaciones y profundizó en la historia de la Química española, entre otros muchos méritos. Murió en 1953 “vejado y reducido al más completo ostracismo tras la guerra civil. La esquela mortuoria que publicó en el diario ABC su hijo Enrique necesitó 16 líneas de 88 espacios para citar los títulos, distinciones, cargos, condecoraciones, etc., obtenidos por Moles en su relativamente corta vida científica a la que le amputaron sus quince últimos años, probablemente los más fructíferos” (Vian: 462, 463). Sánchez Ron considera que Moles fue “posiblemente el mejor y más activo químico en la historia de la ciencia española” (Sánchez Ron, 1998b: 130).

[15] En los años 30, para doctorarse en Químicas había que presentar una memoria o tesis y cursar las asignaturas Ampliación de Química Analítica, Mecánica química y Química biológica (esta última, de la Facultad de Farmacia, era común a los doctorados de Química, Farmacia, Biología y Medicina) (Vian: 445, 446).

[16] Químico, aunque sus aportaciones se consideran dentro del campo de la Física.

[17] Las cátedras de Orgánica estaban dotadas en las facultades de Farmacia y Ciencias desde mitad del siglo XIX. La primera cátedra de Química biológica se creó para la Facultad de Farmacia de Madrid (Vian: 464).

[18] La primeras cátedras universitarias de Química Técnica (Madrid y Oviedo) se cubrieron en 1936 por primera vez, tardanza que demuestra “el escaso interés que entonces despertaba la tecnología química en la enseñanza universitaria” (Vian: 468).

[19] Ángel Vian Ortuño, famoso químico industrial fallecido en julio de 1999, era un buen conocedor de estos asuntos porque perteneció durante la época reseñada al Instituto Nacional de Física y Química.

[20] La función principal del Instituto Rockefeller era la de “seminario destinado a conseguir promociones de científicos que luego, en funciones de cátedra, llevaran por toda España el método experimental como modo de hacer la Física y la Química en sus variadas especialidades” (Vian: 440).

[21] Aparte de quebrar el saludable tronco de la ciencia española de la época (véase Baratas, 1998).



Parte 4
Relaciones de la Química con otras ciencias

Como se ha ido exponiendo, la Química obtuvo su actual reconocimiento de disciplina científica independiente, con un método y un campo de estudios propios, muy tarde, y más aún en España. Sólo algunos adelantados, desde finales del siglo XVIII, vislumbraron la necesidad de profundizar en la teoría y práctica de la Química y en sus aplicaciones propias, aparte de las vinculadas clásicamente a la Farmacia y la Medicina[1]. En el siglo XIX se incrementaron estos esfuerzos. Francisco Carbonell y Bravo, siguiendo a Fourcroy, dividió la Química en dos grandes ramas, general y particular, y ésta en meteorológica, mineral, vegetal, farmacológica, animal y artística (entendiendo por tal la Química aplicada a los tintes, el blanqueado, el tratamiento de metales, la elaboración de dulces, etc.). Para Carbonell, la Química general “se ocupa en el conocimiento de la reacción íntima y recíproca de todos los cuerpos en general; [la particular] tiene por objeto la aplicación de aquellos conocimientos generales a una clase determinada y limitada de cuerpos naturales. (…) Debe desterrarse enteramente la división de la química en teórica y práctica adoptada por los químicos antiguos (…)” (Moreno González: 93, 99).

Nótese que Carbonell habla de “química farmacológica”, es decir, el sustantivo es la Química, no la Farmacología. Pero estos puntos de vista representaron muy poco en un estado de cosas generalizado en el que lo que hoy llamamos Química tenía un campo restringido a poco más que ciertos conocimientos útiles en farmacia, y quizá también en Medicina y en Metalurgia. Otras aplicaciones que hoy consideramos químicas como la fabricación de jabones y vidrios eran estimadas artes, es decir, labor de artesanos. Todo esto significa que buena parte de los contenidos de Química que se enseñaban en la Universidad durante los dos primeros tercios del siglo XIX haya que buscarlos en los estudios de Farmacia y Medicina, así como en la Facultad menor de Filosofía.

Ya bien mediada la centuria la Química pasa al campo de la Física, la ciencia por antonomasia, con ayuda de la cual aquella define conceptos básicos propios como los de elemento y especie química, átomo y molécula, al tiempo que quedan descubiertos y clasificados buen número de esos elementos y se imponen teorías básicas como las de Avogadro, Arrhenius, Van’t Hoff, etc. Se fundamentan así las distintas ramas de la Química: Inorgánica, Orgánica, Bioquímica, Quimica-Física, etc. En definitiva, la Química en esa época “pasa a la categoría de ciencia con aspiraciones a la exactitud” (aunque, según Vian, “España se mantuvo al margen de este formidable movimiento (…) por razones de orden político y religioso”) (Vian: 432).

Veremos a continuación la relación existente entre la enseñanza de la Química y de otras disciplinas reconocidas previamente.

Farmacia y Química

Puerto Sarmiento (p. 153) afirma que “la profesión farmacéutica actuó en muchas ocasiones como núcleo de profesionalización de otros científicos –principalmente botánicos y químicos–”, debido a que “la especificidad de su misión [de la Farmacia] obligó a sus practicantes al estudio de una serie de materias científicas (…) relacionadas, por una parte, con el conocimiento de la salud, de los remedios procedentes del mundo animado e inanimado, por otra, y con las técnicas precisas para convertirlos en fármacos, en definitiva”.

Reproducimos a continuación las siguientes palabras de Gil de Zárate, escritas a mediados del siglo XIX y muy ilustrativas de lo que fue la relación de la Química con la Farmacia, o, si se quiere, la servidumbre de la Química para con la Farmacia. Abusaremos de la extensión de la cita por su relación con el tema que nos ocupa y otros relacionados con la Química española:

(…) pasados estos tiempos [Baja Edad Media y Renacimiento] en que la química conservó sus pretensiones de ciencia oculta y maravillosa, cuando ya empezó a tomar las formas y el lenguaje de verdadera ciencia, ejercitándose en operaciones realmente útiles a la humanidad, su historia se confunde con las de la medicina y farmacia, hasta que ya en el siglo XVII empezaron a presentarse algunos hombres especiales que dieron a la química propiamente tal, y a sus aplicaciones de toda clase, un impulso admirable y sorprendente por la inmensidad de sus resultados.
(…) pueden citarse muchos nombres, algunos de ellos ilustres, y casi todos de médicos, cirujanos o boticarios, que con motivo de sus trabajos farmacéuticos han publicado obras notables y hecho descubrimientos que los honran; pero la mayor parte se dedicaron más bien al examen de los medicamentos extraídos de las plantas que a la elaboración de los que proceden de substancias minerales, esto es, a las preparaciones verdaderamente químicas; por cuya razón pertenecen con más propiedad a la historia de las ciencias naturales (…)

Desde principios del siglo XVIII ya se ve a nuestros farmacéuticos emplear los procedimientos de la química, y dedicarse al estudio de esta ciencia que empezaba a ser muy cultivada en Europa, tomando nuevo carácter, y fundándose en doctrinas sólidas. Las academias médicas de Madrid y de otros puntos de la Península y los colegios de boticarios impulsaron esta tendencia, y en sus memorias se ven algunos opúsculos sobre tan interesante materia. Uno de los que más se distinguieron entonces fue D. Félix Palacios, que el primero acaso en Europa supo preparar el fósforo, y que en 1701 tradujo el Curso químico de Lemery, imitando su ejemplo muchos farmacéuticos, aunque no dejó de encontrar oposición en otros.

La primera cátedra verdadera de Química que se creó en Madrid fue la que en 1780 se mandó establecer para la enseñanza científica de los farmacéuticos, regentada por D. Pedro Gutiérrez Bueno; pero antes de esto, varios boticarios, ya a sus expensas, ya pensionados por el Gobierno, habían ido al extranjero para adquirir estos conocimientos que desde entonces se fueron generalizando entre los de su clase. Desde 1768 se estaban ya dando lecciones de química en el colegio de boticarios, aunque accidentalmente, y cuando algún profesor se prestaba a este servicio (…) [A finales de siglo XVIII] algunos colegios de boticarios, impulsados por el ejemplo de la Corte, crearon a sus expensas varias cátedras de esta ciencia [la Química].

(Gil de Zárate:, 71-75).

Al despuntar el siglo XIX los futuros farmacéuticos aprendían Química en el Real Laboratorio de la Corte, en Madrid, hasta que los estudios se hicieron más serios a partir de 1804 con los Colegios de Farmacia, instituciones que después de la guerra, a partir de 1815, se hallaron en primera línea en el fomento del estudio de la disciplina que nos ocupa (en Madrid[2], Barcelona, Sevilla y Santiago, aunque los dos últimos cerraron al cabo de algún tiempo) (Puerto Sarmiento: 166, 167). De acuerdo con Gil de Zárate “entre sus alumnos se contaba, no sólo a los meros estudiantes de farmacia, sino también a una numerosa juventud ansiosa de adquirir estos conocimientos [de Química]”[3]. Puerto Sarmiento (pp. 170-171) asegura que en los estudios impartidos en estas instituciones los alumnos podían lograr una serie de conocimientos relacionados con la Química y la “tecnología del medicamento”, pero que en ellos no existió apenas investigación científica.

La fuerte relación académica de la Química con la Farmacia a principios del siglo XIX puede constatarse en el hecho de que en 1800 las Ordenanzas de Farmacia establecieron que los alumnos que cursaban los estudios de dos años en los Colegios de la Facultad Reunida de Medicina y Cirugía recibirían el título de bachiller en Química. Luego, tras pasar dos años de prácticas en una botica adquirirían el de licenciado en Farmacia, y más tarde, como título honorífico, podría concedérseles el de doctor en Química (Puerto Sarmiento: 166)[4].

Una Real Cédula de 1801 ordenó que se erigiesen cátedras de Farmacia, Química y Botánica “en los pueblos más apropiados” y poco más tarde (1804) se mandó erigir en Madrid el Colegio de Farmacia ya referido, que debía contar con dos cátedras: Historia Natural y Química y Farmacia[5] (Puerto Sarmiento: 166; Gago, 137).

Puerto Sarmiento interpreta que “lo único destacable en el diseño curricular” introducido por el plan Pidal, de 1845, para la Facultad de Farmacia es la especialización de los estudios químicos: había de estudiarse Química general en el preparatorio, Química orgánica e Inorgánica (aplicadas a la Farmacia) en la licenciatura y Análisis químico en el doctorado. “La ampliación de la base química de la carrera coincide con la apreciación entre los boticarios de la similitud existente entre esta materia y la farmacia” y con la decisión gubernamental de impulsar su desarrollo por su influencia en la industria (Puerto Sarmiento: 172, 173; Peset y Peset, 1992: 31).

En interesante constatar que cuando empezaron a funcionar a mediados de siglo las cátedras de Química Orgánica, las facultades de Filosofía tuvieron dificultad en reclutar profesores de la especialidad, no así las de Farmacia. Además, muchos farmacéuticos pasaron a ser profesores de Química en las facultades de Filosofía y luego de las de Ciencias, lo que para Puerto Sarmiento es prueba de cómo una nueva profesión científica se generaba a partir de la de farmacéutico, como afirma asimismo que pasó con la Botánica durante la Ilustración (Puerto Sarmiento: 173, 174)[6].

En 1845 “algunos alumnos destacados de la facultad [de Farmacia] pasan a ocupar algunas cátedras de química de la Facultad de Filosofía, transformada luego en Ciencias”, y la facultad de Filosofía de la Universidad central decide enviar al extranjero a dos jóvenes farmacéuticos para que se formen en Química Orgánica: Ramón Torres Muñoz de Luna y Mariano Echevarría[7]. El catedrático de Análisis químico Magín Bonet también había estudiado Farmacia, una prueba más de la influencia de estos estudios en el despegue de la profesionalización académica de la Química (Puerto Sarmiento: 179). Abundaron también los profesores de Farmacia que tradujeron libros de Química no necesariamente de tema farmacéutico, como sobre aplicaciones a la industria, agricultura, medicina, minas, ingeniería industrial, etc. (Puerto Sarmiento: 180).

Como hemos visto, a partir de la ley Moyano los estudios universitarios producen profesionales químicos que ya socialmente se diferencian de los boticarios. Pero, evidentemente, eso no quita que los farmacéuticos sigan precisando de la Química, de modo que una modernización de los estudios de Farmacia, como la que se da en 1886, introduce más estudios de Química (Puerto Sarmiento: 177)[8]. Es decir, hasta entonces la Farmacia había “acogido” a la Química en el sistema universitario, pero a partir de esa fecha la Química es fundamental para el impulso de la ciencia farmacéutica. Así, “se acepta como catalizador del proceso de fabricación seriada de los fármacos el descubrimiento y síntesis de alcaloides y glucósidos, la preparación masiva de productos químicos durante el siglo XIX y los avances de la tecnología farmacéutica” (Puerto Sarmiento: 187, 188)[9].

Para el estudio de la Química, las Ordenanzas de Farmacia de 1804 exigen la de Lavoisier, concretamente a través de su Tratado elemental de Química traducido en 1794 por Juan Manuel Munárriz. En Barcelona fueron muy usados los Elementos de Farmacia basados en los principios de la química moderna, de Francisco Carbonell y Bravo, y en Madrid la presencia de Pedro Gutiérrez Bueno[10] (autor de Nueva nomenclatura química propuesta por Lavoisier, Morveau y Fourcroy) hace suponer que se usara el Curso de química teórica y práctica (1802). El texto del químico-médico Orfila Tratado de los venenos… o toxicología general se usó también desde 1815 (Puerto Sarmiento: 169, Peset y Peset, 1992: 28). Ya mediado el siglo, para Farmacia químico-inorgánica fueron muy empleados el Tratado de farmacia experimental de Manuel Jiménez (1840), y el Tratado de farmacia operatoria de Raimundo Forns y Nornet (1841); y para Farmacia químico-orgánica el Curso completo de farmacia de Le Canu (1848), el Tratado de Química orgánica de Liebig (1847), el Tratado de farmacia teórico-práctica de Soubeiran (1840), y el Tratado de química general de Casares (1848) (Puerto Sarmiento: 178, 179)[11].

Física y Química

Durante buena parte del siglo XIX la Química académica siempre fue de la mano de la Física. En realidad, esta relación de hermandad (o paterno-filial) no es negativa; al contrario, la Física permite fundamentar y afianzar muchos hechos y teorías químicas. Pero no debe olvidarse que dentro de la Química hay ramas de conocimientos cuyo abordaje resiste la aplicación del método científico propio de la Física.

Normalmente la Física es considerada la ciencia por antonomasia, y se toma como modelo a comparar:

(…) es el carácter cosmológico de la Física lo que la sitúa en la categoría científica adquirida en los siglos XVIII y XIX. Y la falta de esa visión cosmológica para explicar los fenómenos es la razón que no hace de la Química una Ciencia hasta bien entrado el siglo XVIII. El licenciado en Farmacia Luis Augusto de la Llama Palacios, en su discurso de investidura como doctor de la Universidad Central en 1853, lo resume así: “no puede dudarse que hasta los Neumáticos (dedicados al estudio de los gases y el vacío: Boyle, von Guericke, Hooke, Papin, Black, Priestley, Scheele…) se desconocía la fuerza de atracciones eléctricas, sin ver las atracciones que experimentan [las sustancias], sin reflexionar acerca de los fenómenos que se presentan, sin elevarse al conocimiento de las causas, podemos legítimamente deducir que sus nociones serían como las que adquiere el simple manufacturero, que mezclando drogas pulveriza, disuelve, destila, sublima, funde, cristaliza y precipita para obtener los productos que pretende, sin apercibirse de los sucesos químicos y de su interpretación”.

(Moreno González: 87)

Venancio González Valledor y Juan Chavarri, en el prólogo de uno de sus libros, escribieron:

(…) La química es otra de las ciencias que no sólo tiene un enlace íntimo con la física, sino que, en realidad, es sólo su continuación; puesto que la diferencia, en cuanto a su objeto, consiste en que así como la física estudia las modificaciones que afectan al modo de estar de los cuerpos, la química se ocupa de los que se refieren a su modo de ser (…)

(Vernet, 243).

Es natural que “los profesores de dichas materias [Física y Química] se consideraran como prácticamente intercambiables –aún ocurre hoy (…)– y que físicos puros fueran titulares de Química (…)” (Vernet: 243, 244). Pero no deja de haber una diferencia importante entre el ser y el estar de la cita anterior, en análogo sentido al que se refiere Whitehead para establecer las diferencias entre la Física y la Biología: la primera es el estudio de los organismos simples, la segunda, la de los complejos.

Lo cierto es que durante buena parte del siglo XIX, como decimos, la Química se estudió en organismos privados, institutos y hasta universidades conjunta y dependientemente con la Física. Abundaron en los planes de estudio decimonónicos asignaturas del tipo “física general y nociones de química”. El Instituto de Gijón significó en este sentido “una novedad y un precedente del posterior desarrollo de la enseñanza de ambas como una misma asignatura en la segunda enseñanza”. En las ordenanzas de dicha institución ya se estableció que “aunque estas ciencias se enseñen de ordinario separadamente, y se consideren como cosas distintas, se desea que el profesor reúna sus elementos en un solo cuerpo de doctrina”. No obstante, se aclara que no se debe “perder de vista el ínfimo enlace que tienen entre sí” (!) (Moreno González: 125).

En uno de los primeros libros recomendado explícitamente para la enseñanza de la Física experimental, el del francés Libes, traducido en 1821 con el título Tratado de Física, se habla de conceptos que hoy se consideran del campo de la Química, como los de cristalización o descomposición de óxidos y álcalis y las teorías de Davy y Proust (Moreno González: 213-215; Vernet: 245, 246)[12].

Moreno González (p. 281), refiriéndose a los 92 catedráticos escalafonados por antigüedad en 1847 para la nueva facultad de Filosofía, dice que estaban “formados en la universidad que venimos conociendo, donde estudiaron la Física confusamente entremezclada con la Química y a través de textos latinos, salvo los más jóvenes, que pudieron estudiar con el Libes”.

Medicina/Biología y Química

“Desde mediados del siglo XVII se enseñaba la química en Francia no como ciencia especial y universal que domina a toda la naturaleza, del modo que se considera ahora [en 1855], sino como parte de la medicina. Seguíase entonces la doctrina de Paracelso (…)” (Gil de Zárate: 72). La relación, parecida a la que ligó a la Química con la Farmacia, mantuvo igualmente una evolución semejante, incrementándose en el currículo médico el contenido de química y sus nuevas especialidades hasta el punto de existir corrientes llamadas de Medicina química y de Laboratorio, sucesoras de aquella iatroquímica paracelsiana que contaron con seguidores como Pasteur y Orfila. Muchos descubrimientos químicos tuvieron, como en Farmacia, resultados trascendentales en Medicina; así, la síntesis del ácido fénico, el éter y el cloroformo fueron parte de la “revolución de la cirugía”. Luego se comprobó que existía relación entre la composición química de un fármaco y su influencia en el organismo. Y la quimioterapia sintética con sus dos líneas, fisiopatológica y etiológica, con triunfos como la síntesis de la aspirina en 1893, acabó de revelar a los ojos de los médicos la madurez de esa disciplina que había crecido en parte bajo su protección (López Piñero, 197-199).

En España, a principios del siglo XIX la Medicina era la única ciencia que se enseñaba en una facultad mayor (la Farmacia, no), de modo que fue la principal vía de entrada a los estudios superiores universitarios de ciencias afines o subsidiarias como la Química. En 1843 concretamente, los estudios de Física, Química, Botánica, Zoología y Mineralogía figuraban en el currículo básico de Medicina, consolidándose la Física y Química médica con la reforma de Pidal de 1845 (Peset y Peset, 1992: 28-30). Antes de la ley Moyano los estudios de Medicina estaban constituidos por cuatro núcleos esenciales de asignaturas: uno de ellos lo formaban la Física, la Química y la Historia natural junto a otras afines.

Poco a poco la Química va teniendo, pues, más peso en estos estudios, dándose el mismo vuelco que en los de Farmacia. Un plan de 1843 sólo contempla Química médica en primero de Medicina (y nada de Química en los colegios prácticos); el plan Pidal, en 1845, tiene una Física y Química médicas en primero y un Análisis químico de los alimentos, bebidas, aguas, etc. en primero de Doctorado; el plan Seijas, de 1850, programaba Física y química de aplicación a las ciencias médicas en primero; Ampliación de la Química en primero de Doctorado; y Análisis química (sic) de aplicación a las ciencias médicas en segundo; el plan Moyano,de 1857, contenía Aplicación médica de la física, química y meteorología en sexto; y Química Inorgánica – Geología en primero de Doctorado y Análisis química y Química Orgánica en segundo; y el plan Orovio, de 1867, que supuso un pequeño retroceso no sólo para la Química, sino para todos estos estudios –Medicina pasó de 9 años en total a 7–, planteaba Ampliación de la física – Química general en primero, y Análisis química en el único curso de Doctorado existente (Peset y Peset, 1974: 660-664). El plan de 1884 creó en Medicina un “excelente” Doctorado en que se combinaban Historia y filosofía de la Medicina con Epidemiología, Química aplicada a las ciencias médicas y asignaturas de las principales especialidades: Neurología, Otología y Oftalmología (Peset y Peset, 1992: 44). Ya en el siglo XX la Bioquímica entra en los planes de estudio haciéndose absolutamente imprescindible en Medicina.

La química igualmente tuvo su importancia en un campo nuevo, el de la Biología. Haeckel consideraba, en su concepción de la Morfología de los organismos, que la forma era el resultado de dos factores, materia y fuerza, siendo cometido de la Química el estudio de la materia (Baratas, 1993: 54-56)[13]. El Boletín de la Institución Libre de Enseñanza recogía entre 1885 y 1886 diversos artículos sobre el nuevo rumbo que iban tomando las ciencias naturales y allí se hablaba de que la Física y la Química eran ciencias auxiliares (Baratas, 1993: 118).

La importancia que tuvo la Química concretamente en la Biología española queda patente en el capítulo IX.1 de la tesis doctoral de Baratas citada en la bibliografía (Baratas, 1992). Ahí se demuestra cómo Cajal, Del Río Hortega, Achúcarro, Simarro, Calleja, etc., dominaban las técnicas químicas de tinción e impregnación[14], fijación, coloración y otras condiciones de reacción, y ello les facilitó mucho los progresos en histología o quimiotactismo (Baratas, 1993: 347-348).

Un ejemplo concreto de los servicios de la Química a la investigación biológica lo proporciona el trabajo de Juan Negrín[15] sobre la adrenalina; el bioquímico reconoció la necesidad de conocimientos de química analítica para detectar esta sustancia, problema al que se dedicó José Sopeña (Baratas, 452, 455, 466).

Además de la Medicina, la Biología obviamente tuvo una fuerte relación simbiótica con la Bioquímica[16]. Concretamente, el Laboratorio de Fisiología general de la Junta de Ampliación de Estudios constituyó el núcleo para el nacimiento de la Bioquímica española, de gran pujanza internacional. Allí estuvieron Juan Negrín, José Sopeña, Severo Ochoa y Francisco Grande Covián (Baratas: 461-472). También en el Laboratorio de Fisiología vegetal del Jardín Botánico se hicieron muchos estudios sobre Bioquímica vegetal (Baratas: 521)[17].


NOTAS

[1] Como ejemplo, en 1761 un catedrático de Anatomía de la Universidad de Sevilla pedía la creación en esa institución de una cátedra de Química teórica y práctica y un “Elaboratorio real” para utilidades no sólo médicas (como combatir “la contagiosa enfermedad venérea que destruye casi la cuarta parte del ejército de S. M.”) sino del tipo que hoy admitimos como puramente químicas, como la fabricación de “una pólvora tan elástica y con tanto impulso que excediese con fuerza y explosión a todas las pólvoras ordinarias que se fabrican en el Reino” (Moreno González: 94-95).

[2] El Colegio de Farmacia madrileño disponía de un buen laboratorio de Química que reunió aparatos y materiales de Santiago y Sevilla y del laboratorio de la calle del Turco que había dirigido Proust. También Barcelona contaba con buenos medios en este sentido (Puerto Sarmiento: 170-171).

[3] Como profesor de Colegio de Farmacia destacó el catedrático Andrés Alcón, pero tuvo que emigrar por razones políticas (Gil de Zárate: 75). Vernet cita también como docente señalado al que fue primer catedrático del Real Colegio de Farmacia, creado en 1815, José Antonio Balcells y Camps, que consiguió “obtener el color llamado andrinópolis, cuyo secreto de fabricación hasta entonces sólo lo poseían los turcos, continuando así una línea de investigación iniciada en el siglo anterior por Juan Pablo Canals, barón de Vallroja” (Vernet: 244, 245).

[4] A pesar del “monopolio” que los farmacéuticos parecían ejercer sobre las operaciones químicas relacionadas con su campo, hubieron de permitir que los drogueros también pudieran fabricar medicamentos (Puerto Sarmiento: 156).

[5] Cada catedrático debía elaborar un libro de texto, pero Gutiérrez Bueno, el primero que ocupó la plaza, sólo pudo hacerlo a la edad de 72 años y su obra resultó obsoleta, desconociendo, por ejemplo, los nuevos elementos químicos descubiertos hacía 8 años por Davy (Gago, 137).

[6] Incluso después de la ley Moyano la farmacia sigue siendo productora de Química. Como ejemplo, Laureano Calderón de Arana, tras su exilio por protestar contra represalias a Ginés de los Ríos y González Linares, y después de haber estudiado con Marcelin Berthelot y Claude Bernard, entre otros, ganó la cátedra de Química biológica y se puede considerar el introductor en España de estos estudios (Puerto Sarmiento: 177).

[7] Se envió a muchos estudiantes a laboratorios europeos de la escuela dualista, iniciada por Lavoisier, (pero tarde: en una época en que esa filosofía empezaba a declinar). Torres Muñoz de Luna estudió con Dumas, Wurtz, Le Canu y Liebig; y Magín Bonet con Dumas, Fresenius y Berzelius (Puerto Sarmiento, 180).

[8] En este plan, concretamente, Análisis químico pasa a la Licenciatura procedente del Doctorado, y en éste se introduce Química Biológica (Puerto Sarmiento: 177).

[9] Hablamos de la Farmacia y la Química en general. Todo esto no quita que se mantuviera una fuerte dependencia de productos extranjeros, sobre todo de Francia e Inglaterra (Puerto Sarmiento: 189).

[10] Al boticario Pedro Gutiérrez Bueno se le puede considerar el principal divulgador de la Química de Lavoisier, afirma Calleja (p. 14).

[11] A título anecdótico pero quizá significativo, repárese en que algunos de ellos, a pesar de ser libros de Química, no registran esa palabra en su título. Sin embargo, como prueba de que en el último tercio de siglo se produce un vuelco, valgan los siguientes títulos de manuales de esa época: Tratado de química orgánica aplicada a la farmacia y a la medicina moderna de Bonifacio Velasco (1872), y Química orgánica aplicada a la farmacia de Baldomero Bonet (1902).

[12] Curiosamente, este autor concede a la Química un estatus de orden parecido al de la Física:

Los químicos y los geómetras se habían, para decirlo así, amparado de su dominio, y se veía así la física reducida a ocuparse en la explicación de algunos fenómenos particulares nada propios para formar un cuerpo de ciencia. Demos pues a la física sus antiguos límites sin volverla a su independencia. El físico debe colocarse entre el químico y el geómetra (…) La química ofrece también una antorcha al físico, sobre todo cuando estudia las propiedades de aquellas sustancias que habían usurpado el privilegio de simplicidad, y que su influencia sobre un grande número de fenómenos no puede parecer equívoca (…). La química moderna ha ofrecido a la física la solución de estos problemas [el de que todas los conocimientos sobre el agua, el aire, el calórico, etc., se limitaban sólo a algunas propiedades de estos “fluidos”]; desde entonces una feliz reciprocidad de servicios ha estrechado los vínculos de estas dos ciencias que en el día se glorian de tal especie de fraternidad. (Moreno González: 217).

[13] González de Linares expuso las teorías haeckelianas en cursos de la Institución pero mostrándose crítico con el punto señalado (Baratas, 1993: 54-56).

[14] Sobre todo la argéntica, que fue la más específicamente española (Baratas, 1993: 563).

[15] Gracias a Negrín (que fue presidente de la República durante la guerra civil) se renovaron las enseñanzas de Fisiología en la Facultad de Medicina al desdoblarse Fisiología humana en dos: Fisiología general y Química fisiológica. Esto era lo coherente con las tendencias imperantes en el ámbito internacional, de acuerdo con Antonio Gallego (Baratas, 1993: 461, 462).

[16] El Instituto Cajal tuvo una importante sección de bioquímica (Baratas: 395).

[17] Allí se abordaron temas de indudable sabor químico, como la tesis de Enrique García Subero, sobre acidez del suelo (Baratas, 1993: 526).



Bibliografía

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Este artículo está publicado en:

José María Gavira Vallejo. “La enseñanza de la Química en España en el período 1800-1936”. Hespérides: Anuario de investigaciones, ISSN 1576-8600, Nº. 15, 2007, págs. 157-198.

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