La inteligencia artificial (IA), lejos de ser solo una herramienta tecnológica, se está convirtiendo en un fenómeno cultural que redefine el papel del pensamiento humano. Lo que comenzó como un intento de imitar al cerebro está transformándose en algo más profundo: una reorganización de nuestras capacidades cognitivas. La pregunta que muchos investigadores y divulgadores se hacen hoy no es tanto si la IA piensa como nosotros, sino si nosotros dejaremos de pensar por nuestra cuenta.
Según razona la profesora de UCM Eva Aladro Vico en The Conversation, este fenómeno puede interpretarse a través de la “Ley de Reversión” de Marshall McLuhan: toda herramienta, cuando se utiliza en exceso, termina produciendo el efecto opuesto al que originalmente se buscaba. Así, lo que empezó como un medio para potenciar el aprendizaje y la productividad corre el riesgo de anular precisamente esas capacidades. El ejemplo clásico del embotellamiento de vehículos —cuando el coche, creado para facilitar el movimiento, nos deja atrapados— se traslada ahora al terreno intelectual: si recurrimos masivamente a la IA para estudiar, resumir, analizar o crear, podemos «atrofiar el músculo» de nuestra inteligencia.
Esta alerta es especialmente preocupante cuando hablamos de estudiantes. Wolfgang Messner, profesor de la Universidad de Carolina del Sur, subraya (también en The Conversation) que la inteligencia humana es evolutiva, moldeada por el ejercicio y el entorno. No es un órgano fijo, sino una facultad que crece o se deteriora según el uso. Si las nuevas generaciones se apoyan constantemente en ChatGPT y herramientas similares para idear temas, redactar ensayos o sintetizar ideas, el peligro no es solo una pérdida de habilidad, sino una regresión en su capacidad de atención, imaginación y lectura profunda.
Messner, que investiga el impacto de la IA en el trabajo y la educación, ofrece una mirada complementaria: la IA está generando una “revolución cognitiva” similar a la industrial, pero en el plano mental. Así como las máquinas reemplazaron el trabajo manual, los sistemas generativos están automatizando partes del pensamiento. El resultado, advierte, es una creciente dependencia de “prótesis cognitivas” que debilitan habilidades como la navegación (con el GPS) o la redacción (con asistentes de texto). Lo preocupante no es tanto que la IA genere contenido mediocre, sino que aceptemos esa mediocridad como el nuevo estándar.
Ambos autores coinciden en que la creatividad está en juego. Wolfgang Messner señala que la IA puede aumentar el rendimiento creativo en ciertas tareas, pero advierte sobre un riesgo crítico: el empobrecimiento de la diversidad de ideas. Los sistemas generativos tienden a converger en soluciones previsibles, reflejando los valores dominantes de las culturas que los entrenan. Lo que empieza como un atajo útil puede convertirse en un ciclo de retroalimentación que estrecha el pensamiento humano.
Eva Aladro incide en esta misma idea al hablar de “sedentarismo cognitivo”. Si la IA sintetiza por nosotros, pensamos menos. Si resume, leemos menos. Si propone ideas, dejamos de imaginar. Esta atrofia se ve agravada por otro efecto señalado por Kathryn Mills, del University College de Londres: la sustitución de la memoria activa por la llamada “amnesia digital”, en la que delegamos tanto en los dispositivos que perdemos la capacidad de recordar y construir información por nosotros mismos.
Y no se trata solo de pérdida individual. La saturación informativa generada por la IA amenaza también el acceso plural al conocimiento. Como advierte Eva Aladro, cada vez es más difícil encontrar en Google una fuente escrita por un humano. La red se llena de textos generados automáticamente, lo que crea una especie de atasco intelectual que dificulta el pensamiento crítico y el contraste de ideas. Es la paradoja de la abundancia: tanta información disponible nos impide distinguir lo relevante.
¿Hay solución?
¿Estamos, entonces, condenados a una mediocridad algorítmica? Wolfgang Messner plantea que aún no es tarde. La historia de la industrialización nos muestra que cada revolución técnica trae tanto pérdidas como nuevas oportunidades. El reto es cultural y educativo: ¿cómo preservar la creatividad humana en medio de una avalancha de contenido sintético? ¿Cómo enseñar a pensar en un mundo donde cada pregunta puede ser respondida —de manera superficial— por una máquina?
Ambos autores coinciden en que la solución pasa por un uso consciente e intencionado de estas herramientas. La IA no desaparecerá, ni debe hacerlo. Pero su adopción debe ir acompañada de una defensa activa de las capacidades humanas que no puede replicar: la intuición, la experiencia vivida, el pensamiento divergente y la capacidad de imaginar lo que aún no existe.
El futuro de la inteligencia —humana o artificial— no está escrito. Pero si queremos que siga siendo verdaderamente inteligente, tendremos que reclamar nuestro lugar como pensadores activos y no como simples usuarios pasivos de una tecnología que, sin darnos cuenta, podría acabar pensando por nosotros.

