El inglés Edward King, más conocido como Lord Kingsborough, a la historia por Antiquities of Mexico, una monumental obra en nueve volúmenes que le costó casi 20 años de su vida… y prácticamente toda su fortuna.
Antiquities of Mexico (1831-1848) fue una publicación colosal tanto en escala como en contenido. Reunía reproducciones a color de prácticamente todos los manuscritos mesoamericanos prehispánicos disponibles en colecciones europeas en ese momento: desde tablas astrológicas mayas hasta genealogías mixtecas, pasando por ritos religiosos y registros agrícolas. Cada volumen pesaba varios kilos y, en conjunto, la obra alcanzaba los 30 kg.
Para llevar a cabo esta tarea titánica, Kingsborough contó con la colaboración del artista italiano Agostino Aglio, quien viajó por Europa para trazar y pintar a mano los manuscritos. Gracias a su meticuloso trabajo, muchas de las imágenes que hoy conocemos —como las del Códice de Dresde— sobreviven en mejor estado en los libros de Kingsborough que en los originales, algunos de los cuales sufrieron daños irreparables, como ocurrió tras los bombardeos en Dresde durante la Segunda Guerra Mundial.
Solo unos veinte manuscritos prehispánicos han llegado hasta nosotros. Incluso aquellos creados poco después de la conquista —como el Códice Telleriano-Remensis, que también figura en la obra de Kingsborough— son testimonio de una pérdida casi total. En sus últimas páginas, este códice se transforma en un caos de bocetos inacabados y notas apresuradas.
Algunos manuscritos fueron enviados a Europa, dispersándose por colecciones privadas desde París hasta Roma. Un ejemplo notable es el Códice Mendoza, que viajó desde México rumbo a España, fue robado por piratas franceses, y acabó, tras un largo periplo, en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Cuando Kingsborough publicó su facsímil en color, el códice llevaba décadas en el olvido.
El objetivo declarado de Kingsborough era democratizar el acceso a estos materiales. Quería que cualquier estudioso pudiera comparar el Códice Añute y el Códice Borgia sin necesidad de recorrer medio mundo. Pero había un segundo propósito, mucho más polémico: su teoría de que los pueblos mesoamericanos descendían de las Tribus Perdidas de Israel. En el volumen VI de su obra, Kingsborough defendía esta hipótesis citando supuestas similitudes culturales, como los tabúes alimentarios, la práctica de sacrificios humanos, o incluso la forma de ciertos glifos.
Aunque hoy esta idea nos parezca descabellada y eurocentrista, lo cierto es que su obsesión ayudó —indirectamente— a preservar y difundir un patrimonio invaluable. Kingsborough jamás consideró que los pueblos originarios de México pudieran haber desarrollado su propia civilización sin influencia externa. Sin embargo, su legado editorial contribuyó a que el mundo conociera la riqueza de esas culturas.
Casi dos siglos después, las litografías de Aglio y la obsesión de Kingsborough siguen siendo un testimonio visual irremplazable del pensamiento y la espiritualidad mesoamericana, una ventana al mundo que existía antes de la conquista —y que, contra todo pronóstico, aún logra hablarnos desde sus páginas de color.

Cómo se crearon estos códices
Antes de la llegada de los españoles, las civilizaciones mesoamericanas desarrollaron una rica tradición de escritura pictográfica, plasmada en códices que combinaban texto, imagen y simbolismo con una precisión asombrosa. Lejos de ser simples objetos decorativos, estos manuscritos eran herramientas de conocimiento, memoria y poder.
Los códices no eran libros encuadernados, sino largas tiras plegables en forma de biombo, a menudo de varios metros de longitud. El soporte más común era el papel amate, elaborado a partir de la corteza del árbol de higuera (ficus), aunque también se usaban pieles de venado, fibras de maguey o lienzos de algodón. Para preparar la superficie de escritura, los materiales se cubrían con una capa blanca de estuco a base de cal, que los tlacuilos (los pintores-escribas nahuas) alisaban cuidadosamente.
Los colores eran preparados con gran dominio técnico, empleando pigmentos naturales de origen mineral, vegetal y animal. Entre los más utilizados estaban el rojo carmín extraído de la cochinilla, el intenso azul maya (mezcla de índigo y arcilla), el negro de carbón vegetal, y el amarillo obtenido de minerales o plantas. Estos pigmentos se mezclaban con resinas, savias o gomas para lograr mayor adherencia y durabilidad.
Cada códice era una obra colectiva que requería conocimiento especializado, no solo en pintura, sino también en astrología, historia, religión y política. Los contenidos abarcaban desde calendarios rituales hasta genealogías, narrativas míticas, guías ceremoniales y registros tributarios. Lejos de ser simples documentos visuales, los códices eran instrumentos vivos, fundamentales para el funcionamiento de la sociedad.

